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Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y escritor Elías Lafertte (1886-1961) fue un dirigente obrero y político que perteneció al Partido Obrero Socialista, el cual... Elías Lafertte, Político y Actor

Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y escritor

Elías Lafertte (1886-1961) fue un dirigente obrero y político que perteneció al Partido Obrero Socialista, el cual se considera antecesor del Partido Comunista de Chile, ocupando los cargos de Secretario General y Presidente. Fue Senador en los períodos 1937-1945 y 1945-1953. Candidato presidencial en las elecciones de 1931 y 1932.

En 1907 trabajó en la Oficina Salitrera de San Lorenzo, hito donde comenzó la gran huelga obrera. En ese campamento minero convivió directamente con el desarrollo del movimiento mutualista. Además, se inmiscuyó en los problemas de la vida de los pampinos. Aunque no intervino directamente, fue testigo de la Matanza en la Escuela Santa María de Iquique. Este hecho marcó su incorporación al mundo político del proletariado nacional. Allí logró materializar su sueño de convertirse en un actor aficionado, exponiendo el descontento minero a través de los personajes que le correspondió interpretar en múltiples monólogos. Asimismo, realizó todas las labores posibles: espoleó el caliche, fue buscador en las salitreras, atendió las pulperías, cateador, operario y herramentero. En 1905, se trasladó al Ferrocarril Salitrero, como tornero.

En junio de 1911 tuvo la oportunidad de conocer a Luis Emilio Recabarren cuando  laboraba en la Oficina Salitrera Ramírez. En esa oportunidad su amigo Jerónimo Zambrano, quien ejerció sobre él una acentuada influencia política, lo invitó a la estación de Huara a esperar al líder obrero que venía desde Santiago. Después de llegar en tren, un grupo de simpatizantes acompañaron a Recabarren a una pensión, se quedaron conversando hasta la madrugada.

Lafertte en “Vida de un Comunista” (1961), evoca a Recabarren: “Era extraordinaria la forma en que hablaba ese hombre. No usaba un tono dogmático o sentencioso. Por el contario, su charla era sencilla, tranquila, pero animada y llena de grandes enseñanzas. Infundía confianza oírlo, se despertaba el optimismo de uno, los deseos de actuar…A las cinco de mañana salimos camino de nuestra Oficina, mientras en el hotel dormía Recabarren, quien, tal vez sin sospecharlo, había abierto un surco en mi espíritu. Yo tampoco sabía que esa noche de junio de 1911, mi camino junto a la clase obrera de Chile había quedado trazado para siempre” (pp. 68).

A partir de ese encuentro, Elías se convirtió en uno de los principales actores y compañero de lucha del tipógrafo creador. En el texto citado, vierte: “Instalamos la imprenta, el salón de actos, las oficinas del diario y las del Partido, aparte de casa habitación para Recabarren, Aguirre Bretón y yo. Para montar el taller y la sala de actos, con un pequeño escenario, trabajamos todos, auxiliados por voluntarios y carpinteros del Partido.

Recabarren no era de esos “capitanes Araya” que tanto abundan y fue el primero en sacarse la chaqueta y comenzar a clavar tablas y a acomodar calaminas viejas para dar al escenario su forma y proteger la imprenta de la intemperie. La azotea era bien aprovechada para hablar desde ella al pueblo y el salón de actos jamás estaba vacío, pues le dimos mucha vida y actividad y semanalmente había actos culturales, representaciones teatrales (ahora con obras muy diferentes por cierto de “Flor de un día”) y conferencias. Los conferencistas más notables eran Luis Emilio Recabarren y Víctor Domingo Silva, que había llegado a Iquique precedido de su fama de poeta notable, para realizar una gira por la pampa” (Ibíd., p.83)

Debiéramos considerar que Recabarren y Lafertte tuvieron que transfigurarse en teatristas por necesidad; comprobamos que algo semejante ocurrió con sus partidarios, quienes adoptaron los roles de actores y actrices al descubrir en la práctica que las capacidades expresivas estaban en ellos mismos, y que solamente bastaba entrenarlas para conseguir un desarrollo correcto. Esta preparación no pretendía transformar al trabajador en un profesional de la escena, sino potenciarlos para que pudiesen comunicar sus temas, desde los más cotidianos hasta los sentimientos e ideas con mayores honduras. Así, una palabra, un gesto, el tono de la voz, una mirada, la postura y todos aquellos elementos propios del metalenguaje se transformaron en medios que les permitieron comunicarse con sus pares de manera extendida y libre.

El germen inicial de las artes obreras, tanto en Iquique como en la pampa fue, según Lafertte, la filarmónica al funcionar como “centro social para estimular entre los pampinos el deporte, el baile y las representaciones teatrales». Estas emergieron como apéndices recreacionales de las asociaciones obreras, y en ciertas instancias, promovidas por las autoridades en cuanto propiciaban una recreación sana y útil, entretención que para Antonio Poupin, fundador del Partido Demócrata, debía extenderse a la mayoría de los trabajadores.

En el escrito autobiográfico mencionado, relata: “Un día mi tío me invitó a la bodega, a ver un ensayo de una obra teatral que los empleados iban a representar Para mí fue ese momento una gran revelación, como si se me abriera un mundo nuevo. Tendido sobre los fardos de pasto, veía a los jóvenes y muchachas engolar la voz para ensayar las escenas de «Flor de un día», melodrama de Campoamor en un prólogo y tres actos. Los escuchaba con la boca abierta y los parlamentos en resonantes versos me repercutían en el corazón. Creo que ese instante determinó una afición al teatro, que andando los años iba a desarrollarse y a pasearme por veinte escenarios obreros diferentes. ¡Y quién iba a decirme que esa obra, precisamente «Flor de un día», iba a servirme para una aventura teatral, nada menos que en el papel principal, el de marqués de Montero!” (Ibíd., pp.28-29).

Una vez en Iquique, Elías y otros recabarrenistas fundaron el grupo Arte y Revolución (06-05-1913) que desarrolló una gran actividad escénica. A comienzos de 1914, se puso en escena “La Guerra”, donde actuaban, entre otros, Elías Lafertte, Luis Víctor Cruz, Teresa Flores. En abril de ese mismo año, presentaron “La Coyunda”, en la cual actuaron los mismos actores militantes.

Con ese ánimo y cimiento, Recabarren y su compañero de lucha se impusieron – cual si fuese una acción misional – la tarea de testimoniar la existencia diaria de hombres y mujeres comunes, iniciando el llamado teatro social o popular (como se le identifica en la actualidad); revelando asuntos asociados a la explotación «del hombre por el hombre», la inmoralidad burguesa, la injusticia, la dominación ideológica, el abuso del poder, la situación innoble de la mujer, entre otros conflictos que aún permanecen latentes. Podemos sacar en limpio que fueron los temas sociales y los fines políticos los que a estos actores les proporcionaron la convicción y el significado a su quehacer, algo que estaba ausente en el nihilismo burgués.

Volodia Teitelboim, en “Hijo del Salitre” (1952),  recuerda a Elías: “Probablemente sentía también en la sangre el llamado misterioso del tinglado, sufría la sublimidad de la Filarmónica; en una palabra, era un mártir del teatro” (p.138). Lafertte, en obra citada, nos ilustra sus primeros pasos en la escena: “Alternaba mis labores de administrador del diario con mis tareas de miembro del conjunto teatral, que actuaba todos los sábados en el local, bajo la dirección del compañero Jenaro Latorre. Naturalmente este conjunto tenía un sentido político, de enseñanza, de utilización del arte en la tarea de madurar a los trabajadores y no ponía en escena obras como aquellas que yo había trabajado en las oficinas salitreras, en las que abundaban los marqueses, las condesas, los nobles y el adulterio.

Representaba, en cambio, obras que si bien no eran de gran valor teatral, respondían a las necesidades y gusto de los socialistas. Entre éstas estaban “De la taberna al cadalso”, drama en verso en tres actos, de Juan Rafael Allende; “Redimida, en un acto de Luis Emilio Recabarren; “Flores Rojas, de Aguirre Breton; “Justicia, una pieza española de tendencia anarquista, cuyo autor no recuerdo; “La Mendigay otras. Toda esta labor se desarrollaba en medio de la comprensión de los trabajadores, pero bajo el fuego graneado de la prensa burguesa, las autoridades y los elementos políticos enemigos. “Disolventes”, “subversivos”, “vendidos al oro peruano” eran los calificativos más suaves que nos aplicaban” (pp.87- 88).

Al respecto, Marina Villarroel, en una entrevista realizada por la Revista Camanchaca (1989), detalla: “Arte y Revolución trabajaba los sábados. En ese tiempo existían las chauchas, se cobraba por la galería una chaucha y por la platea, que eran banquitas, sesenta centavos. El local era grande, tenía mucho fondo. Todos los sábados ese local se repletaba, nosotros le hacíamos competencia al teatro Nacional, el que se quemó. Le hacíamos la competencia a todos los teatros, porque la gente iba a ver todos los sábados una obra nueva, y obras del teatro universal en tres actos, cuatro actos, con su respectivo fin de fiesta, las variedades que esos años se llamaba, ahora no, ahora todos son show. Había quienes cantaban, otros recitaban, hacían sketch, otros hacían su monólogo, era una variedad, terminaba pasado la una de la mañana”. (p.53)

En su estadía en este puerto, Elías nos comenta que la ciudad era la más próspera del norte gracias a las ganancias que dejaba la industria salitrera. Esta coyuntura provocó que comenzarán a llegar numerosas figuras culturales y compañías teatrales y musicales que no dejaban de causar impacto en la audiencia local. “Oí cantar a María Barrientos y a Sofía del Campo. Allí conocí a Armando Mook, autor teatral que iba al frente de una compañía cuyas figuras principales eran Arturo Bhürle y Elena Puelma. Pusieron en escena varias obras de Mook, como «Isabel Sandoval, modas» y «Los perros», esta última una comedia con atisbos de inquietud social” (Ibíd., pp. 83-84).

Al tanto que administraba el Diario El Despertar, ubicado en la calle Bolívar 1020; de manera paralela, aprovechaba su escaso tiempo para subir a escena, interpretando obras y personajes que discutían sobre la realidad de los trabajadores, sin descuidar su papel como dirigente político. De esa forma, se encargó de movilizar y organizar a la clase obrera, creando cooperativas y gremios.

Su cometido en Arte y Revolución la extendió hasta la segunda década del siglo pasado, después centró su desempeño en la acción política. Bravo-Elizondo, “El Iquique salitrero” (2005), sostiene que esta agrupación comenzó a decaer en su actividad entre 1923 y 1933, como resultado de los gobiernos dictatoriales, las persecuciones políticas, y, de forma coincidente, con la crisis salitrera que como sabemos provocó consecuencias nefastas entre los asalariados.

No podemos soslayar que Lafertte también fue víctima del acecho político que en ese período afectaba a todos los dirigentes obreros. Fue así que durante el primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, en 1927, lo relegaron a la Isla Más Afuera en el Archipiélago Juan Fernández. A su regreso en 1928 y ante el descontento popular continuó participando en las movilizaciones sociales. Una vez más fue desterrado a la Isla de Pascua, desde mayo de 1929 hasta inicios de 1930. Luego de lo cual, fue enviado a Calbuco permaneciendo allí hasta junio de 1931, fecha en que terminó el gobierno de Ibáñez. A esa altura, retomó su cargo de secretario general de la Federación Obrera de Chile (FOCH).

Por otra parte, una anécdota que refleja su vínculo estrecho que tenía el teatro con su vida privada fue la que ocurrió con su novia y actriz Ilya Gaete. “Estábamos poniendo en escena una obra de Recabarren llamada «Redimida» que contaba la historia de una pobre mujer sola y abandonada, a la cual la revolución ganaba para una vida digna y de lucha. Ilya representaba el papel de Libertad, que en la última escena termina uniéndose al protagonista masculino que estaba a mi cargo. Esa noche, un sábado, yo le había dicho a Recabarren que la escena final de su obra no iba a ser sólo teatral, sino real, pues esa era la forma que Ilya y yo habíamos elegido para unirnos” (Ibíd., pp.109-110).

Hay que destacar que, pese a todos los escollos políticos y sociales que tuvo que bregar el teatro proletario, con Recabarren y Lafertte a la cabeza, mantuvo temporadas regulares que contaron con un permanente apoyo del público, el cual se sentía simbolizado en ese tinglado popular. De la misma manera, se organizaron los “Sábados Rojos” en la Plaza Condell. Hay más todavía. Para cada 21 de diciembre fue toda una tradición que Arte y Revolución y otros conjuntos teatrales, después de la concentración que se hacía a las once de la mañana en el frontis de la Escuela Santa María, hicieran representaciones breves en tributo a los obreros inmolados en 1907.

Desde la experiencia de Recabarren y Lafertte, émbolos de las génesis e historia del Teatro Social obrero, podemos colegir – a modo de enseñanza –  que por sobre las dificultades, vanidades, frustraciones, subjetividades, censuras, desdichas y arrogancias que a veces el panorama social nos precipita, debemos ser capaces de asumir en consciencia una utopía, un sueño, hasta el final de nuestros días; pues, hoy más que nunca, necesitamos de sujetos que asuman un compromiso con su colectividad, y, además, tengan la convicción que su trabajo podría contribuir a los cambios que las mayorías demandan de este aciago sistema imperante.

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