Iván Vera-Pinto Soto/ Cientista Social, pedagogo y escritor
Para Luis Emilio Recabarren los asuntos axiales de su proyecto político eran la educación y la cultura. Precisamente, un aspecto que todavía falta profundizar, y que nos parece relevante es acerca del significado de la educación popular y el valor de los artefactos culturales hecho por los obreros, variables coadyuvantes de la liberación social. Lo cierto es que invariablemente tanto en las organizaciones socialistas como anarquistas la construcción del proceso de enseñanza-aprendizaje pretendía ser horizontal, evitando repetir los tradicionales compartimientos estancos del conocimiento, y buscando crear mecanismos bidireccionales donde los maestros y alumnos intercambiaran experiencias, sin jerarquización previa. La aplicación de esta horizontalidad nos demuestra la mirada totalizadora y amplia que se tenía de la escuela, su papel liberador y las estrategias a desarrollar para lograr eficacia en la gestación de un pensamiento crítico.
Los testimonios históricos nos comprueban que este líder jugó un rol gravitante en el proceso de alfabetización, concientización y dominio del habla en la clase trabajadora, hasta convertirse en un verdadero maestro y guía, en tanto comprendía que el acceso a la educación era el sendero privilegiado que le permitiría al asalariado descifrar y resolver la situación de opresión que lo asfixiaba. Dicho de otra manera, suponía que la enseñanza era el medio que podría conducir a los trabajadores a la «toma de conciencia» de su realidad y, como corolario, conseguiría transmutar el orden existente por otro nuevo: socialista.
Es acertado clarificar que en general socialistas y anarquistas tenían un enfoque exacerbado de todo el acervo cultural que la sociedad había construido, incluso, podríamos anotar hasta sin sentido crítico. En la Voz del Obrero (Taltal, 01-08-1907), Recabarren razona: “Es necesario aumentar la propaganda escrita y conferencias para que el pueblo adquiera más conciencia, más educación y más capacidad de obrar en defensa de sus fuerzas. En La Defensa (Coronel, Lota, 26-05-1907), asevera: “Las trabajadoras de los talleres, de las fábricas; las empleadas en el comercio, oficinas particulares y del Estado, y las pobres mujeres que llevan trabajo a domicilio, etc., necesitan recibir los auxilios poderosos de la educación social y de la organización gremial a fin de aminorar los estragos del trabajo mal pagado”. Tanto o más interesante es lo que argumenta en El Derecho Popular XVII, publicado en la Voz del Obrero (Taltal, 22-10-1904): “Con la emancipación social quiere el Partido concluir con esa lucha de clases, que hoy divide a la humanidad, introduciendo una sólida e igual educación para todos, de modo que todos disfruten de los beneficios del saber y de la cultura que lleve a los pueblos a la fraternidad y a la verdadera civilización”.
De las declaraciones antepuestas se desglosa la máxima de la matriz que propone Recabarren: para generar los cambios estructurales, la regeneración del ser humano y la sociedad, en primer lugar, se tiene que organizar y educar políticamente a la clase trabajadora. Podemos observar que este supuesto se entronca con el pensamiento de Antonio Gramsci, en la medida que se concibe la «lucha cultural» como medio de penetración del socialismo en todas las capas del tejido social. Lo dicho ocurriría mediante la creación de una cultura de clase, una subcultura cerrada y singular del proletariado y, con el apoderamiento de los medios culturales que hegemonizaba la burguesía.
Por lo que sigue, podemos colegir que el “culturalismo obrero” que se auspiciaba, consideraba que el acceso a la cultura y a la formación cultural era un instrumento de primer orden para alcanzar la liberación humana en términos individuales y colectivos, y, a la vez, podría transformarse en un arma de lucha que contribuiría a la reivindicación del pueblo, reubicándolo en un estadio superior hasta entonces ignorado.
Claro está que el impulso que proponía de la ciencia, la literatura y el arte debía ser producto de los mismos trabajadores, en ningún caso de los intelectuales o el mundo ilustrado. Los trabajadores debían ser la vanguardia para construir un paradigma cultural al margen del institucional, procurando su propia identidad, contraria, por cierto, con la cultura oligárquica que legitimaba el statu quo.
Este empeño de colocar a la cultura y al arte como herramientas auxiliares del desarrollo de la conciencia obrera debía llevarse a cabo sin descanso, superando la presión del trabajo extenuante, de largas jornadas laborales a las que estaban sometidos, donde eran mínimas o casi nulas las posibilidades para el ocio productivo, y para las actividades intelectuales y artísticas. En El Proletario (Tocopilla, 20-05- 1905), el paladín, escribe: “Abramos para nuestros hijos los horizontes de la poesía, de la luz, de las artes, de la moral, del amor”. Obedeciendo a estos propósitos y criterios, sustentaba que las transformaciones en la economía y en el poder político requerían de una ofensiva paralela en el campo de la conciencia. La actividad política la concebía como una verdadera expedición ideológica destinada a ilustrar y a orientar. Claro está que en ningún caso abrigaba la mínima esperanza que el pueblo fuese educado por la oligarquía, porque si así ocurriese los pobres podrían darse cuenta de lo que estaba pasando.
Siguiendo ese derrotero, la labor ideológica al interior de las entidades populares debía encaminarse, de manera organizada, a la creación de una cultura obrera, de una educación capaz de desplegar asalariados letrados que compartieran la pasión de las masas, rebasando todos los impedimentos que aquella sociedad industrializada y homogeneizadora les imponía, donde prevalecía la taylorización del trabajo físico dentro de una cadena de producción fordista.
Digamos que desde que se fundó la Federación Obrera de Chile (FOCH) – central sindical que existió entre 1909 y 1936 – sus recintos fueron aprovechados para inculcar la cultura obrera.
En esos espacios los trabajadores tenían la posibilidad de abrir sus mentes a nuevos conocimientos y comprender su realidad con la intensión de transformarla para su beneficio. Julián Cobo (1971) relata: “En esos locales se reunían los trabajadores para estudiar sus problemas, para escuchar conferencias ilustrativas, para tomar acuerdos referentes a un paro o a una huelga, para efectuar representaciones teatrales, para reunir fondos en favor de alguna familia en desgracia” (p.83)
Sin embargo, hay que registrar que el empresariado salitrero no vio con buenos ojos esta iniciativa, y en las sombras comenzó a fraguar planes para oponerse al avance del movimiento obrero. De esta suerte, comenzaron las provocaciones, nacieron las listas negras; el trabajador despedido por razones políticas no encontraba trabajo en ninguna otra Oficina. Frente a esta disyuntiva, Recabarren insistió en la idea que era imperioso difundir su derrotero político, el cual simbolizaba el progreso de los dominados. En consecuencia, para defenderse del acoso laboral y la persecución política su táctica fue la extensión la propaganda y la cultura «hasta el corazón del pueblo». Por supuesto, esta sentencia fue concluyente, tanto para la articulación de su poética y práctica teatral, como para su retórica, en cuanto definía el papel revolucionario que debía desempeñar el arte y la cultura en ese entorno social.
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