Iván Vera-Pinto Soto/ Cientista Social, pedagogo y escritor
Hace 93 años los obreros pampinos de las oficinas salitreras de Tarapacá iniciaron una movilización en torno a antiguas y justas aspiraciones: implantación de Ley Seca; jornada laboral de ocho horas; reemplazo de las “fichas” y “vales” para la “pulpería” por dinero y aumento salarial. Las huelgas de las distintas oficinas y campamentos obreros desembocan en un paro general que se prolonga por ocho días en la provincia de Tarapacá. Los potentados del salitre solicitan una tregua para consultar a las oficinas centrales en Inglaterra y Estados Unidos.
Todos estos preliminares sucesos ocurren a consecuencia de la crisis del salitre que lleva a los empresarios a cerrar alrededor de sesenta salitreras y a expulsar a los obreros y sus familias hacia el sur del país.
Los obreros aceptan dicha pausa, sin embargo los patrones solicitan a las autoridades de turno garantías para resguardar sus intereses y el gobierno otorga “carta blanca” para que las fuerzas represivas sofoquen el levantamiento obrero, utilizando la fuerza más despiadada.
Tarapacá y Antofagasta son declaradas en estado de sitio y se designa como jefe de plaza al general De La Guarda. Fueron allanados los domicilios de los dirigentes obreros y, una vez detenidos, son embarcados a rumbo desconocido. Las listas negras en las oficinas circularon con rapidez y muchos dirigentes desaparecen de la escena sin dejar ningún rastro de sus paraderos. De esa manera, la “guerra sucia” había comenzado a tejerse secretamente. Se clausuran los diarios “El Despertar de los Trabajadores” y “El Surco”.
Los obreros organizados responden con un paro de veinticuatro horas. A esa altura del conflicto, el gobierno de Arturo Alessandri Palma, decide reprimir al movimiento con toda la furia oligárquica. El general De La Guarda moviliza sus tropas de infantería y artillería, también se despachan refuerzos desde el sur del país. Así, en la pampa, queda enfrentados cara a cara un ejército bien armado contra una masa de obreros que su única arma era la “conciencia de clase” que había alcanzado a fuerza de injusticia y dolor.
En la madrugada del 4 de junio de 1925, las autoridades de Tarapacá se enteraron alarmadas de lo acaecido horas antes en el poblado de Alto San Antonio, ubicado al interior de Iquique, en plena pampa salitrera. Un grupo de policías había intentado interrumpir la asamblea de la Federación Obrera de Chile (FOCH), encontrándose con una sorpresiva resistencia por parte de los trabajadores, quienes dispararon contra sus efectivos dando muerte a dos de ellos.
Era el preludio de una masiva insurrección que estremeció a todo el desierto tarapaqueño durante una semana y que tuvo como escenario principal la oficina Coruña. En ese marco de efervescencia, de movilizaciones y tensión, los obreros de Coruña, con el dirigente anarquista Carlos Garrido como uno de los conductores del levantamiento, se apropiaron de las instalaciones del lugar, especialmente de la administración, el polvorín y la “pulpería”, encontrando en esta última dependencia la oposición armada del administrador, quien fue ultimado por los trabajadores radicalizados.
Al llegar la tropa de soldados a Alto San Antonio a cargo del comandante Acasio Rodríguez, se ordena avasallar a los trabajadores insurrectos. Fue así que, en una contienda desigual, los numerosos regimientos de infantería, caballería, artillería y marinos coparon la pampa y procedieron a la masacre de los obreros y sus familias.
En la tarde del 5 de junio la oficina Coruña fue bombardeada por el regimiento Salvo durante más de una hora y luego las metrallas del Lynch, la infantería del Carampangue y la caballería del Granaderos se encargaron de sepultar el alzamiento obrero. Al otro día, frente a las tumbas cavadas en el desierto, siguió el macabro “palomeo” con todos los sobrevivientes y los prisioneros.
Según Iván Ljubetic, el historiador Ricardo Donoso en su obra ‘Alessandri, agitador y demoledor’, sostiene que el Presidente Arturo Alessandri agradeció a las fuerzas armadas “los dolorosos esfuerzos y sacrificios patrióticamente gastados para restaurar el orden público y para defender la propiedad y la vida injustamente atacadas por instigadores de espíritus extraviados o perversos”. Otro tanto hizo el Coronel Ibáñez.
La masacre de Coruña, desgraciadamente, no fue la única ni la última que enlutó al movimiento obrero chileno, la historia da cuenta de otros hechos terribles que cíclicamente han enlutado nuestra conciencia nacional. Sin embargo, hay que poner en relieve que el levantamiento de los trabajadores en esta oficina no sólo marca el paso de una nueva lucha reivindicativa, sino también hay que interpretarlo como un embrionario movimiento político revolucionario, puesto que esos hombres y mujeres se alzaron y enfrentaron a las fuerzas represivas, anhelando una sociedad mejor, más justa y solidaria para todos los pobres de esta parte de la tierra.
Ahora bien, aunque haya pasado mucho tiempo de estos fatídicos acontecimientos, y vivamos en democracia, en otras condiciones de vida, creemos que no podemos soslayar este capítulo oscuro de la historia nacional, pues tenemos que comprender que la historia no es algo muerto; por el contrario, es una enseñanza para las nuevas generaciones de lo que deben o no deben hacer, para que no vuelvan a ocurrir los trágicos acontecimientos narrados. No tenemos que olvidar lo aprendido, aunque lo aprendido haya sido con sangre.
En otros términos, cuando hacemos el ejercicio de rescatar y recontextualizar la memoria histórica como soporte de nuestra identidad, ella puede convertirse en el sustrato que alimente a la ciudadanía para contribuir a remover las conciencias y a valorar la memoria de nuestros pueblos. Si alcanzáramos este cometido, entonces estaremos tributando la gesta heroica de aquellos pampinos que vivieron acosados por la muerte, la explotación y la injusticia, y que gracias a su sacrificio heroico fue posible conquistar los derechos inalienables de los trabajadores chilenos.
Por otra parte, hay que concebir que si bien los contextos históricos han cambiado y los paradigmas sociales y las utopías han entrado en crisis, no obstante, aún en la actual estructura socio-política subsisten realidades injustas y opresivas que justifican la necesidad de educar en torno a los Derechos Humanos; este, sin duda, es un tema clave que podría conducir a los ciudadanos a la toma de conciencia de su realidad, develando los hechos históricos desde una postura más transformadora y liberadora. En suma, el hacer memoria de las masacres como las ocurridas en la Escuela Santa María (1907), Coruña y Maroussia, entre tantas otras, es relevante para construir, especialmente en los jóvenes, una clara postura ética y política que coadyuve a despertar sus capacidades críticas reflexivas, las que pueden alcanzar su valor en la medida que contribuyan a los cambios sociales que la mayoría desea lograr.
Por todo lo explicitado, es imperioso, desde nuestra óptica, que en el currículum escolar se incorpore, de manera permanente y sistemática, el estudio de la memoria histórica de Tarapacá, por supuesto no solamente referido a los actos de los próceres militares, sino también de aquellos héroes anónimos que entregaron su vida por sus reivindicaciones e ideales. Del mismo modo, sería valioso que los gremios incluyeran dentro sus planes de formación sindical estos tópicos para darle mayor significado a sus demandas actuales. Finalmente, por compromiso ético, las autoridades y la ciudadanía debieran planificar acciones e instalar hitos que rescaten, resignifiquen y difundan la memoria tarapaqueña. Por ejemplo, no es posible que no exista ninguna avenida que lleve el nombre de 21 de diciembre o 5 de junio.
No es comprensible que solamente exista un pequeño y humilde monolito en la esquina de la otrora Escuela Santa María; por el contrario, deberíamos contar con un Museo de la Memoria, entre otras infraestructuras dignas. Tampoco es lógico que exista un estado de ignorancia por parte de algunos iquiqueños y nuevos habitantes nacionales y extranjeros de lo ocurrido en esta región en los primeros decenios del siglo pasado. En definitiva, todos y todas, debemos saldar la deuda que tenemos con nuestra historia y, en especial, con los obreros que se inmolaron por su porvenir y de sus familias.
Tal como señala el dramaturgo español Juan Mayorga: “Toda sociedad habitualmente tiende a “sepultar” u olvidar momentos traumáticos vividos en el pasado, probablemente por dos razones: La primera, porque afecta fuertemente la psiques de las víctimas y, la segunda, porque los victimarios no desean que se descubra sus bajezas”. Por ese motivo esperamos que esto no siga ocurriendo en nuestra realidad.