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Iván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior, Dramaturgo Cuando el sol asomaba sus primeros rayos, se llevó a cabo la travesía de...

Iván-Vera-Pinto-Soto-dramaturgo-ok-comenIván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior, Dramaturgo

Cuando el sol asomaba sus primeros rayos, se llevó a cabo la travesía de tres horas en diligencia, desde El Saucillo a la caleta Canoeros. Allí,  una nave con un casco de madera, fino y ligero, conocida como clíper, trasladó a Pelícano a la pequeña tripulación compuesta por Beaumont, Castiblanco, dos guardias y cinco sirvientes. Pelícano  quedaba a sólo cinco kilómetros del continente y la embarcación demoraba treinta y cinco minutos en llegar a ella.

En el momento que estaban a menos de cien metros del islote, Castiblanco, presenció los imponentes y rocosos acantilados que protegían el terreno. Los guanayes, pelícanos y piqueros abundaban por doquier y cruzaban en libertad por el aire el pequeño dominio; posándose algunos en los picos más altos. Sin mayor demora, la delegación desembarcó en un estrecho muelle, donde aguardaba un grupo de guardias, comandado por Aníbal: un tipo de raza negra, corpulento, agresivo, de mirada turbia y gesto hosco. Era el capataz, hombre de confianza de Beaumont.

En pleno camino, la comitiva se cruzó con un pelotón de hombres semidesnudos que eran resguardados por otros que montaban fuertes caballos y hacían azotar al viento su látigo para apurar la faena o para castigar algún error. Era una masa de peones, compuesta por ochenta personas, entre chinos y negros que sacaban el guano a pulso, en carretillas, a la rastra o en costalillos, el que luego de haber sido conducido a la tolva, era volcado dentro de enormes mangueras que estaban conectadas con pequeñas lanchas que lo llevaban a los barcos para trasladarlo al continente.

En medio del brutal trabajo y la explotación de los hombres, había una destacada casona de madera que relucía por su cuidado y limpieza. Era la vivienda del patrón. En esa área se detuvo el cortejo y el hacendado invitó a su huésped a ingresar para descansar en una habitación dispuesta para él. Rubén no tenía ninguna intención de hacerlo, ya que su interés estaba centrado en conocer cuanto antes toda la isla, en especial la zona resguardada, donde suponía se encontraban algunas pequeñas cárceles destinadas a los trabajadores rebeldes y responsables de algún traspié. Pero, ante la insistencia del francés, no le quedó más alternativa que aceptar y reposar en una cómoda cama, ubicada en la amplia habitación, al final del pasillo de la casona.

Mediaba las trece horas, el sol picaba con fiereza las testas de todos los peones que trataban de romper la dura costra del guano, un material llamado caliche, con unas barretas de fierro para poder sacar de abajo el guano blando, el guano puro.

La mente de Rubén no dejaba de funcionar, trataba de inventar algún pretexto para conocer las tenebrosas mazmorras. Cuando estaba inquieto en sus cavilaciones, un sirviente negro se acercó a la pieza del notario para avisarle que el patrón lo invitaba a almorzar. Al notario le parecía una futilidad merendar, pues, su ansiedad en descubrir el islote era inmensa, a tal punto que sentía la necesidad de escapar a las atenciones para descubrir la cárcel de Faustino. Pese a todo y para no generar alguna sospecha se dirigió sin retraso al comedor.

En la cabecera de una gran mesa rústica le esperaba Beaumont. Los cubiertos estaban rigurosamente ordenados, también, había varias bandejillas con pan amasado, choclos, ají y quesos.  Al ver entrar a Rubén, le hizo un gesto amistoso con su mano para se sentará a su lado derecho.1

 – ¿Descansó, amigo mío?Consultó amablemente el déspota.

 – No mucho. 

– ¿Pourquoi? 

 – La verdad que tengo ansiedad.

¿Por qué esa ansiedad? Sondeó con recelo el francés.

Rubén, sintió que una leve turbación se apoderaba de él; temió que sus espontáneos dichos lo traicionaran. Sin más tardar, esbozó una explicación lógica: – Me va a disculpar, pero debo confesar que es la primera vez que visito una isla guanera y me ha impresionado muchísimo. – Afirmó Rubén.  Beaumont, no puso mayor reparo, ya que justo en ese momento entró un chino, viejo y delgado; traía en sus manos dos bandejas con varios platillos de pescados, crustáceos y algas marinas para saborear. – Monsieur, me imagino que le agrada los pescados y mariscos, ¿no? – Preguntó el francés. – No faltaba más. Me encantan – Aseveró el notario, con un simulado afecto.

De improviso, apareció otro chino muy joven, con una botella de vino que descorchó sin mucha pericia. Rubén no tenía mucho apetito, pero para no desairar al dueño de casa, se sirvió algunos trozos de pescado. El francés ensimismado comenzó a merendar de todo un poco. A toda la comida la embetunó con ají. –  Verá, me gusta mucho la preparación regional de este ajiaco.

La reunión transcurrió pesada y casi en silencio. Al llegar al postre de frutas naturales, Beaumont propuso, a modo de reposar de la opípara comida, pasear por otros sectores de la isla, ante lo cual Rubén aceptó animosamente.

En cuanto el almuerzo terminó, ambos hombres salieron de la residencia y recorrieron sosegadamente el descampado. Entre los peñascos y cerros, se veían sentado en la tierra a los peones comiendo unas macilentas porciones de arroz y pescado. Al ver pasar al patrón dejaban automáticamente de alimentarse y hacían unas exageradas reverencias con sus cabezas.

Subieron y bajaron por el difícil y agreste terreno del cual emanaba un pesado hedor a amoníaco que le provocaron al notario, en más de algún momento, agudas arcadas, lo que obligó al patrón regresar de inmediato a la vivienda. Decisión que lamentó mucho Rubén, pues abrigaba la esperanza de localizar los calabozos.

Siento mucho que se haya indispuesto por el mal olor del guano. Bueno, la verdad que hay que tener estómago para vivir aquí… ¡Ah!  Antes que se me olvide,  esta noche haré una fiesta privada con unos amigos muy cercanos. Me gustaría que usted participara como mi principal invitado. –  Comentó el patrón, dibujándose en su boca una sonrisa fingida.

Castiblanco asintió ligeramente con su cabeza y se retiró sin disimular su indisposición. Al llegar a la recámara a todo andar ingresó al baño para vomitar por completo lo que contenía su estómago. Con la frustración de no haber podido explorar mejorar la isla y la sensación desagradable en su cuerpo, se recostó en la cama y a los pocos minutos se quedó dormido. En ese estado de sopor pasaron por su mente aceleradamente muchas figuraciones: la botella náufraga, Beaumont azotando a esclavos y otras tantas escenas imaginadas. De repente, su sueño fue interrumpido por dos precisos golpes que sintió en la puerta. En breve escuchó: – Señor, el patrón le espera para cenar. – Era la voz áspera de un sirviente. –  Gracias. Voy en seguida. – Confirmó Rubén.

Se levantó y abrió su maleta para colocarse un vestuario ad hoc a la ocasión. Especuló que los amigos de Beaumont eran autoridades, por lo mismo, debía presentarse formal, es decir con levita. Un rato después,  salió del cuarto y se orientó hacia el salón central para compartir con esos misteriosos personajes que no conocía.  Al llegar a la habitación encontró a Beamount, parado con un trago en una mano y en la otra, un habano. Vestía un impresionante traje de coronel del ejército francés de la época, dos hombres mayores lo acompañaban: uno era de baja estatura, gordo y calvo y, el otro, era alto, de rostro siniestro.

El francés al ver a Rubén lo recibió con un afectivo saludo; sin demora, les presentó a sus camaradas. El bajo era Cristiano Pelloni, un político conservador y socio del francés. El alto era Nico Varelli, un sujeto oscuro, vinculado al tráfico de opio y al comercio de prostitutas orientales. En otro costado de la sala, siempre guardando una distancia prudente, se encontraba observando toda lo que ocurría, Aníbal, el caporal.

Los mozos se esmeraron en servir variados aperitivos, siendo el más apetecido el pisco de la misma viña El Saucillo. Cuando estaban en una animada conversación sobre insulsas anécdotas personales, aparecieron por la puerta central otros dos personajes cincuentones; eran los hermanos Patricio y Arnaldo, hijos mayores de Cornelio Arpillaga, uno de los mayores empresarios de producción de vid. De los dos hermanos, el notario, se había enterado de escandalosas historias que acostumbraban a realizar en fiestas privadas de la clase alta.

Los comensales se sentaron a la mesa. Tres mozos chinos entraron con una abundante y exquisita cena marina, que pusieron en la mesa finamente decorada con orquídeas. De pie, Jean, con una copa de vino en su mano, llamó la atención de todos: – Queridos amigos, quiero hacer este brindis por mi invitado don Rubén Castiblanco, notario de Costa Brava, quien me visita para hacer un excelente negocio. De inmediato todos brindaron al seco una copa de vino. Sin mayor preámbulo comenzaron a degustar con avidez todos los platos servidos. De buenas a primeras, Cristiano interrumpió la cena con una información alarmante.

 – Amigos, ¿se enteraron de la última noticia publicada por el Diario “La Verdad”?

 –   ¿Te refieres sobre el barco “La Libertad” que se hundió en Colonia?- Consultó Arnaldo.

 –   Sí, efectivamente.

 – Fue una tremenda tragedia. Creo que murieron como trescientos culíes encerrados en las bodegas. –  Comentó Patricio.

 –  Lo que me llama la atención es que la embarcación se hundió no a causa de los vientos fuertes ni de los temibles temporales, sino  por un voraz incendio provocado por los culíes, a quienes se les cayó una lámpara de petróleo sobre sus colchones de paja. Figúrense, los únicos que salvaron de ese desastre fueron el capitán y la tripulación compuesta por dieciséis personas. – Aseveró Cristiano.

 –  ¡Qué penoso!… Cómo habrán sufrido esos cristianos…- Se quejó Rubén.

 – ¿Cristianos?… No señor. Sepa usted que esos culíes no son cristianos. Son asquerosos animales que se multiplican como  conejos por todas partes. – Juzgó con ironía Patricio.

 –   No hay duda que con la muerte de esos infelices se le ha hecho un gran favor a  China, pues bien sabemos que la miseria que vive ese país es consecuencia de su sobrepoblación, ¿o no?  – Agregó Arnaldo.

Lo peor de todo ha sido la importante pérdida que han sufrido esos empresarios, quienes después de la durísima travesía de tres meses se quedaron sin nada.-  Añadió Nico.

–   Este desastre me hace recordar de lo que pasó una vez aquí en esta isla. En esa oportunidad unos sesenta chinos consiguieron burlar la vigilancia de mis guardianes, pero al verse acorralados decidieron suicidarse lanzándose de los acantilados. ¡Qué imbéciles! Murieron como ratas.- Jean comentó, sin disimular su sarcasmo.

 – Algo parecido ocurrió en la isla de mi padre “El Socavón”, donde algunos culíes que se rebelaron los castigamos con decenas de azotes hasta dejarlos sin respiración y cuando los soltamos, después de dar unos pasos vacilantes, cayeron inconscientes al suelo. Ahí mismo, los guardias los llevaron al hospital y una vez que se recuperaron, algunos desgraciados se suicidaron. A los orientales que quedaron, los médicos curaron sus espaldas en la tarde, pero, en la mañana del día siguiente debieron volver a curarle las heridas abiertas nuevamente en las espaldas por los látigos que le dimos por los suicidios de sus compañeros. Con sangre se aprende a respetar, ¿no?-  De manera burlona, Arnaldo, comentó.

Lo que no sabe mucha gente, es que esos asquerosos chinos vivían en su tierra en la más completa miseria, endeudados y en condiciones esclavistas de trabajo. El venir a trabajar al país fue lo mejor que les haya sucedido en su vida. – Aseveró Cristiano, con un dejo de tirria.

– Amigos, por favor, dejemos a los muertos tranquilos, pues perturban nuestra buena digestión… ¿Por qué mejor no hablamos de mujeres y sexo? –  Nico trató de cambiar el rumbo de la plática.

¡Très bien! Eso me parece mucho mejor… ¡Salud amigos! – Afirmó animado el francés.

– Quiero contarles que me llegaron veinte mujeres chinas para saciar sus apetitos sexuales. Todas ellas tienen entre catorce y dieciocho años de edad. ¿Qué les parece? Están todas vírgenes. Dispuestas a todo por dos libras de arroz, opio y un cobijo. – Nico se expresó con malicia.

– ¿Y cuándo podemos verlas? – Consultó Patricio.

– Pronto. En la próxima fiesta que haga en mi mansión.- Ratificó Nico.

¡Très bien! Podría aprovechar de llevar a Nerón para que se relaje. – Eufórico exclamó Jean.

– ¿A tu perro? – Interrogó Arnaldo.

–  El bruto está muy tenso, ya que no tiene ninguna hembra en esta isla. –  Jean añadió con una risa fuerte.

¡Querido Jean, tú como siempre eres el más pervertido de todos! – Exclamó Arnaldo y luego lanzó una risotada.

–  ¡Bah! ¿Acaso ustedes no han gozado también con mis perversiones?

– Hablando de placeres, mi querido Nico, dime, ¿trajiste algo de la diosa? – Indagó Patricio.

– No te preocupes. Una vez que cenemos podemos probar un adelanto de mi último cargamento de opio.

– No te olvides que debes dejarme una parte para mis culíes y para mi consumo personal. – Advirtió Jean.

No faltaba más… Es increíble cómo los culíes ya ni siquiera quieren comer arroz, ahora cambian sus platos por opio.

– Es la mejor forma que tenemos para mantenerlos bajo control, ¿no? –Atestiguó Cristiano.

Tienes razón. Solamente con la droga podemos disciplinarlos para que hagan las tareas diarias. – Continuó Patricio.

– Y con ello evitamos que se escapen, se rebelen ni quemen nuestras plantaciones.- Cuchicheó Jean a los comensales.

– La droga, por supuesto, es la vía más rápida para que se suiciden si están cansados de sus vidas. – En sorna explicó Arnaldo.

– No hablemos de suicidios, pues ustedes saben que ellos son muy perjudiciales para nuestros negocios. Imagínense que hace una temporada atrás estos macacos se estaban matando uno a diario… Un día, uno de ellos escaló hasta la cima de la más alta chimenea de la hacienda y se ahorcó en presencia de todo el mundo… Ahí mismo entré en cólera, hice bajar su cuerpo y lo quemé a la vista de toda la plantación, esparciendo las cenizas al viento. – Relató Cristiano.

– ¿Y para qué hiciste eso? – Interrogó Arnaldo.

– Es una manera de violar las creencias chinas, las cuales son contrarias a la dispersión del cuerpo ni del espíritu.

– A ver, a ver… ¿Podemos cambiar de tema?… Jean, quiero pedirte algo. – Interrumpió Patricio.

–  Pide, hombre, antes que me emborrache. – Con voz ebria alegó el francés.

– ¿Por qué no nos invitas a participar de tu acostumbrado ritual?  Todos  queremos divertirnos esta noche.

–  Apoyo la moción de Patricio. De paso, tu nuevo invitado conoce tus placenteras fiestas. – Envalentonado se manifestó Nico.

¡Très bien!… Sequemos de inmediato estas copas  y vamos de una vez a divertirnos. Espero que a nuestro querido notario le guste la experiencia única que va a vivir. – Jean concluyó.

En todo este diálogo, Rubén, mantuvo un tenso mutismo, sin ser advertido – para su suerte – por los demás contertulios quienes discurrían con absoluto desparpajo.

Beamount, sin hacerse de rogar, consintió de inmediato en ir a visitar las cárceles para dejar rienda suelta a sus deseos zoomorfos. Mareados por el licor, con ciertas dificultades los potentados se alzaron de sus asientos y guiados por Aníbal salieron de la vivienda. El único que estaba sereno era Castiblanco, quien había evitado ingerir alcohol durante toda la plática.

Extracto del Cuento Isla Pelícano del Texto Cuentos de Voces Errantes. Editado 2015.

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