Edición Cero

Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y dramaturgo.-  El teatro, siempre listo para hurgar en las heridas más profundas, se erige como el cronista rebelde... Teatro y Guerra: la absurda ironía de la humanidad

Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y dramaturgo.- 

El teatro, siempre listo para hurgar en las heridas más profundas, se erige como el cronista rebelde de la humanidad, reflejando sin tapujos tanto nuestras miserias como esos fugaces instantes de gloria. No tiene miedo de mirar de frente la brutalidad de la vida; más bien, la invita al escenario y le dice: «¡Ven, muestra tu rostro!» ¿Y qué mejor manera de desnudarnos que a través de esta forma de arte provocativa, que expone la hipocresía de nuestras sociedades y desafía las normas con cada acto?

Y entre los temas que nunca pasan de moda en la escena, la guerra ocupa un lugar privilegiado, como el show más macabro que repetimos una y otra vez. Desde las tragedias griegas, donde los héroes morían con discursos épicos mientras la sangre corría a raudales, hasta las obras contemporáneas que nos lanzan la crudeza de la guerra a la cara, el conflicto bélico no solo es una excusa histórica, sino un espejo donde la humanidad se observa, se juzga y, a veces, hasta se mofa de sí misma. Porque nada expone mejor nuestra naturaleza violenta, nuestro sufrimiento autoinfligido y esa delirante búsqueda de moralidad en medio del desconcierto, que la guerra escenificada. ¿Y la esperanza? Bueno, eso parece ser solo otro personaje secundario, un engaño piadoso, en esta trágica comedia.

Por otro lado, los conflictos armados han sido el caldo de cultivo perfecto para que el teatro se reinvente, tanto en su contenido como en su forma. Durante las dos guerras mundiales, por ejemplo, los artistas se cansaron de las viejas reglas del juego y decidieron lanzar un puñetazo en la mesa, creando movimientos teatrales que desafiaban todo lo establecido. El expresionismo alemán y el teatro del absurdo se alzaron como gritos desesperados en medio del caos, utilizando el arte dramático para desnudarse ante la calamidad y la confusión de un mundo en guerra. ¿Quién necesita guiones tradicionales cuando puedes gritar tu dolor a través de un teatro que es todo menos convencional? La guerra, con su estela de destrucción, se convirtió en la musa de aquellos que se atrevían a explorar lo inexplorable, transformando el dolor en arte y la locura en una forma de resistencia. ¡Aplausos para el absurdo!

Aunque los creadores de esta corriente artística no se atrevían a aceptar esa etiqueta, pues alegaban que el verdadero absurdo no era el teatro, sino la cruda realidad que intentaba retratar. ¡Porque, seamos sinceros! Si algo ha demostrado la historia es que la vida real es un desfile de locuras que harían sonrojar a cualquier dramaturgo.

Y hablando de locuras, las mejores inventivas escénicas sobre la guerra no se limitan a glorificar las batallas; por el contrario, se sumergen en la experiencia humana detrás de todo ese desastre. Obras como “Madre Coraje y sus hijos” de Brecht o “Enrique V” de Shakespeare no son solo relatos de estrategias militares o naciones en conflicto; son profundos análisis de cómo la guerra degrada y transforma a las personas. Nos muestran a individuos, familias y comunidades arrastradas a situaciones extremas, donde el instinto de supervivencia, la moralidad y la humanidad se enfrentan en un juego macabro. ¡Quién diría que el verdadero campo de batalla es el corazón humano!

En este contexto, al analizar cómo las escenas latinoamericanas y europeas han abordado el fenómeno de la guerra en sus textos y montajes, podemos identificar tanto similitudes como diferencias en las estéticas teatrales de cada realidad. Desde el realismo desgarrador de un entorno latinoamericano hasta la ironía mordaz de una obra europea, todas estas representaciones comparten un objetivo común: revelar la estela que deja la guerra. Una estela marcada por heridas visibles e invisibles, la lucha por la justicia y ese incesante anhelo de paz que, en última instancia, parece más una broma de mal gusto que una realidad alcanzable.

También debemos reconocer que siempre, en tiempos aciagos, el teatro ha sido utilizado como una herramienta de propaganda para manipular la opinión pública y movilizar a las masas. Los gobiernos, con un sentido del espectáculo que sorprendería a más de algún director de cine, han financiado producciones que ensalzan el patriotismo y justifican matanzas, todo con coreografía incluida. ¡Porque, claro, nada dice «amor a la patria» como una explosión bien sincronizada! Pero no todo es un festín de aplausos y vítores.

Por otro lado, esta manifestación artística también ha sido un espacio perfecto para la resistencia y la crítica. Dramaturgos y compañías independientes, con presupuestos más ajustados pero una valentía desmedida, han forjado producciones que no solo cuestionan la moralidad de la guerra, sino que también exponen injusticias y dan voz a los oprimidos, a los derrotados… y a esos personajes trágicos que, para colmo, ni siquiera llegan al tercer acto. ¡Porque si algo nos enseña el teatro es que, en el gran drama de la vida, la risa y el llanto son a menudo dos caras de la misma moneda!

Precisamente, en “El último acto de una comedia negra”, uno de mis últimos escritos, tres refugiados se encuentran en el desierto, discutiendo de manera descarnada sobre la cruda realidad que enfrentan. ¡Y qué mejor manera de reflejar la locura del mundo que a través de sus voces desgarradas! En medio de la tragedia, sus diálogos destilan ironía y desesperanza, mientras revelan lo absurdo de su situación. Es como si el teatro se convirtiera en un espejo roto que refleja no solo el horror de la guerra, sino también la resiliencia humana que se aferra a la vida, a pesar de todo. En un mundo donde el espectáculo de la guerra se convierte en una sátira sangrienta, estas voces se levantan, recordándonos que, detrás de cada tragedia, hay historias que merecen ser contadas. 

MATEO:

¡Qué ironía! Todos hablan de paz, pero la guerra sigue siendo el pan de cada día.

CHICHO:

(Sonríe con amargura) Sí, paz por aquí y paz por allá, pero las bombas caen en una escuela y matan a decenas de pequeños.

VIRGEN:

Y los que predican la paz son los mismos que nos venden las armas. ¡Vaya negocio redondo!

CHICHO:

El doble discurso de los dueños de todo es similar a una comedia negra: te ríes para no llorar. ¡Detesto a esos mafiosos!

MATEO:

Lo increíble es que nos hacen creer que la paz se compra con sangre.

Es irónico, ¿no? Mientras nos venden la paz a plazos, nos ofrecen balas como si fueran caramelos. Parece que la estrategia es: «Compre una bomba, ¡y lleve la paz por tiempo limitado!» Lo mejor de todo es que los mismos que te bombardean te envían una postal de «Pronta recuperación». Al final, la guerra no es más que un chiste macabro que el remate te explota en la cara… literal.

¿Qué puede ser más irónico que un conflicto en el que ambas partes claman por la paz mientras se aniquilan mutuamente? El teatro ha sabido aprovechar esta dualidad, mostrando cómo los ideales que se pregonan en tiempos de guerra –justicia, libertad, paz– se distorsionan hasta volverse irreconocibles.

En el fondo, la guerra tiene un toque teatral que la dramaturgia no deja escapar. Los desfiles militares, los discursos cargados de pomposidad y las imágenes heroicas en los medios son solo parte de una puesta en escena cuidadosamente diseñada para contarnos un cuento de poder, sacrificio y victoria. Pero el teatro, siempre dispuesto a desenmascarar el espectáculo, revela lo ridículo y falso detrás de toda esa coreografía. Lo que debería ser trágico termina siendo un grotesco show, donde la muerte y la destrucción parecen montadas para entretener a la audiencia.

CHICHO:

Los de arriba siempre han manejado a la gente; su inocencia solo les sirve a ellos.

VIRGEN:

No te digo que no, pero ahora el país parece un cementerio, con un vacío aún más grande que el que dejaron los corruptos.

MATEO:      

(Irónico) No te preocupes por eso. Cuando lleguen la “paz” y el «progreso» de la mano, levantarán un centro comercial con un monolito en honor a un niño asesinado, para hacerlo más atractivo.

En conclusión, el arte teatral ha convertido la ironía de la guerra en un arma letal para exponer esas verdades incómodas que nadie quiere admitir. Con su risa amarga y su crítica feroz, el tablado se transforma en un espejo distorsionado donde el poder y sus promesas huecas de paz quedan al desnudo. Porque, seamos realistas: a pesar de que la guerra es un drama trágico, no deja de ser, en esencia, la perversa broma de la humanidad.

Es como si el teatro, en su sabiduría caótica, nos susurrara al oído que, a fin de cuentas, somos marionetas en un espectáculo grotesco, donde los titiriteros son los mismos que nos llevan a la guerra. Así que, ¡brindemos por el absurdo de nuestra condición! A la postre, la única forma de enfrentar la locura es reírnos de ella, porque si no lo hacemos, ¿quién sabe qué más nos depara este gran teatro del mundo?

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