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Haroldo Quinteros Bugueño, profesor Estamos ya a fines de octubre. Hace 47 años, a lo largo de todo Chile, en este mes fueron asesinados... Antígona, muertos y tumbas

Haroldo Quinteros Bugueño, profesor

Estamos ya a fines de octubre. Hace 47 años, a lo largo de todo Chile, en este mes fueron asesinados cientos de hombres, mujeres y niños de cuyos restos nunca se supo. Algunos de ellos fueron ultimados en Iquique, y muchos más lo fueron a unos cuantos kilómetros de nuestra ciudad, en Pisagua. Hasta hoy se ignora si sus cadáveres fueron lanzados al mar, dinamitados o enterrados rápidamente en algún punto del desierto para ser devorados por los buitres y otras alimañas.

Si hay una muestra que refleje sobre cualesquiera otras la atroz inhumanidad que caracterizó a la dictadura, a sus esbirros, a sus colaboradores civiles y bufones, que no se cansaron de proferir groseras chanzas sobre los asesinados, es, precisamente, ésta: el irrespeto hacia los muertos, de cuya muerte, además, fueron autores y responsables directos. Sobre el tema,  vienen a mi memoria dos situaciones. La primera es una experiencia del sacerdote católico, filósofo, teólogo, antropólogo y paleontólogo Pierre Teilhard de Chardin, y la segunda es la tragedia griega “Antígona” del poeta clásico Sófocles.

Teilhard, hasta mucho tiempo después de su muerte en 1955, sigue siendo referencia obligada tanto en materia de Paleontología como de Teología. Tan científico como el que más, este cura francés se ocupó toda su vida en la tarea de conciliar ciencia y religión al abrigo de una compleja teoría suya que funde la propuesta evolutiva de Charles Darwin con la antigua trascendencia religioso-cristiana.

Castigado por el Vaticano por sus atrevidas propuestas, fue enviado por la Iglesia lo más lejos posible de Europa, a China. Allí, por los años 30 del siglo pasado, luego de hallar y desenterrar en Chukutién los huesos del Hombre de Pekín, el famoso Sinanthropus Pekinensis, Teilhard demostró que su hallazgo no había sido el de un homínido cualquiera, sino el de un hombre que vivía, entre hace quinientos mil y un millón de años, en el primer estadio de su evolución como tal. La mayor prueba exhibida por Teilhard fue ésta: el Sinanthropus Pekinensis enterraba ceremoniosamente a sus muertos; vale decir, el descubrimiento de tanagras aledañas a su hábitat era la demostración irrefutable de su humanidad.

En cuanto “Antígona,” anotemos de partida que somos parte de lo que llamamos “cultura occidental,” cuyo origen, por lo menos historiográfico, está en la Atenas griega de finales del siglo VI hasta comienzos del siglo IV a. C. El millón de años que separaba al Hombre de Pekín con la Atenas clásica no fue suficiente para vulnerar el aeternum humanum que los unía, entre cuyas más básicas expresiones está el respeto a los muertos. Sófocles así lo demuestra con su tragedia “Antígona,” sobre la cual, tratándose del tema que nos ocupa, corresponde tratar con algún detalle. Vamos, pues, a “Antígona:

Los príncipes Polínice y Etéocles y las princesas Antígona e Ismene son los hijos que deja el rey Edipo al abandonar el poder. Los sabios del Estado acuerdan ceñir la corona a Etéocles, en razón de su edad y sus méritos. Su hermano Polínice fracasa en su intento de reclamar el trono para sí, y ante ello, declara la guerra a Etéocles. Mueren ambos en combate, y el tío de ambos, Creonte, asume el poder. Creonte ordena que las exequias de Etéocles sean las de un héroe y que Polínice, muerto, sea castigado bajo la acusación de traición al Estado.

Su cadáver, no sólo será humillado en ad hoc discurso pronunciado por el rey, como correspondía en este caso, sino arrojado a las arenas del desierto para ser devorado por chacales y buitres. Creonte, aduciendo que su decisión es asunto de Estado, advierte que quien desobedezca su orden será igualmente acusado de Traición, y en tanto ello, ejecutado. La princesa Antígona, haciendo caso omiso del edicto real trata de convencer a su hermana Ismene de raptar el cadáver del hermano que ya se encuentra bajo el ardiente sol del yermo que circunda la ciudad, pero no lo consigue. Entonces, opta por actuar sola. Dice:

…Enterraré a este mi ser querido aunque en ello me vaya la vida. Mi delito será sagrado. He de complacer a los muertos más que a los vivos, porque con aquellos hemos de vivir para siempre.

La princesa cumple su promesa, pero es descubierta. Morirá enterrada viva, en aquellas antiguas tumbas del Mediterráneo que simulaban una estrecha prisión. Su primo y prometido Hemón, el hijo menor y el preferido de Creonte y su esposa Eurídice, trata de convencer infructuosamente a su padre que levante la pena y ordene el rescate de Antígona. A ese pedido se suma el sabio ciego y oráculo Tiresias, que consigue finalmente convencer a Creonte con estas palabras:

…Todos los hombres, grandes o pequeños, cometen errores, pero es necio sólo aquel que persiste en la necedad. La muerte ya ha hecho lo suyo. No acuchilles al caído, porque ¿qué valor tiene matar al que ya ha sido matado?

Creonte recapacita, pero su hijo Hemón ya ha decidido por propia cuenta intentar el rescate de Antígona. Ella, no obstante, en el interior del sepulcro ha conseguido suicidarse. En el sepulcro, el joven, a su vez, desesperado al ver a su amada muerta, se quita la vida. La tragedia sigue: Eurídice, la reina y madre de Hemón, no puede soportar la muerte de su más querido hijo y también se suicida. Finalmente, Creonte, agónico de pena, se autoinflige el peor de los castigos. Abandona el trono y desaparece para siempre en el desierto.

Todo ha ocurrido así porque, como dice textualmente Antígona en su defensa ante el rey sólo a instantes de ser condenada a muerte, se ha faltado al elemental derecho de quien muere,

… de ser llorado y enterrado por sus seres queridos… en cumplimiento del mandato divino al que no puede oponerse hombre alguno.

Han pasado cientos de miles de años desde que el Hombre de Pekín enterrara a sus muertos y dos mil quinientos desde que en los anfiteatros de Atenas y Epidauro los griegos lloraran conmovidos ante el espectáculo de la tragedia  “Antígona.” Sin embargo, aún hasta hoy, a muchos carentes de toda humanidad, nada les importa que miles de cadáveres de chilenos y chilenas que fueron asesinados en cárceles y campos de concentración no fueran llorados ni sepultados por sus madres y demás seres queridos.

Así es. A contrapelo del Sinanthropus y Sófocles, tal como en la Alemania de los nazis, se ha repetido la bestial barbarie que me ha ocupado, con dolor, en este breve opúsculo.

Una respuesta a “Antígona, muertos y tumbas”

  1. Elena Diaz dice:

    Decir muchas gracias por este relato. Trataré de incorporar sus enseñanza en la lucha por justicia y humanidad para los caidos los de antes y los de ahora, debido a la extensa aplicación del terrorismo de estado.