El teatro es para valientes y locos
Opinión y Comentarios 27 enero, 2025 Edición Cero 0

Iván Vera-Pinto Soto, Cientistas social, pedagogo y dramaturgo.-
El teatro, en su más pura esencia, es para los valientes y los locos, para aquellos que se atreven a jugar con el fuego sin importarles las quemaduras, para quienes la verdad no es una certeza, sino un territorio inexplorado que se conquista con cada palabra, con cada gesto. En el escenario, todo se diluye, y lo que antes era seguro se vuelve incierto, como un sueño que se deshace al despertar.
Como decía Artaud, “El teatro es el lugar donde se llega a la locura para encontrar la lucidez”, y es cierto, porque solo en la locura del teatro, en ese estado de descomposición mental y emocional, es donde se hallan las respuestas que la vida cotidiana nos niega. Los actores son los elegidos para recorrer ese umbral, y el público, los testigos silenciosos de una magia que se despliega en la penumbra. El teatro, entonces, no es solo una representación, sino una rendición ante lo irracional, una forma de atravesar la niebla de lo imposible para llegar, quizás, a lo único que vale la pena: la revelación.
En mi caso personal, desde hace más de cincuenta años, mi existencia ha girado en torno al teatro social y popular, como si estuviera guiado por un mandato invisible que, inevitablemente, me empujaba a escribir desde las entrañas. Fue precisamente en ese contexto donde nació Coruña, la ira de los vientos (2004), una obra que abrió para mí dos puertas simultáneas: por un lado, la posibilidad de desbordar en la literatura dramática mi manera de sentir y descifrar el alma del norte de Chile; y, por otro, la oportunidad de rendir tributo a aquellos trabajadores que, a comienzos del siglo pasado, ofrendaron sus vidas en aras de una sociedad más justa e igualitaria.
Desde el primer trazo, comprendí que esta pasión por la dramaturgia y el teatro, en su conjunto, no era más que una mezcla indisoluble de valentía y locura: valentía para enfrentarse a los fantasmas de la realidad, y locura para imaginarla mejor.
Esta primera creación nació de un encuentro fortuito con la novela Los Pampinos (1956), de Luis González Zenteno, que llegó a mis manos como un relicario perdido en el desierto. Los protagonistas, Carlos y Timona, me arrebataron el alma con su historia de amor en medio de la crisis salitrera, un amor que no solo fue refugio, sino un grito por un mundo aún por crear. Ese amor, terco como la arena que se resiste al viento, me recordó que el teatro, como dijo Federico García Lorca, “es la poesía que se levanta del libro y se hace humana”.
De hecho, fue este encuentro fortuito con la literatura del norte chileno lo que me condujo, de manera inevitable, a conectarme con el Teatro de la Memoria, un movimiento que rescata del olvido las historias de los pueblos, especialmente aquellas que suelen quedar sepultadas bajo el polvo de las versiones oficiales. Así, me sumergí con la misma ansiedad de un niño que descubre un tesoro escondido, desvelando personajes e hitos que hablaban de nuestra identidad regional.
Asimismo, me encontré con imágenes que, como ecos persistentes, habían cruzado mi vida en algún momento. De ese redescubrimiento nacieron creaciones que parecían brotar con la urgencia incontenible de un río desbordado: fábulas que entremezclaban realidad y ficción con el propósito de despertar, tanto en el lector como en el espectador, una chispa de reflexión crítica.
Últimamente, mi escritura ha tomado un giro hacia el sarcasmo y la locura, como si hubiese dado un salto al vacío creativo sin mirar atrás. De ese vértigo nació en estos días Trilogía de la locura, un escrito inédito que reúne tres piezas: La reina de las cenizas, El sol no los ve, pero ellos siguen ardiendo, y Bufones al final de la tragedia. Estas tramas, sin duda, se aventuran a desnudar la demencia humana en todas sus formas, como un cirujano que, con precisión quirúrgica y algo de crueldad, escarba en las heridas del alma para exponer su carne viva.
¿Cómo puede uno escapar de la insignificancia de su existencia sino a través de las historias que inventa para llenar el vacío de sus días? Esa búsqueda por hallar sentido a lo que se nos escapa me llevó, desde mi infancia, a abrazar una fiebre creativa que comenzó con aquellos relatos improvisados durante las interminables tardes en mi barrio precario. Como bien decía el viejo poeta, “La vida es un sueño, y los sueños, una mentira”, pero fue precisamente entre esas mentiras, en el vasto territorio incierto de la imaginación, donde encontrábamos los únicos refugios posibles.
Hoy, al forjar teatro, me descubro siendo ese mismo pequeño que, entre risas y relatos, construía universos posibles, desbordando las fronteras del tiempo y el espacio, como si todo fuera aún un juego y nada estuviera escrito.
Para plasmar mis ideas, adopto lo que Sartre describió como “la función del escritor”, esa necesidad de comprometerse con la realidad y, al mismo tiempo, transformarla a través de la creación. Observo la realidad con detenimiento, la ausculto como quien busca un signo vital en el silencio, y, posteriormente, la transformo desde mi mundo subjetivo. No obstante, el teatro no es un ejercicio de ciencia, sino más bien de intuición y osadía.
Tal como Eduardo Galeano mencionó alguna vez: “La realidad imita a la imaginación cuando se atreve”. Por ello, mis trabajos dramatúrgicos no solo reflejan la historia; más bien, la trastocan, la moldean y la reinventan, pues en cada fragmento hay una verdad que late y un pasado que todavía golpea nuestras vidas.
Crear teatro es, ante todo, un acto de valentía y desafío, pues nunca se sabe cuál será el destino de la criatura que uno trae al mundo. Como dijo Milan Kundera, “El teatro es el lugar donde el hombre se enfrenta a su libertad, y la libertad siempre es una apuesta arriesgada”. En este espacio de incertidumbre, el teatro se convierte en un campo de batalla donde se libran las luchas más profundas del ser humano, donde la verdad no se refleja, sino que se forja, se desafía y, a veces, se reinventa.
A raíz de lo dicho, compongo y reescribo historias porque confío en que algo bueno ocurrirá en los corazones y las mentes de quienes se crucen con estas tramas. Y si no ocurre, entonces que mi labor humilde sea como una travesía por el desierto: sediento, herido, pero con la esperanza intacta de que las palabras, al igual que los sueños, sobreviven al olvido. Al final, el teatro pertenece, como la vida misma, a los valientes y a los locos.
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