«¿A quién le importa 1973?»
Opinión y Comentarios 4 julio, 2025 Edición Cero 0

Ricardo Balladares Castilla, Sociólogo.-
Las palabras del diputado Cristián Araya Lerdo de Tejada resuenan como sal sobre las cicatrices aún abiertas de Chile. «Sinceramente, ¿a quién le importa lo que ocurrió en 1973?», preguntó con una frivolidad que escandaliza, viniendo de quien, además de legislador, es psicólogo. Esta pregunta no es ingenua: es la expresión más cruda de esa voluntad de olvido que ciertos sectores políticos intentan imponer, como si la memoria fuera un capricho y no un imperativo moral.
Resulta difícil comprender cómo un profesional de la salud mental puede mostrar tal desprecio por el dolor ajeno. La psicología enseña que el trauma no resuelto se transmite entre generaciones, que el duelo imposible deja marcas indelebles en el alma de las personas y las sociedades. Sin embargo, Araya parece haber olvidado —o quizás nunca aprendió, en su frustrado afán de ser militar— estas lecciones básicas de su propia disciplina. Su declaración no solo revela insensibilidad, sino una incompetencia profesional que debería ser motivo de escándalo en su gremio. Que un psicólogo —un profesional que debería comprender los mecanismos del trauma y la importancia del duelo— pueda preguntar «a quién le importa» revela una contradicción tan profunda que raya en lo grotesco. ¿Qué clase de terapeuta podría tratar a un paciente diciéndole que su dolor no importa? ¿Qué profesional de la salud mental podría sugerir que el sufrimiento es cosa del pasado y debe superarse con un simple «página vuelta»?
Detrás de su pregunta retórica hay nombres propios, historias concretas que desmienten su pretendida indiferencia. Está la historia de Lumi Videla Moya, aquella joven militante del MIR que en 1974 fue detenida, torturada y luego arrojada a la embajada de Italia por agentes de la DINA. Lumi se convirtió en símbolo de la crueldad del régimen militar; y su familia es una más de las que siguen esperando justicia casi medio siglo después. A ellos les importa.
Está también José Carrasco Tapia, el periodista de la revista Análisis ejecutado sumariamente por el Comando Septiembre 11. Su crimen fue ejercer el periodismo con ética y valentía en tiempos oscuros. Sus compañeros de redacción recuerdan aún su última jornada de trabajo, cuando cerró su máquina de escribir sin saber que sería por última vez. ¿A quién le importa? A sus colegas que cada año conmemoran su asesinato, a los estudiantes de periodismo que estudian su legado, a quienes creen que informar no debería ser un delito castigado con la muerte.
Y qué decir de Luis Enrique Rivera, obrero agrícola de 21 años y militante del PS-MIR, detenido en Parral en octubre de 1973. Su familia le llevaba comida, pero nunca lo vieron; les mintieron sobre su liberación. Trasladado a la Escuela de Artillería de Linares, en diciembre dejaron de recibir sus alimentos. El Ejército luego negó tenerlo detenido: permanece desaparecido desde entonces. Para ellos, 1973 no es una fecha abstracta: es el año en que comenzó la pesadilla que les arrebató a un padre y marcó para siempre su existencia. A ellos les importa.
Y la lista continúa: más de tres mil ejecutados y desaparecidos, cuarenta mil torturados, doscientos mil exiliados. Detrás de cada número, familias destrozadas; tras cada familia, generaciones marcadas. Pese al intento de exterminio, sobrevivieron hijos, hijas, nietos y nietas. A ellos, a los cientos de miles que cargan este dolor, sí les importa.
Desde la izquierda y el progresismo sabemos que la ética comienza precisamente cuando reconocemos el rostro del otro en su sufrimiento. No hay acto más inmoral que negar el dolor ajeno, declararlo insignificante. La memoria no es nostalgia: es el único antídoto contra la repetición de la barbarie.
Las víctimas de la dictadura no son cifras en un informe. Son padres y madres que no volvieron; hijos e hijas que crecieron sin abrazos; hermanos, esposas, madres e hijas que envejecieron esperando. Son los sobrevivientes que cargan con las cicatrices físicas y psicológicas de la tortura. Son esos ancianos y ancianas que mueren sin haber encontrado los restos de sus seres queridos. Son los jóvenes que heredaron un trauma que no vivieron directamente, pero que les fue transmitido como herencia maldita.
1973 importa. Importa cada vez que una madre deposita flores donde cree que pueden estar los restos de su hijo o hija. Importa cada vez que un sobreviviente rompe el silencio después de décadas de mutismo. Importa cada vez que los estudiantes salen a las calles con los retratos de los detenidos desaparecidos. Importa porque sin verdad no hay justicia, y sin justicia no hay reconciliación posible.
El diputado Araya quizás lo ignore, pero su pregunta ya tiene respuesta. Le importa a Chile. A ese Chile que no olvida, que no perdona la indiferencia y que sigue exigiendo verdad casi cincuenta años después. Porque la memoria, al final, no es sobre el pasado: es sobre el futuro que queremos construir. Un futuro donde preguntas como la suya sean recordadas solo como ejemplo de lo que nunca más debemos permitir.
El diputado Araya Lerdo de Tejada parece empeñado en demostrar que los apellidos no siempre son casualidad. «Lerdo» delata esa peculiar torpeza moral de quien cree poder liquidar medio siglo de historia con un despectivo «¿a quién le importa?». Quizás si dedicara menos energía a menospreciar el dolor ajeno y más a estudiar los informes que documentan el horror, entendería por qué su pregunta no solo ofende, sino que lo retrata con precisión quirúrgica. Después de todo, en este país hay memorias que se niegan a convertirse en polvo, heridas que siguen supurando verdad y apellidos que, queramos o no, terminan siendo proféticos.
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