Antígona y nuestros muertos.
Opinión y Comentarios 13 septiembre, 2025 Edición Cero 0
Profesor Haroldo Quinteros Buqueño.-
Durante la dictadura que acabó con nuestra antigua democracia, a lo largo de todo Chile fueron asesinados cientos de hombres, mujeres y niños de cuyos restos nunca se supo. Algunos de ellos fueron ultimados en Iquique, y otros lo fueron a unos cuantos kilómetros de nuestra ciudad, en Pisagua. Hasta hoy se ignora si sus cadáveres fueron lanzados al mar, dinamitados o enterrados rápidamente en algún punto del desierto para ser devorados por los buitres.
Si hay una muestra que refleje sobre cualesquiera otras la bestialidad y la inhumanidad que caracterizaron a la dictadura, a sus esbirros, a sus colaboradores civiles y bufones, que no se han cansado de proferir groseras chanzas sobre los asesinados y su condición de desaparecidos, es, precisamente, ésta: la falta de respeto hacia los muertos, de cuya muerte, además, muchos de ellos fueron autores, cómplices y encubridores.
Sobre el tema, vienen a mi memoria dos situaciones. La primera es una experiencia del célebre sacerdote católico, filósofo, teólogo, antropólogo y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, y la segunda es la tragedia griega “Antígona” del poeta clásico Sófocles.
Teilhard, hasta mucho tiempo después de su muerte en 1955, sigue siendo referencia obligada especialmente en las materias de Paleontología y Teología. Tan científico como el que más, dedicó toda su vida a la tarea de conciliar ciencia y religión al abrigo de una compleja teoría propia que fusiona la propuesta evolutiva del naturalista inglés Charles Darwin con la antigua trascendencia creacionista cristiana. El Vaticano eligió alejarlo de los medios intelectuales europeos por sus atrevidas propuestas, y fue enviado a China por la Iglesia.
Allí, por los años 30 del siglo pasado, orientó sus investigaciones hacia el extremo Oriente, y en Chukutién se dio a la tarea de estudiar y calificar científicamente los huesos del Hombre de Pekín, Sinanthropus Pekinensis. Teilhard demostró que estos fósiles no eran los de un homínido cualquiera, sino de un hombre que se encontraba, entre hace quinientos mil y un millón de años, en uno de sus primeros estadios evolutivos. La mayor prueba exhibida por Teilhard no fueron pinturas rupestres, vasijas, armas, instrumentos de caza u otros, sino ésta: el Sinanthropus Pekinensis enterraba ceremoniosamente a sus muertos; vale decir, el descubrimiento de tanagras aledañas a su hábitat era la demostración irrefutable que se trataba de un ser humano.
En cuanto a “Antígona,” anotemos de partida que somos parte de lo que llamamos “cultura occidental,” cuyo origen está en la Atenas griega del siglo VI a.C. hasta comienzos del siglo IV a. C. El medio millón o más años que separaba al Hombre de Pekín con la Atenas clásica no fue suficiente para vulnerar el aeternum humanum que los unía, entre cuyas más básicas expresiones está el respeto a los muertos. Sófocles así lo demuestra con su tragedia “Antígona,” sobre la cual, tratándose del tema que nos ocupa, corresponde tratar con algún detalle. Vamos, pues, a “Antígona”:
Los príncipes Polínice y Etéocles y las princesas Antígona e Ismene son los hijos que deja el rey Edipo al abandonar el poder. Los sabios del Estado acuerdan ceñir la corona a Etéocles, en razón de su edad y sus méritos. Su hermano Polínice fracasa en su intento de reclamar el trono para sí, y ante ello, declara la guerra a Etéocles. Mueren ambos en combate, y el tío de ambos, Creonte, asume el poder.
Creonte ordena que las exequias de Etéocles sean las de un héroe y que Polínice, muerto, sea castigado bajo la acusación de traición al Estado. Su cadáver, fue humillado en el discurso ad hoc que pronunció el rey, como correspondía en este caso, y arrojado a las arenas del desierto para ser devorado por chacales y buitres. Creonte, aduciendo que su decisión es asunto de Estado, advirtió que quienes la desobedecieran serían igualmente acusados de traición, y por ello, ejecutados.
La princesa Antígona, haciendo caso omiso del edicto real trata de convencer a su hermana Ismene de raptar el cadáver del hermano que ya se encuentra bajo el ardiente sol del yermo que circunda la ciudad, pero no lo consigue. Entonces, opta por actuar sola. Dice:
…Enterraré a este mi ser querido aunque en ello me vaya la vida. Mi delito será sagrado. He de complacer a los muertos más que a los vivos, porque con aquellos hemos de vivir para siempre.
La princesa cumple su promesa, pero es descubierta. Morirá enterrada viva en aquellas antiguas tumbas del Mediterráneo que simulaban una estrecha prisión. Su primo y prometido Hemón, el hijo menor y el preferido de Creonte y su esposa Eurídice, tratan de convencer infructuosamente a su padre que levante la pena y ordene el rescate de Antígona. A ese pedido se suma el sabio ciego y oráculo Tiresias, que consigue finalmente convencer a Creonte con estas palabras:
…Todos los hombres, grandes o pequeños, cometen errores, pero es necio sólo aquel que persiste en la necedad. La muerte ya ha hecho lo suyo. No acuchilles al caído, porque ¿qué valor tiene matar al que ya ha sido matado?
Creonte recapacita, pero cuando lo hace su hijo Hemón ya había decidido por su propia cuenta intentar el rescate de Antígona. Ella, no obstante, en el interior del sepulcro ha conseguido suicidarse. Una vez en el sepulcro, el joven, desesperado al ver a su amada muerta, se quita la vida. La tragedia sigue: Eurídice, la reina y madre de Hemón, no puede soportar la muerte de su más querido hijo y también se suicida. Finalmente, Creonte, agónico de pena, abandona el trono y desaparece para siempre en el desierto.
Todo ha ocurrido así porque, como dice textualmente Antígona en su defensa ante el rey solo a instantes de ser condenada a muerte, se ha faltado al elemental derecho de quien muere,
… de ser llorado y enterrado por sus seres queridos… en cumplimiento del mandato divino al que no puede oponerse hombre alguno.
Han pasado cientos de miles de años desde que el Hombre de Pekín enterrara a sus muertos y dos mil quinientos hasta nuestros días desde que en los anfiteatros de Atenas y Epidauro los griegos lloraran conmovidos ante el espectáculo de la tragedia “Antígona.” ¡Cómo no calificar de seres completamente alienados, deshumanizados hasta el infinito a los que mataron a miles de chilenos y arrojaron sus cadáveres al mar o los enterraron en cualquier parte sin permitir a sus padres, esposas, hijos y amigos que recogieran sus restos y les dieran sepultura!
Así es. A contrapelo del Sinanthropus Pekinensis y la Antígona de Sófocles, a pesar de las luctuosas experiencias sufridas por la Humanidad durante siglos, que nos compelen a respetar a los muertos, aún no sabemos dónde están los cadáveres de los miles de asesinados durante la dictadura. Mientras no lo sepamos, específicamente al interior de las Fuerzas Armadas de Chile, seguirá en curso una barbarie que se inició en Chile el 11 de septiembre de 1973.

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