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Serie: Relatos, reflexiones y otros aportes para rescatar la Memoria, a 50 años del golpe de Estado en Chile. Rodrigo Ramos Bañados, periodista y... Infancia en dictadura: La Desconfianza

Serie: Relatos, reflexiones y otros aportes para rescatar la Memoria, a 50 años del golpe de Estado en Chile.

Rodrigo Ramos Bañados, periodista y escritor.- 

Llegar al mundo los días posteriores al 11 de septiembre de 1973, y hacer niñez en los años posteriores no fue nada grato.  No se trata de victimizarme ni contar mi historia personal respecto a ese momento -que puede parecer más de lo mismo- si no que detallar una situación de infancia que a estas alturas parecería inaudita, pero que retrata a ese Chile lleno de desconfianza. No era una sugerencia lo que me decía mi madre mirándome con sus oscuras pupilas aguzadas, sino que un mandato casi de vida o muerte: “No debes contarle a nadie que escucho la radio (Moscú) por onda corta en la noche, a nadie”.

El compañero de curso -tercero básico- con quien me juntaba era hijo de militar. Eso no lo sabía mi madre. Cerca del colegio había un regimiento. En mi curso, de alrededor de cuarenta niños y niñas, había al menos diez niños cuyos padres trabajan en el regimiento. Ellos no se creían superiores y ni nosotros, los comunes y corrientes, tampoco. Éramos niños y jugábamos a perseguirnos o la pelota.

Nunca hablé de la radio Moscú, pero mi mayor disyuntiva en ese momento sucedió cuando anunciaron en el colegio que bajaríamos a la costanera -a un par de cuadras de nuestra orgullosa escuela con número- a saludar con pañuelos blancos a la comitiva presidencial que pasaría en dirección al regimiento. Bajamos en formación de distancia como pequeños soldados. Toda la escuela bajó de ese mismo modo. Apostados en la costanera había al menos tres mil niños, tanto de mi escuela y de las cercanas. Años después participé de algo similar, acompañando a mi madre, cuando vino el Papa Juan Pablo Segundo a Antofagasta. Esa vez los pañuelos blancos tenían un fin afectuoso.

Ya había pasado una hora. Habíamos cantado el himno nacional unas quince veces con la estrofa posteriormente suprimida. El sol nortino hacia lo suyo. En esa época nadie usaba bloqueador solar y ese tipo de cosas.  Dado nuestro sacrificio pensé que por lo menos el señor Pinochet, junto a su esposa, la señora Lucía, tendrían la deferencia de bajarse a saludar a los asoleados niños de esa ciudad del desierto.

Un militar le avisó al director del colegio, y éste al inspector, y éste a la profesora de nuestro curso que el Presidente de la República venía en camino. Nos formamos. Tomamos distancia. Comenzamos a cantar otra vez el himno nacional. En ese momento recordé a mi madre. Mis amigos con lo que jugaba de pronto se transformaron en espías. No podía confiar en ellos. La duda que me carcomía era levantar el pañuelo y saludar, o quedarme con la mano abajo. Mi madre no habría levantado el pañuelo. En ningún caso lo habría hecho. Quizás hasta hubiera escupido al suelo o peor, lanzado una piedra al auto blindado. Un escupitajo o un piedrazo le habría significado desaparecer a mi madre. Mi madre no lo habría hecho. Ya mi padre se había ido. No. Decidí levantar el pañuelo y saludar al Mercedes Benz de vidrios polarizados, donde supuestamente iba Pinochet. De lo contrario mis amigos del curso me habrían delatado.

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