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Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y escritor.-  A propósito del mes del libro que recientemente celebramos, deseo constatar que en nuestro país la mayoría... El mar y la literatura nacional

Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y escritor.- 

A propósito del mes del libro que recientemente celebramos, deseo constatar que en nuestro país la mayoría de los escritores han dedicado alguna de sus creaciones al portentoso e inescudriñable mar que baña nuestra larguísima costa.

Precisamente, el Premio Nobel de Literatura (1971), Pablo Neruda (1904), escribió varios poemas en los cuales explicita su eterno amor al mar, a los puertos y hasta fue capaz de crearnos una receta para cocinar el popular caldillo de congrio. Con todo desparpajo, nos decía que codiciaba el amor de los marineros, por supuesto, se refería a aquella capacidad placentera de tener en cada puerto un amor, cuya existencia al pasar el tiempo pudiera olvidar.

Lo cierto es que el mar ha inspirado a los navegantes, a los aventureros y también a los prosistas. Y hay uno que fue especialmente amante del mar: Salvador Reyes Figueroa (1899). Este novelista, poeta, cuentista, ensayista y periodista, tuvo una vida diplomática que le permitió recorrer el mundo, tal como si hubiera sido un verdadero navegante. Casi todos sus trabajos se refieren al mar y sus personajes preferidos fueron los capitanes, los marineros y los cargadores, a quienes los describe, generalmente, como sujetos nobles, sanos, rudos, libres, soñadores, ya que todos ellos están en permanente contacto con la naturaleza, su principal sustento e inspiración. Al respecto, la crítica especializada lo ha considerado el máximo exponente de la literatura marítima de Chile.

Del mismo modo, nuestro mar ha estado presente en la literatura universal. Cito a un clásico. En octubre de 1704 el barco Cinque Ports de la expedición del corsario Dampier, tras varios meses sin poder encontrar naves que atacar, abandona a su suerte al marinero Alejandro Selkirk, quien, premunido sólo de un mosquete, una biblia, un hacha, un poco de ropa, un puñado de pólvora y algunos otros utensilios, queda desterrado en una isla del archipiélago de Juan Fernández.

Selkirk estaba tan molesto con el fracaso de la empresa que prefirió quedarse en ese paraje desolado antes de proseguir el periplo de sus compañeros de travesía. Su estancia en la isla duró hasta 1709, cuando otra expedición, a cargo de Woodes Rogers, la cual había recalado en ese territorio lo encontró de forma sorpresiva.

El ermitaño guardó un religioso silencio sobre lo que fueron esos cuatro años viviendo como un náufrago, pero eso no impidió que el literato Daniel Defoe reescribiera su aventura como “Robinson Crusoe” (1719).

Gabriela Mistral (1889), nuestra Premio Nobel de Literatura (1945) fue otra poeta que supo combinar con maestría el afecto por el mar. Fue así que, en algunos de sus escritos, se permitió revelar el ímpetu apasionado que sentía por este líquido elemento. Asimismo, en sus versos se puede evidenciar la construcción de un imaginario paralelo entre la tierra y el mar. A la tierra la distinguió inmersa en conflictos permanentes; y al mar, por el contrario, lo describió como algo que se bambolea mansamente en la orilla de la humanidad; algo que da gusto y miedo, a la vez. “Dan ganas de palmotearlo/braceando de aguas adentro/y apenas abro mis brazos/me escupe la ola en el pecho/Es porque el pícaro sabe/que yo nunca fui costero/O es que los escupe a todos/y es Demonio” (Poema “El mar”). En este caso, el mar tiene un significado singular, alejado de cualquier vinculación con marinerías y desastres naturales.

«Chilenos en el mar» (1929) es uno de los libros de mayor maestría y vigor de la literatura de Mariano Latorre (1886), Premio Nacional de Literatura en 1944. En esta composición el maestro abandona la montaña y el paisaje campesino y proyecta su visión sobre los misterios del mar y la impronta estoica de quienes lo enfrentan. Son diez relatos, historias disímiles en su extensión, heterogéneas desde el punto de vista de las situaciones y los personajes. Se cuenta que utiliza sus tiempos libres para explorar nuevos rincones de nuestro territorio, visita las extensas y desoladas costas del sur, allí convive con pescadores, capitanes, pilotos, hombres de mar quienes a través de la plática le entregan historias de héroes anónimos que Latorre atesora y que dará a conocer más tarde en sus cuentos y novelas.

Francisco Coloane (1910), Premio Nacional de Literatura (1964), también dedicó gran parte de su producción literaria a describir la vida de los trabajadores marítimos. A partir de sus propias experiencias vividas en las inhóspitas tierras y canales antárticos nació «Cabo de Hornos» (1941). En este trabajo escritural nos detalla la furia oceánica en el epicentro donde se enfrentan las grandes masas líquidas del Atlántico y del Pacífico; del mismo modo, nos narra la ruda y cruel faena de los loberos que se internan en las cavernas, donde se crían los lobos para cazarlos sin ninguna compasión.

De su propia autoría es la novela “El último grumete de la Baquedano»(1941). La trama central trata acerca de las peripecias de un joven que se infiltra como polizón en la corbeta Baquedano, con el fin de ir a buscar a su hermano, el cual se había alejado por mucho tiempo de su familia, hacia la zona austral. Al ser sorprendido, el capitán de la nave decide transformarlo en un nuevo grumete del buque-escuela, decisión que termina teniendo el éxito deseado.

Por otra parte, sabemos que el Estrecho de Magallanes y los mares del fin del mundo, han sido escenarios de intrépidos navegantes, así como Fernando de Magallanes o el corsario Francis Drake. A partir de esos entornos se han originado memorables novelas navieras, las que han marcado la literatura universal y la imaginación de distintas generaciones.

En el campo de la literatura dramática, puedo citar a Jorge Díaz (1930), Premio Nacional de las Artes de la Representación y Audiovisuales en 1993. Este dramaturgo aborda la presencia del mar desde un punto de vista simbólico, así por lo menos se infiere en las piezas: “El velero en la botella” (1962), “El naufragio interminable” (2000), “Un corazón lleno de lluvia” (1992), “La marejada” (1996) y “Por arte de mar” (2000).

Estas historias dramáticas pertenecen a diferentes etapas de su producción, las cuales responden a inquietudes distintas y sustentan contenidos también diversos. Sin embargo, todas ellas convergen en el mar, adquiriendo en sus diálogos una relevancia sustantiva. Si bien, no está representado de manera realista, es constantemente recordado por los personajes y participa activamente en el devenir de los mismos.

El Ictus, grupo emblemático en la escena nacional, también representó dos obras: “Lindo país esquina con vista al mar” (1980) y “La mar estaba serena” (1982). En ambas realizaciones el mar personifica al tenso y peligroso contexto nacional que se vivió en pleno régimen dictatorial; las escenas están salpicadas de imágenes, situaciones dramáticas, personajes y anécdotas que permiten ampliar la estremecedora experiencia que sufrió nuestro país en ese período de crisis institucional.

Como observamos, en este parcial y ajustado recorrido por la literatura chilena, el mar fue y seguirá siendo una fuente inagotable de inspiración para muchos ensayistas, poetas y dramaturgos. Las marejadas, las ensenadas, los pescadores, la fauna marina y todo lo que contiene implícitamente esta masa de agua; se convierten en los íconos de no pocos argumentos literarios; los que a veces se eslabonan con el amor, las aventuras, las luchas, los buenos y los malos momentos que vive el hombre y la mujer.

Supongo que no podríamos imaginar una literatura originaria sin la presencia del mar, al igual que no sabríamos reconocer a Chile, con su singular posición geográfica, sin la preciada contribución de este en todos los aspectos y dimensiones de nuestras existencias efímeras, pues, al fin y al cabo, es la mejor riqueza y el mejor destino que tenemos los pueblos costeros.

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