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Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y dramaturgo.-   Un breve recuento del patrimonio y memoria cultural de la Sala Veteranos del 79. Tras... Sala Veteranos del 79: Entre el teatro y los espíritus del ayer

Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y dramaturgo.-  

Un breve recuento del patrimonio y memoria cultural de la Sala Veteranos del 79.

Tras la Guerra del Pacífico, un grupo de soldados chilenos sobrevivientes fundó la Sociedad Mutualista, entidad que fue oficialmente reconocida el 2 de septiembre de 1900. Cinco años después, el 21 de mayo de 1905, inauguraron su sede en Vicente Zegers 150, en la punta de diamante del histórico barrio El Morro.

El terreno fue cedido por el Estado mediante el Decreto N.º 1.522, y la edificación se concretó gracias al esfuerzo colectivo de sus socios, bajo la dirección del arquitecto Luis Fernando Gassols, quien además se desempeñaba como vicepresidente de la organización.

En aquella sede se realizaban reuniones, veladas artísticas, charlas, bailes y encuentros en los que se compartían recuerdos de la guerra. También contaban con una biblioteca, fotografías y objetos históricos donados por los propios excombatientes.

Cada 21 de mayo, los mutualistas desfilaban con orgullo luciendo sus medallas. Muchos vivían en la pobreza, pero eran reconocidos como héroes por la comunidad. De esa contradicción nace el conocido dicho: “el pago de Chile”.

Durante los fines de semana, la sede se transformaba en un activo centro cultural. Se presentaban números de poesía, música, teatro y danza, acompañados de comida típica y bailes populares como cuecas, valses y tangos. Vecinos del sector aún recuerdan la intensa cartelera de los años 40, cuando compañías teatrales y artistas aficionados colmaban la sala.

El recinto también fue escenario de despedidas. Uno de los funerales más recordados fue el de doña Filomena Valenzuela Goyenechea, cantinera del Ejército y heroína de batallas como Pisagua y Dolores.

En diciembre de 1907, durante la huelga de los trabajadores del salitre, los mutualistas abrieron sus puertas para alimentar y albergar a los obreros que descendían desde las oficinas salitreras. Muchos de ellos eran antiguos compañeros de armas.

Con el paso del tiempo y la muerte de sus fundadores, la sede continuó como un espacio de arte y memoria. En 1956 acogió al Coro Polifónico de Iquique, dirigido por el maestro Dusan Teodorovic. Años más tarde, su hijo Nesko fundó allí el Teatro de la CUT.

En 1979, ya bajo la administración de la Universidad de Chile, el edificio fue restaurado con apoyo de la DIGIDER. Ese mismo año, el 9 de septiembre, se creó el Teatro Universitario Expresión, que hasta hoy mantiene una activa cartelera de obras, talleres y eventos abiertos a la comunidad.

Actualmente, la Universidad Arturo Prat —heredera del legado de la Universidad de Bello en la región— continúa esta labor de resguardo y proyección patrimonial, impulsando el arte iquiqueño junto a diversas agrupaciones y creadores, con el objetivo de contribuir al desarrollo cultural de Iquique. 

Los fantasmas del pasado:

Lo que se ha expuesto hasta ahora es lo que consta en los registros históricos; sin embargo, existe una dimensión poco explorada, de la que poco se sabe o se ha preferido guardar silencio a lo largo de los 120 años de existencia del edificio. Hablo de las energías que habitan en sus muros, vestigios de los antiguos moradores, artistas y personalidades emblemáticas que cruzaron su umbral. Fantasmas amigables que parecen mantenerse anclados en el tiempo, guardando secretos que solo algunos se atreven a contar.

Muchos de los actores, actrices y técnicos del Teatro Expresión, quienes llevamos 46 años trabajando en este auditorio, somos testigos de fenómenos que ocurren periódicamente, convirtiéndose en una parte integral de nuestra cotidiana experiencia teatral. Hechos inexplicables que se entrelazan con la rutina, como si el local mismo guardara secretos en sus sombras.

A modo de ilustración, relato algunas de las anécdotas más impactantes que hemos vivido. Como ejemplo, recuerdo aquel sábado 9 de enero de 2005, cuando velábamos en la sala los restos de Guillermo “Willie” Zegarra, uno de los personajes icónicos del teatro iquiqueño. Durante la ceremonia, los integrantes de la Tuna de Distrito cantaban junto a su féretro, cuando, de repente, las luces se apagaron por un instante. Tras un leve parpadeo, titilaron y se encendieron nuevamente, como si fuera una señal silenciosa de que su estampa seguía allí, entre nosotros.

Al día siguiente, tras realizarse su funeral en el Cementerio N° 3, regresé al recinto para guardar los enseres que habían quedado sobre el escenario. Todas las luces estaban apagadas. De repente, mientras recorría el pasillo de los camarines, las ampolletas que rodean los espejos de uno de ellos se encendieron. Lo más desconcertante es que esas luminarias solo funcionaban si se conectaban directamente a la toma de corriente. ¿Cómo había ocurrido? No encontraba ninguna explicación lógica. Algo, o alguien, estaba allí… Don “Willie” seguía presente.

Con el paso del tiempo, en 2009, durante una función de la obra “Musas” de Ernesto Caballero, ocurrió un suceso inquietante. Giovanna Díaz, una joven actriz universitaria, se encontraba en el camarín preparándose para una escena. Mientras se cambiaba de vestuario, algo la hizo fijarse en el espejo. Lo que vio la paralizó: detrás de ella, reflejada en el cristal, se encontraba la figura de Zegarra, inmóvil, observándola.

Aterrada, la joven dio un salto hacia atrás, su corazón latiendo desbocado. A punto de irrumpir en escena, su mente nublada por el miedo logró frenarse gracias a la intervención de sus compañeros, que, desde las bambalinas, al ver su pánico, se apresuraron a calmarla. Si no hubiera sido por ellos, la función se habría interrumpido en medio del horror.

En otra eventualidad, me encontraba dando clases a grupo de estudiantes. Todo el equipo estaba en el escenario cuando una alumna llegó tarde a la sesión. Me pidió permiso para unirse a la actividad, y al subir al entarimado, me miró confundida y me preguntó:

—Profesor, ¿quién es ese caballero que estaba recién a su lado?

Intrigado, le respondí:

—¿A quién se refiere?

—Ese señor de cabellos canos, delgado y de mucha edad…

—Ah, es don “Willie”.

—¿Trabaja aquí? —insistió la estudiante.

—Trabajaba… Murió hace años —contesté, con la sensación de que, en algún rincón invisible, él seguía presente.

Lo cierto es que las historias paranormales relacionadas con Guillermo Zegarra se repiten una y otra vez, en diversos trances y en distintos rincones del salón. Varias actrices han experimentado el roce de sus manos sobre sus brazos, o incluso la sensación de una caricia en sus cabezas, como si él estuviera, de alguna forma, cerca, observando en silencio desde las obscuridades.

Pero no es la única aparición que se ha manifestado en ese espacio. Una noche de mayo de 2013, mientras ensayaba la obra “Delirio”, ocurrió algo extraño. De repente, una llave del agua en el lavabo de los baños interiores se abrió por sí sola. Me dirigí rápidamente al lugar y descubrí que el agua fluía con una fuerza inusitada, la llave completamente abierta. La cerré y regresé al ensayo.

No habían pasado ni unos minutos cuando Jeannette Baeza, diseñadora de vestuario y quien dirigía mi texto desde la platea, me pidió alarmada que bajara inmediatamente de la escena. Miré hacia atrás y, en la penumbra, vi una gran sombra que me acechaba. Sin pensarlo dos veces, decidimos abandonar el lugar. La misma profesional, en una mañana mientras trabajaba en la producción escenográfica, sintió cómo unos pasos cruzaban el pasillo de la sala. Las pisadas resonaban pesadas, como si alguien caminara sobre la alfombra de la platea, un sonido que no parecía tener origen en el mundo tangible.

En varias circunstancias, todos han experimentado la extraña sensación de que alguien, o algo, camina de un lado a otro sobre el escenario. Las pisadas crujen nítidamente sobre el suelo de madera, pausando por momentos antes de reanudar su andar, como si una apariencia invisible se deslizara en un tiempo que parece no tener fin.

No es mera casualidad que, en ocasiones, las iluminarias de ciertos sectores no funcionen correctamente, o que desde la caseta de iluminación y sonido se escuchen murmullos inexplicables.

Uno de los episodios más insólitos ocurrió durante el montaje de “El rey se muere” de Eugenio Ionesco (1986), cuando varios miembros de la compañía comenzaron a sufrir enfermedades graves que ponían en riesgo el estreno de la obra. Ante la magnitud de los sucesos, no tuvimos más opción que recurrir a la intervención de un Yatiri, quien realizó un ritual para «limpiar» la sala de los «malos espíritus». Solo entonces, como por arte de magia, la producción pudo continuar y llegar a buen término.

Algunos incluso aseguran haber sentido la presencia de los excombatientes, como si sus espíritus aún permanecieran allí, vigilantes y atentos a lo que ocurre en escena.

Quienes han trabajado en esta sala histórica aseguran que, al igual que en otros teatros antiguos, solo se siente la energía de los artistas que hicieron historia, sino que algunos aseguran haber visto figuras espectrales o haber sentido que alguien los observa desde las sombras. En ocasiones, se ha reportado el extraño fenómeno de que objetos en el escenario se mueven por sí mismos, como si una fuerza invisible los manipulara.

A lo largo de los años, los rumores sobre la imagen de los antiguos moradores del teatro, desde actores y músicos hasta posibles víctimas de tragedias pasadas, se han convertido en parte de la memoria del edificio. Esta sala ha sido testigo de pasiones, desdichas y momentos que parecen no haber sido olvidados por las almas que, según algunos, continúan rondando entre los recuerdos de las tablas.

Este lugar se ha transformado en un verdadero museo viviente, donde los recuerdos de guerra, arte y tragedia se funden con lo inexplicable, dejando una huella indeleble en quienes se atreven a adentrarse en sus recovecos. Entre sus muros, el pasado nunca se desvanece por completo, y las energías de quienes vivieron allí aún parecen caminar, intangibles pero palpables, a través del tiempo. Por esa razón, en cada estreno, en cada nuevo proyecto, me veo obligado a invocar a los espíritus guardianes del teatro. Los invoco con respeto y reverencia, pidiendo su protección y su apoyo, para que nos guíen hacia el éxito en nuestras nobles iniciativas.

Cada función, cada representación, se convierte en un tributo a ellos: a todos los que habitaron este territorio sagrado, cuyos ecos seguimos reivindicando con nuestras creaciones. Sabemos que, de algún modo, siguen entre nosotros, observando en silencio. Al rendirles homenaje, les damos una razón para permanecer presentes en cada acto, en cada suspiro del escenario. Porque, al final, el teatro es el arte de los fantasmas: un sitio donde los espíritus del pasado encuentran su resonancia, donde los espíritus cobran vida y la memoria nunca muere.

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