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Cambio 21/ En estos días se cumplen 40 años de la muerte del talentoso periodista. Sus crónicas de infancia y adolescencia, que escribió durante... A 40 años de su muerte, conozca los entrañables relatos del talentoso periodista Eugenio Lira Massi

lira masiCambio 21/ En estos días se cumplen 40 años de la muerte del talentoso periodista. Sus crónicas de infancia y adolescencia, que escribió durante 1971 y 1972 en el diario Puro Chile, fueron rescatadas años después en un libro (“Érase una vez”) del que ofrecemos unos pasajes.

Eugenio Lira Massi fue uno de los periodistas más incisivos y talentosos de las décadas del 60 y el 70, y el golpe militar de 1973 truncó esa carrera. Partió al exilio y se radicó en Francia, en un suburbio de París. Sus conocidos lo vieron por última vez el 10 de junio de 1975. Cuatro días después fue encontrado sin vida. La causa oficial de muerte fue un derrame cerebral y las sospechas de un homicidio no han podido ser comprobadas. Aún no cumplía los 41 años.

Su carrera periodística comenzó en el diario Clarín. Destacó como reportero político y esa experiencia lo llevó a publicar sus dos primeros libros, que fueron éxito de ventas, en donde trazó con pluma humorística los perfiles de los senadores, primero, y de los diputados, en seguida. El éxito de esas publicaciones y el estilo personal de sus columnas de prensa («La columna impertinente») lo llevaron a tener un espacio en la TV («La entrevista impertinente»).

En 1970, en vísperas de la elección presidencial, junto a su amigo y colega José Gómez López fundó el diario Puro Chile. En sus páginas del suplemento dominical, y entre abril de 1971 y enero de 1972, escribió una serie de artículos con el título de «Érase una vez», en que revivió el mundo de su infancia y adolescencia en el barrio de la Plaza Chacabuco, sumando a su humor habitual un tono más emotivo, cruzado por una aguda observación de su realidad social. Eugenio Lira, el «Paco» para sus amigos, pensaba convertir esas crónicas en su cuarto libro (el tercero fue un reportaje extenso sobre el intento golpista del general Roberto Viaux en 1969), pero la asonada militar del 11 de septiembre de 1973, y luego su muerte, abortaron ese proyecto.

En 1989, el periodista José Gai recopiló esos artículos, que fueron publicados en el libro «Érase una vez», de Editorial Nueva Voz. Aquí presentamos la primera de esas crónicas, junto con el prólogo, escrito por José Gómez López, y -de las notas finales en que destacados periodistas entregaban sus semblanzas de Eugenio Lira- la de Alberto Gato Gamboa, quien recordó allí la llegada del Paco al periodismo.

Un club infantil con camisetas de luto, Por Eugenio Lira Massi

Allá por 1943 éramos casi tantos chiquillos como perros. Por lo menos la mayoría de nosotros tenía el suyo. El mío se llamaba Pirincho, un quiltro con gustos de príncipe y facha de atorrante con la cola en ángulo recto porque se le quebró al ser alcanzado por un portazo que nos dolió a todos en la casa. El del Tuco se llamaba Pitoniso; era grande, blanco, con una mancha negra en un ojo. Murió envenenado y lloramos todos. El Lalo era el hermano menor del Tuco, y su perro, el Palomo, era papá del Pitoniso. El Palomo murió de viejo, y cuando estaba en las últimas tenía todos los dientes sueltos y nosotros le hacíamos puré. Otros perros llegaron al grupo y se fueron sin dejar ni un recuerdo.

Ese año fue campeón de fútbol profesional el equipo de Unión Española y por consiguiente todos nos sentimos campeones, ya que nuestro sector jurisdiccional estaba comprendido entre Guanaco y la Plaza Chacabuco, Hipódromo Chile y Santa Laura, incluidos el estadio y la Quinta Comisaría, de manera que las pichangas callejeras no cundían mucho, porque ligerito aparecía un paco y nos llevaba la pelota o, lo que era peor, alguien levantaba mucho un centro y se nos caía dentro del cuartel, y nadie se atrevía a ir a pedirla.

Cansados de perder pelotas y de pasar sustos, resolvimos fundar un club en serio; total, ya éramos grandecitos. El mayor tenía trece años y el menor ocho. Lo primero fue buscar una sede social. Elegimos un sitio eriazo en la calle Severino Cazorzo, frente a Agustín Meza. Estaba cerrado con pandera y la puerta de acceso era firme, pequeña y tenía un pestillo por dentro que ofrecía toda clase de garantías. Además, el cuidador, muy curado pero comprensivo, nos tomó cariño y puso a nuestro servicio su experiencia. Era muy deportista, tenía zapatos de fútbol que se ponía los domingos para ir al centro, un hijo al que llamaba «Castaña», seguramente porque era chiquito, negrito y guatón, y una fijación casi enfermiza por los «tatutos» del club. «Un club sin tatutos, nos dijo, no es un club». A la próxima sesión tienen que traer un proyecto de tatutos para discutirlos y aprobarlos». Nunca lo hicimos y mucho tiempo después, cuando empezaron a edificar y tuvo que marcharse con su mujer y su «Castaña», nos dijo que la única pena que se llevaba era que aún no teníamos «tatutos» y que así no íbamos a llegar a ninguna parte.

La verdad es que no sólo nos faltaban los estatutos. Tampoco teníamos camisetas ni pelota, porque Osvaldito, sobrino del Tuco y del Lalo, que era el dueño, se enojó en un entrenamiento porque no lo pusimos al arco, renunció al club y se la llevó. Para colmo ya no teníamos sede y debíamos sesionar en la cuneta bajo un farol para que el secretario, el Miguel, pudiera escribir las actas. Después descubrimos que el farol estaba de más porque nunca anotó nada y se entretenía haciendo monitos mientras nosotros discutíamos el nombre del club y el color que debían tener las camisetas. Primero le pusimos «Guanaco FC», pero no le gustaba a nadie y antes de jugar nuestro primer partido se lo cambiamos por «Juventud Deportiva FC», que nos parecía mucho más adecuado. Las camisetas serían a franjas verticales anchas en colores verde oscuro y verde claro, pantalones negros y medias blancas, según un diseño que presenté y fue aprobado por aclamación, así como su inmediata adquisición. Desgraciadamente, a esa altura el Pito, que era el tesorero, preguntó con qué plata y debimos levantar la sesión.

A la sesión siguiente, el Pito, demostrando gran preocupación por su cargo, informó que en la Casa Olímpica el juego de camisetas costaba 190 pesos, y ahí mismo acordamos una campaña de finanzas consistente en recortarnos toda la plata que pudiéramos hasta llegar a esa suma.

Casi un mes fuimos el asombro de nuestras casas. Nos andábamos ofreciendo para ir a hacer las compras, y en 30 días don Rodolfo, el dueño del almacén, se hizo una fama de pulpo que no se la ha sacado hasta el día de hoy. Cuando el arqueo había arrojado 120 pesos en caja, se enfermó el Coto, un chiquillo de doce años, el más callado y el más estudioso de nosotros. Era meningitis, y en una semana murió.

Esa vez no se cumplió ninguna formalidad, no se abrió la sesión ni se dio por aprobada el acta de la sesión anterior. Simplemente partimos a la Pérgola de las Flores y compramos la corona más cara. Nos costó 110 pesos. Era blanca y linda. El padre del Coto lloró mucho cuando nos vio marchar muy peinados y serios detrás de la urna portando la corona. De regreso nos reunimos y acordamos que cuando tuviéramos camisetas llevarían luto.

Niños corriendo en sandías, por José Gómez López

Eugenio Lira nunca dejó de ser un niño -un muchacho, para decirlo con más propiedad-. Vivía alegre y a sus anchas en la sección de la memoria de las aventuras de su sonriente, original y atrevida niñez, que discurriera por algunos de los más distinguidos y caracterizados barrios populares de Santiago.

Era un oriundo y un habitante de esta jungla. Conocedor de ese paisaje, de sus trampas y sorpresas, de sus pobladores diurnos y nocturnos. Transitaba ese universo con el aire triste y nostálgico -cansancio desganado y sabihondo de trasnoche- propio de los que allí viven y a los que, además, les alcanzan las fuerzas para observar las vidas de la gente.
«¿Vamos a conversar, Viejo?» Ese era el convite de Eugenio Lira para disfrutar de la amistad (…)

«-Cuánto durabas tú corriendo en sandía.

«-¿Corriendo en qué?

«-En sandía. En la mitad de la cáscara de una sandía. Nosotros lo hacíamos sentados en la línea del carro 36, agarrados de la cola del último vagón. Cuando se gastaba la cáscara y sentías que el riel te llegaba a los calzoncillos era el fin de la carrera».

Yo nunca había corrido en sandía. Tampoco hice un paseo por las calles del centro de Santiago acompañado por el gigante de mimbre que le hacía publicidad al laxante Cretol, pero con el «Paco» pasaban esas cosas. Íbamos por Moneda hacia el centro cuando el gigante de Cretol habló: «Apuesto, Flaco, que ya ni te acordaipa’ná de los pobres», dijo el monstruo tejido de mimbre. «¿No me vai a decir que soi el Mañungo de la Plaza Chacabuco?». El gigante se detuvo, se quitó la escafandra de mimbre y dijo: «El mismito, pus Flaco».

Se abrazaron y se manotearon los dos. El gigante volvió a vestirse con su indumentaria de mimbre y nos echamos a andar por Moneda con el gigante al medio. Conversaron e intercambiaron noticias sobre el destino de algunos amigos, y todo el mundo viandante se detenía para observar la naturalidad del diálogo del gigante de mimbre con sus acompañantes.

Materiales como éstos eran aportes de Eugenio Lira en los intercambios de ideas con respecto a los temas factibles de utilizar en el bagaje periodístico del diario Puro Chile, donde, finalmente -en la volante dominical-, empezaron a aflorar detalles similares acerca de la vida del Paco Lira y sus amigos y vecinos de la zona popular en el norte de Santiago.

No he vuelto a leer esas crónicas que aparecieron bajo el título «Érase una vez», pero todavía las recuerdo por su humor, por su ternura, por el mérito cultural que ostenta ese empeño en rescatar los valores espirituales y morales de todos aquellos niños de Guanaco y los sectores aledaños de la Plaza Chacabuco, el Hipódromo Chile, el estadio Santa Laura.

«Érase una vez» estaba proyectado como un libro, pero luego ocurrieron tantas cosas. Desapareció el diario, Eugenio debió acogerse a asilo diplomático y salir al exilio, y por último la muerte lo alcanzó en París, mientras otros pasábamos largas temporadas en las prisiones y debíamos, a nuestro turno, salir también al exilio.

De dibujante a reportero, por Alberto «Gato» Gamboa

Éramos amigos de verdad. De infancia, para ser más exactos. Del barrio Independencia, para precisar. Estuvimos muchos años sin vernos porque yo, a diferencia de Zalo Reyes, me cambié de barrio. Y lo encontré un día cuando, caminando hacia Clarín (estaba ubicado en Gálvez esquina de Alonso Ovalle), él salía de la Dirección de Carabineros. Era escribiente civil. Nos fuimos conversando acerca de sus habilidades. Era dibujante y lo llevé al diario para que hiciera una caricatura política. Salió mejor redactor que dibujante. Y allí se quedó. Se transformó en un reportero político de lujo. Incisivo, audaz, impertinente. Años después se fue a Puro Chile. Pero nuestra limpia amistad, gestada en la infancia, quedó igual. Murió en junio del 75. Como en el tango, fue «El que murió en París». Yo estaba preso en Chacabuco. Allí me enteré de la muerte de mi amigo, colega y casi hermano. Aún me estremezco cuando lo recuerdo.

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