Edición Cero

Profesor Haroldo Quinteros Bugueño Primero que nada, resulta hasta divertido que muchos analistas y personas  en Chile, siguiendo una línea muy marcada por la... Chile, Latinoamérica y las recientes elecciones presidenciales estadounidenses.

Profesor Haroldo Quinteros Bugueño

Primero que nada, resulta hasta divertido que muchos analistas y personas  en Chile, siguiendo una línea muy marcada por la social-democracia de varios países, hayan tomado fervoroso partido por Joe Biden, el nuevo presidente norteamericano en su disputa con el saliente mandatario Donald Trump. Lo hacen como si fueran norteamericanos o como si entendieran hasta el último resquicio lo que ocurre en Estados Unidos (en adelante, EE UU). Veamos:

En primer lugar, con respecto al gran reclamo de Trump, en el sentido que hubo fraude en su contra en las recientes elecciones presidenciales, la verdad es que  nadie puede asegurar en un 100% que la elección fue totalmente justa y transparente, como igualmente  tampoco se puede negar lo contrario. En todo caso, llama la atención que en la historia norteamericana un presidente no haya sido re-elegido si muestra índices sociales aceptables al finalizar su mandato, además de no haber tenido reveses militares importantes en el exterior. Con Trump, la economía estadounidense marchó, digamos, de modo normal a pesar de la pandemia del corona virus.

No hubo bajas en la producción general ni graves problemas en el mercado. En el plano social, en EE UU la mayor de las angustias es el desempleo, y con Trump éste tuvo un buen control, hasta disminuyó en grandes estados. Finalmente, nada ocurrió que pueda calificarse como derrota o fracaso militar norteamericano de alguna relevancia. El mayor fiasco que se achaca a su gobierno fue no poder frenar el sostenido crecimiento de la pandemia, pero el desastre del COVID 19, como cualquiera persona normal lo entendería es r difícil de controlar en un país con tanto ajetreo interno, desorden, libertinaje civil, marginalidad y desigualdades sociales, como es EE UU.

¿Por qué, entonces, Trump no fue re-elegido?

Sobre EE UU actúa un poder oculto que finalmente decide su política externa e interna. Ese poder es sistémico en la hegemónica globalidad capitalista mundial y, por lo tanto, necesariamente tiene injerencia en la elección de un presidente en la primera potencia del orbe, actuando cuando está en juego la preservación y continuidad del orden capitalista en el planeta, del cual EE UU es el primer bastión. Es el “Estado Profundo,” una especie de cofradía en que participan los entes y personajes ideológicamente conservadores más radicales de la actualidad. El Estado Profundo está tras la política mayor, la banca internacional y las empresas  transnacionales. En tanto supra-estado, admite y alienta la actividad de las  transnacionales como estados independientes; vale decir, fuera del control de los gobiernos.

Trump, de manera realmente sorprendente, inició su mandato acusando al sistema general económico transnacional de monopolismo, y en el caso específico de las transnacionales norteamericanas o en las que participa como socio mayoritario, de no aportar al Estado parte significativa de sus beneficios. Con su slogan “America first” (primero, EE UU) hasta llegó a acusarlas de anti-estadounidenses. No sería raro, entonces, que el Estado Profundo, de cualquier forma, moviera sus hilos para que Trump fuese derrotado.

Un antecedente adicional en este problema es que los resultados de las elecciones presidenciales en EE UU se ponderan comparativamente entre los estados según sean sus volúmenes. Este es un caso único en el mundo democrático, lo que revela que no se acepta admisible universalmente como la mejor forma de administrar la democracia, por cuanto con este método, una elección presidencial bien podría ser ganada por un candidato con menos votos en un estado determinado. Finalmente, existe el  “Colegio Electoral” que decide el resultado formal y final de una elección, y este ente, que determina quien lleva las riendas en la primera potencia mundial, no puede estar libre del big brother Estado Profundo.

Lo expresado hasta aquí no podría siquiera suponerse si no existiera el antecedente histórico de elecciones norteamericanas que han sido, por lo menos, extraordinariamente sospechosas, como la que por unos pocos centenares de votos, ganó el republicano George Bush Jr. contra el demócrata ecologista Al Gore el año 2000. Primero, EE UU es un país en que normalmente votan más de 150 millones de electores; y segundo, muy a propósito resalto lo de “ecologista” de Gore, porque EE UU, desde donde ha surgido el mayor número de transnacionales en el mundo, no se ha distinguido precisamente como  defensor del medio ambiente global, lo que complace de sobremanera a la industria norteamericana, dentro y fuera de sus fronteras; es decir, a las empresas transnacionales. Luego de las elecciones Bush-Gore, dirigentes demócratas acusaron fraude, pero, misteriosamente, al poco tiempo -según muchos analistas, tras un acuerdo secreto entre demócratas y republicanos- todo quedó en la nada.

La problemática  presidencial estadounidense ha estado muchas veces rodeada de oscuros entretelones. Por cierto, se  ha llegado al  extremo del asesinato de varios presidentes como un efectivo expediente de resolución de conflictos políticos internos. Este es el caso del presidente demócrata John Kennedy, asesinado en 1963. Inmediatamente después del magnicidio, el gobierno estadounidense lanzó al mundo el burdo invento que Kennedy había sido asesinado por agentes secretos soviéticos y de Cuba, lo que, por supuesto, nadie de inteligencia normal ha creído jamás, porque, sugestivamente, muerto el Presidente, su vicepresidente y sucesor constitucional Lyndon Johnson dio un espectacular giro a la política exterior norteamericana. Profundizó la guerra de Vietnam, fortaleció el bloqueo y asedio contra Cuba, amplió la presencia militar de EE UU a escala planetaria, etc., etc. En fin, el asesinato de Kennedy fue, simplemente, un muy bien camuflado cuartelazo, a la manera de cualquier golpe de estado, en tanto éste siempre trae consigo un vuelco radical en la política de un gobierno.

Entonces, ¿qué es lo que realmente hay tras la controversia entre Trump y Biden?  Por supuesto, hay mucho más que el resultado de unas elecciones. Trump y Biden fueron candidatos diferentes. En primer lugar, Trump redujo las acciones militares norteamericanas en el Medio Oriente y Asia iniciadas por sus antecesores, sobre todo por Obama. Esta decisión tuvo gran apoyo popular en EE UU, como también en algunos sectores de las FF AA estadounidenses. Desde el comienzo de la Guerra Fría, EE UU siempre, sin cesar, ha tenido soldados interviniendo o combatiendo en todos los continentes, pero, como lo demuestra la historia, sin éxito. Con todo su poderío, no consiguió ganar la guerra de Corea (1950-1953), perdió irremisiblemente la guerra de Vietnam (1975), hasta hoy no ha conseguido aplacar la resistencia en Irak como tampoco imponerse en Siria, y menos aun dominar la resistencia de los talibanes y del propio pueblo afganos. Este historial lo ha admitido cabalmente Trump, con un realismo político que debe reconocérsele.

¿Dónde, entonces, el imperio norteamericano concentraría su poder militar y económico?  Por supuesto, en el rico subcontinente latinoamericano, el espacio geopolítico en que el imperio ha tenido éxito, a pesar de su derrota en Cuba. Además de tener geográficamente a Latinoamérica a sus pies, como en ninguna otra región en el mundo, tiene en ella fieles aliados internos, i.e., las organizadas e ideológicas derechas políticas de la mayoría de nuestros países. Es muy sugestivo que Trump en sus discursos en materia internacional, ponga especial énfasis en América Latina, y sobren los ataques a Cuba, Venezuela y Nicaragua, los países que resisten, aún exitosamente,  la dominación imperialista norteamericana.

A diferencia de Biden, Obama y Clinton, todos “demócratas”, Trump no profundizó las guerras iniciadas por sus antecesores en Oriente y en Asia, contradiciendo a la fracción “globalista” estadounidense, tanto demócrata como republicana. No abrió frentes de guerra nuevos, ni dio más volumen a los existentes. Por supuesto, esto no significa que Trump sea un ángel de paz. También ha seguido la tradicional política agresiva de EE UU. Por ejemplo, en territorio iraquí, agentes del gobierno de Trump asesinaron al primer general iraní, Qasem Soleinami, en una visita suya a Irak, como advertencia a Irán de no perturbar, por ahora, la ocupación estadounidense en aquel país.

Canceló también el acuerdo de paz y desarme nuclear con Irán, y no cesó de bloquear implacablemente a Venezuela, despojarla criminalmente de sus activos en EE UU, alentar a sus aliados a desestabilizar el gobierno de ese país y sabotear su economía por todos los medios posibles. De modo que dicho brevemente, el objetivo del gobierno de Trump fue, primero, centrar el poder industrial y financiero norteamericano en su territorio, controlar las transnacionales que actúan fuera de éste, abandonar de modo gradual Irak y Afganistán y reducir las intervenciones militares de EE UU  en el Medio Oriente y en Asia; todo, para finalmente,  centrar su dominación  en América Latina.

El asalto al Capitolio demostró que Trump, con el apoyo de sus partidarios  civiles y, con toda seguridad también militares, piensa llegar hasta el final en su lucha, aun habiendo sido derrotado electoralmente. Es difícil asegurar que ese asalto fue un intento de golpe de estado, aunque bien  pudo serlo y con éxito, si la mayor parte de las FF AA de EE UU hubieran apoyado esa acción. Es decir, si las FF AA norteamericanas se hubieran sumado a Trump y a su acusación de fraude eleccionario, Biden no habría asumido.

Trump admitió que Joe Biden sería el nuevo presidente, pero, simultáneamente en un twit volvió a su ataque, acusando que su rival demócrata había triunfado en forma fraudulenta. Ha advertido explícitamente que seguirá haciéndolo, aun con Biden instalado como presidente del país. Como muestra mayor de su desasosiego fue el no participar en la ceremonia oficial y tradicional de la entrega del mando al nuevo presidente, y, más aun, refugiarse en un reducto militar, desde donde pronunció el tradicional discurso de despedida, lo que, por lo menos, da bastante que pensar.

Trump se perfila como un decidido opositor a Biden. Hasta el último día de su mandato, trató de dejar un Estado que haga difícil el gobierno del nuevo presidente, al asignar funcionarios leales a sus posiciones en cargos estratégicos inamovibles. Como ya lo hemos dicho, tampoco dejará de insistir que fue defraudado por el Colegio Electoral; o sea, sigue sosteniendo que Biden es un presidente ilegítimo, cuestión que sería extraordinariamente grave si Trump contara con el apoyo de la mayor parte de la oficialidad militar, lo que, evidentemente no está ocurriendo, como lo indican algunos hechos, como los siguientes:

Hace poco tiempo,  su ex – Secretario de Defensa, Mark Esper, declaró que la plana mayor del Pentágono “temía” que Trump diera la orden de retirar el contingente militar norteamericano en Afganistán, Siria e Irak. Lo que en verdad decía era que existía la posibilidad del acto sedicioso de desobedecer esa orden. Ante ello, presumiblemente el Presidente debió revisar y retirar esa orden. Hay otro hecho muy decidor. El enviado especial de Trump para Siria Jim Jeffrey, confesó en una entrevista al medio militar Defense One que el equipo de asesores bajo su control  le ocultó deliberadamente y, por ende, al propio Presidente norteamericano,  el número real de soldados norteamericanos estacionados en Siria, que eran muchos más que los 200 que habían sido autorizados por Trump en 2019.

Este episodio demuestra que el Ejército norteamericano, si lo decide,  se manda solo. Trump, como debió legalmente hacerlo, no se atrevió a ordenar una investigación que terminara con oficiales formalizados por sedición; desde luego, consciente del hecho que no cuenta con la totalidad o la mayor parte del aparato militar, del cual el Presidente, por mandato de la Constitución, es el jefe supremo. Jim Jeffrey declaró también hace unos días, públicamente, que luego que Trump anunciara su pretensión de terminar con las intervenciones militares en Medio Oriente y Afganistán, la mayoría de los generales y almirantes del Pentágono, con nombres y apellidos, no estaban de acuerdo con él. En este caso, tampoco las cosas llegaron a mayores.

Hasta aquí es posible colegir que si Trump se atrevió, sin éxito, a reducir la presencia e intervenciones de EE UU en el mundo, aunque fuese de modo paulatino, debió contar por lo menos con una parte de los militares. Los hechos demostraron que no tuvo consigo a la mayoría de ellos; y más aun, que no cuenta con el respaldo del gran sector económico norteamericano, en el que gravitan con la mayor fuerza las empresas fabricantes de armas; por lo tanto, hands off  la poderosa industria de las armas, cuya venta  en el exterior, además, representa la mayor entrada de recursos al país desde el exterior, como concepto de  impuestos que sus fabricantes deben entregar al Estado y, sobre todo, la industria que otorga al país una de las mayores y más estables tasas de empleo.

Trump  había pretendido un cambio en la conducción del imperio norteamericano en el mundo, y eso, de haberlo conseguido, como sucedió con Kennedy, pudo costarle hasta la vida. Sin embargo, al atreverse a formular públicamente su propuesta, indica que sabía que contaba no sólo con millones de fieles adeptos, sino con parte de la oficialidad militar.  En la elección del 3 de noviembre, obtuvo 71 millones de votos, más que ningún otro candidato republicano en la historia,  y muchas encuestas en EE UU señalan que estos sufragantes son norteamericanos convencidos de sus razones. Lo que viene es bastante predecible. Por ahora, la fuerza civil y militar que tiene tras suyo, le va a permitir negociar con éxito con Biden y los demócratas, con su oferta, por ejemplo, de aplacar la activa y hasta violenta masa opositora que lo sigue cuando sea necesario.

Como el mismo Donald Trump lo ha declarado, él volverá a ser el candidato presidencial republicano en 2024, y es muy posible que gane. No le costará  hacerlo porque ya controla el Partido Republicano. La fracción de ese partido que le es contraria no podrá aceptar su amenaza de fundar un partido nuevo, liquidando así al viejo y rompiendo el tradicional duopolio que ha dominado por siglos la política de EE UU. En estos momentos, mucho más que Biden y más que cualquier otro personaje norteamericano, de cualquier partido u organización, Trump es el único político capaz de movilizar masas cuando lo quiera. Esto le permitirá, sin duda alguna, forzar decisiones a Biden.

En resumen, hoy día hay una brecha abierta en EE UU, entre el nacionalismo de Trump y el globalismo del actual gobierno norteamericano. Es muy difícil para los enemigos de Trump atacar sus posiciones, las que por su carácter nacionalista han atraído a grupos y asociaciones racistas, xenófobas, neo-fascistas y nazis, aunque  para muchos, las posturas de Trump son derechamente patriotas.

Las acusaciones en su contra de xenofobia y neo-fascismo no tienen, en verdad, su asidero mayor en convicciones filosóficas o ideológicas. A esos ataques han contribuido de gran manera su discurso demasiado espontáneo, imprudente y, a veces, hasta grosero. Al impedir la entrada al país de más mejicanos y centroamericanos, cual es la razón mayor de esos ataques, Trump sólo hace lo mismo que han hecho los presidentes norteamericanos anteriores. Biden, bien aconsejado por astutos asesores, para distinguirse de Trump (y a contrapelo de sus correligionarios Clinton y Obama)  acaba de decretar la suspensión de la construcción del muro en la frontera con México. Esta medida, que además pretende ser un gesto amistoso con el gobierno de López Obrador, bien puede cancelarse en el futuro, según sea el flujo de inmigrantes ilegales en el país. Al respecto, Biden ya ha anunciado que sostendrá conversaciones con el mandatario mexicano, pero nadie podría asegurar que la cantidad de inmigrantes ilegales desde México, Honduras, Guatemala y otros países latinoamericanos va a disminuir con arreglo a la vía diplomática.

Ciertamente, la xenofobia y el racismo que se achaca a Trump por haber continuado la construcción del muro, es un argumento falaz. El muro no fue obra de Trump; por ende, no fue iniciado por él. Lo empezó a construir el demócrata Bill Clinton en 1994, y fue seguido sin detención por el republicano Bush y el demócrata Obama. En todo caso, el argumento no es demasiado fuerte en el seno de la opinión pública de EE UU.  Al continuarlo, tanto Trump como Bush y Obama, se conquistaron a buena parte del pueblo norteamericano.

 En cuanto Biden, el presidente se perfila como el jefe de Estado cuya voluntad será mayoritariamente apoyada por las Fuerzas Armadas y el aparato industrial y financiero; por lo tanto, es posible que los conflictos bélicos en Medio Oriente y en Asia no sólo no acaben, sino se profundicen. Con los militares tras suyo, Biden será también el jefe de la industria militar y de la CIA, cuyas acciones encubiertas y de espionaje han tenido crucial importancia en la dominación norteamericana a lo largo y ancho del mundo. En otras palabras, para muchos, con Biden la hegemonía norteamericana en el mundo está asegurada.

En fin, el país está dividido, con un presidente globalista y una oposición ideológicamente nacionalista y fuerte porque cuenta con millones de activos y organizados militantes. El problema es que, de no entenderse Trump con el gobierno, se  agudizará esta división, y en ese caso el Estado Profundo podría verse tentado a iniciar acciones destinadas a imponer un gobierno autoritario en el país, tras un golpe encubierto, como en 1963 contra Kennedy, o un autogolpe que bien podría encabezar Biden.

Excepto el fracaso de Trump de disminuir la presencia militar norteamericana fuera de EE UU, en política externa, demócratas y republicanos siempre coincidieron. Destaca aquí el enfrentamiento norteamericano con China. El duopolio entero, con Trump a la cabeza, se ha propuesto  expulsar a China de América Latina por su apoyo a Venezuela, y evitar el eventual respaldo que los chinos pueden brindar a Nicaragua, Bolivia o a cualquier otro país latinoamericano que se alce contra la dominación de EE UU. China ya ha roto buena parte del bloqueo naval y aéreo norteamericano contra Venezuela, el riquísimo país que estando bloqueado y saboteado por EE UU, también está siendo apoyado económica y militarmente por los chinos, como también por Rusia.

Pero también Trump se distingue de los globalistas. Para éstos, la lucha arancelaría contra el gigante asiático era una forma de frenar la cada vez mayor intervención económica y política china no sólo en Venezuela, sino en el mundo. Para Trump, también significaba mucho más, acabar con el dominio chino en el inmenso mercado interno norteamericano, incentivando la industria ligera nacional lo que, además, significaría terminar con la deuda que EE UU tiene con China. China es el mayor prestamista de EE UU, poseyendo 1,13 billones de dólares en títulos de deuda estadounidenses, a lo que, según Trump, la oposición que tuvo su gobierno no prestó mayor atención.

Para finalizar, no podemos dejar de enfatizar que para nosotros los latinoamericanos tanto Trump como Biden son fieles representantes de la dominación imperialista norteamericana. Nada augura que esa dominación disminuirá con el advenimiento al gobierno de EE de un nuevo presidente, esta vez, miembro del Partido Demócrata. Por ejemplo, en la misma línea de Trump, Biden acaba de declarar que reconoce a Guaidó como presidente de Venezuela, aun sabiendo que la mayoría de los países del mundo y las Naciones Unidas sólo reconocen a Maduro. En fin,  para América Latina, las posiciones nacionalistas de Trump son tan negativas como las globalistas de Biden. El nuevo presidente norteamericano seguirá cercando y boicoteando a Venezuela, a Cuba y Nicaragua, así como hará todo lo posible por impedir el desarrollo nacional independiente de todo país del subcontinente que haga frente al imperio. Dicho en dos palabras:  para nosotros los latinoamericanos el problema del nacionalismo de Trump y el globalismo de Biden es, al fin de cuentas, un asunto interno de EE UU que poco nos concierne. Con Biden, el imperio seguirá siendo el primer enemigo de nuestra liberación económica y progreso.

Los comentarios están cerrados.