Edición Cero

Iván Vera-Pinto Soto/Antropólogo,  Magíster en Educación Superior y Dramaturgo Era una de esas mañanas dominicales perezosas de abril; faltaba menos de una hora para... Serie de teatro y cuentos de la memoria: Extracto, El Maestro de Caleta Esperanza

IVAN VERA-PINTO SOTOIván Vera-Pinto Soto/Antropólogo,  Magíster en Educación Superior y Dramaturgo

Era una de esas mañanas dominicales perezosas de abril; faltaba menos de una hora para comenzar la actuación y los niños corrían como alegres  manantiales, jugando, retozándose y gritando. El día despertó extraño; temprano hizo calor, pero después apareció un viento fuerte que levantaba arena, polvo y polleras; repentinamente el cielo se nubló y comenzó a sentirse el ambiente frío.

Fue el fatídico catorce de abril cuando la tierra sacudió a Esperanza, causándole una profunda desolación. En esa jornada de terror muchos pobladores no volvieron a caminar por sus calles y otros sobrevivieron para contar las heridas. En los cincuenta y nueve segundos que duró el violento terremoto, las endebles casitas, cual si fueran hermanas agarradas de la mano, no soportaron el castigo de la naturaleza, desplomándose como piezas de dominó, una encima de otra. El yermo se partió en múltiples fracciones; las paredes de adobe se seccionaron como cáscaras de huevos en muchas grietas.  La gente aterrada y confundida corrió despavorida sin rumbo claro. Las vajillas fueron a parar rotas al suelo, los perros aullaron siniestramente y los niños se orinaron de miedo en el descampado.

Todo temblaba sin cesar; la espesa nube de tierra era densa y aquello causaba mayor desconcierto, dado que la gente perdía la orientación en su fuga desesperada. No pasaron muchos minutos y las réplicas se empezaron a suscitar, los pocos habitantes que permanecieron de pie en la intemperie atinaban a dar confundidas órdenes a los que lloraban o sufrían ataques histéricos por la magnitud de aquella catástrofe.

Pero el drama no paró ahí, transcurrido no más de treinta minutos las aguas  se recogieron velozmente más de doscientos metros hacia adentro. Un fuerte ruido venido de la hondonada del océano fue el único aviso que alertó a los pocos que aún resistían. Ahí mismo, surgieron olas de unos quince metros de altura que cabalgaron como caballos encabritados sobre el nivel medio del mar, arrastrando arena, lodo, palos y piedras en suspensión, embistiendo a la extensa costa. Este impacto combinado con la presencia de flujos arremolinados, fue una de las causas más severas de la pérdida de numerosas vidas humanas, el derrumbe del inestable muelle, la desaparición de la plaza y la caída los pocos árboles.

 Entretanto, ¿qué pasó con Gabino y su compañero? ¿Lograron sobrevivir Florencia, Prosperina, Aurelio y Mireya? Los póstumos  momentos que estos personajes vivieron fueron tantos o más penosos que los que soportaron los demás moradores de ese minúsculo mundo. Los velámenes de hombres, mujeres y niños zozobraron sin consuelos y sus pequeñas ilusiones naufragaron tras la guadaña del incontrolable piélago. Todo fue un enredo de ecos lastimeros, nombres y llantos. Lo cráneos y  miembros astillados flotaron moribundos en un infierno inundado de dolor y más dolor.cuentos de la memoria

-¿Es Dios que no perdona? ¿Es Dios que nos castiga? ¿Es Dios que no existe? ¿Es que somos tan desgraciados que merecemos esa ruina?– Se preguntaban desesperados los desgraciados antes de ser arrastrados hasta las entrañas de la tierra.

Aquel catorce de abril, se convirtió en el día maldito para los sencillos pescadores de esa ensenada. Época que sería recordada como la jornada del verdugo, del sepulcro de la memoria, de la desesperanza y de la pérdida absoluta del amor y la fe. En años posteriores, en todos los calendarios de ese poblado, esa fecha se pintarrajeó de luto.

La noche anterior, el profesor había tenido un sueño ardiente con Florencia: la vio recostada y despojada de su humilde vestimenta, apresada a sus animosos brazos. Se figuró que sus cuerpos se desvanecían y se dejaban llevar por un torrente libre de roces y pasión. Al despertar, le resultaba imposible mantener un minuto más en secreto su amor por la joven. Sin madurarlo más, tomó una decisión definitiva: en la mañana siguiente tenía que declararle cuanto antes todos sus sentimientos.

Antes que irrumpiera la sombría estela de la desgracia, Florencia, se alistaba para salir en dirección a la plaza donde estaría Gabino. El verlo actuar le provocaba una alegría que se revelaba en sus cándidos ojos; su voz fantasiosa le levantaba su espíritu y exaltaba su ánimo. Por una dulce razón, sentía un interés desusado hacia aquel hombre que con su afecto había logrado desnudar su alma y conquistar su corazón.

En el rato que estaba sentada en su cama y se ponía sus zapatos de charol negro, vino la reacción monstruosa de la tierra. Se quedó quieta y helada. No atinó a nada. Sintió que el techo se desplomaba y caía sobre ella una voluminosa masa pesada. Su cabeza experimentó la fuerte presión de la techumbre que la partía como una tierna manzana en dos mitades: Una parte de su cuerpo se hundía, destrozada en su pasado y, la otra, se resistía ante el funesto desenlace. Si bien sus restos quedaron soterrados entre los escombros, sin embargo, de su cabeza y su corazón fragmentado se liberó una energía que se transmutó en una forma humana, difusa y transparente, la cual se elevó por sobre el siniestro, expeliendo un aroma a flores en capullo mientras sufría la fantasmagoría de lo infinito.

Ignacio, ante el derrumbe general, unió sus manos hacia su testa y rezó una plegaria incoherente. Tal vez en ese minuto haya recordado los rostros de sus padres sepultados en el mar. Cual rayo endemoniado, una pesada viga cayó sobre su cráneo, desastillándolo en numerosas esquirlas que se incrustaron en las paredes. De su lozana voz, un grito ahogado y punzante fue lo último que se escuchó.

Con la presteza de un felino, Gabino, reaccionó ante la hecatombe. Abrió velozmente la puerta y corrió sin rumbo fijo por las calles. El suelo se levantaba abruptamente ante la vibración telúrica. Pese al pánico que sentía, no podía dejar de pensar en Florencia. Tenía que encontrarla antes que le ocurriera lo peor.

A poca distancia creyó divisar a una silueta irreal que huía por el espacio. ¿Era su enamorada o una ilusión? No estaba seguro de ello. No tenía conciencia que esa metafísica imagen era, ni más ni menos, el espíritu de su amada que revoloteaba como una mariposa en despedida.

Transido de dolor, pretendió descubrir la fisonomía encendida de Florencia que extendía sus brazos desesperadamente hacia él.  Imaginó que su cuerpo se fusionaba con el de ella en un ahogo de saciedad amorosa y que sus labios, sin esperar un respiro, se confundían en cien besos ansiados. Supuso que sus manos se deslizaban con avidez sobre su vestido, desprendiéndolo sin violencia hasta que sus uñas se clavaron en su piel. Pero, inesperadamente, un recóndito sentimiento de amargura y de tormento se apoderó de su conciencia, una escalofriante angustia comenzó a torturar su corazón; entonces, sus manos, cual rudas tenazas, se aferraron al fino cuello hasta dejarlo sin respiro ni luz. La imaginaria apariencia cayó desfallecida, desplomándose cuan larga era. Como si el abur hubiese abierto una trampa, Gabino, en un resplandor creyó ver los rostros lívidos y amalgamados de Olga y Florencia, a modo reflejos asomados en el océano devorador.

De rebato, una nube negra de polvo lo cubrió por completo y su identidad se desdibujó en las oscuridades más espesas y pavorosas jamás vista por el hombre. Las gaviotas deliraron absortas en el terral;  el canto trastornado de Yolanda, se confundió con los lamentos y los látigos marinos; los árboles escupieron miles de hojas muertas; los perros, los críos, las ventanas, todo, todo estaba acabado. Y en ese enjambre infame se desvanecieron las bocas, las pupilas y la pasión contenida de los enamorados. Ya nada existía, ni siquiera aquel día existía. Todo estaba sepultado entre las ruinas de las calles. Los cadáveres de las mujeres y de los niños se hallaban, uno sobre otro, apilados, ensangrentados, desgarrados y diseminados; profiriendo voces moribundas sobre la arena. Era un espantoso panorama de humeantes vestigios y gritos de horror. En ese malévolo día, del seno materno sólo brotó una negra y espesa sangre que enfangó las moradas silentes.

La desquiciada naturaleza tomó en vilo al débil Gabino y lo hizo volar por los aires, dándole mil cabriolas; más tarde, cansada de su rabia, lo lanzó contra el piso, desarticulado como una marioneta. Pese a su maltrecho estado, sus ojos – entre la desparramada masa de caracolas, hojas y algas –  permanecieron despiertos, atentos y llenos de luz y de su boca ahogada en sal se escabulló una agonizante voz: – Antes que la muerte me arrastre mar adentro, dame el primer y último beso… Sin más, las salvajes aguas dieron el último sablazo a sus carnes manchadas de saña y desventura; de amor y pasión petrificada.

FIN

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