Chile y la convulsión estudiantil: ¿Un país cuesta abajo?
Opinión y Comentarios 7 agosto, 2011 Edición Cero
Carlos Salas Lind, cientista político.
De no prosperar una visión realista de los ajustes institucionales y económicos que el país necesita y reclama para construir un nuevo equilibrio, Chile arriesga a perder una posición privilegiada entre las economías emergentes. «Enlace a blog de Carlos Salas Lind»
El peor día del gobierno de Piñera es una realidad. La marcha no autorizada – de quienes rechazaron la última propuesta del Gobierno para fortalecer la educación – coincidió con los lapidarios resultados de la última encuesta CEP.
Hace un par de días, la confirmación de la creciente insatisfacción ciudadana – revelados por los resultados de la encuesta mensual de Adimark, hacía prever una posición más defensiva de una administración atrapada por las grandes contradicciones que genera la promesa de cambio dentro de un régimen institucional y económico que conmina a la mantención del status quo.
El anuncio del gobierno de “cerrar las grandes alamedas” – como punto de encuentro de los movimientos sociales que promueven su propia interpretación del cambio – probablemente surge como un mal menor entre quienes observan con angustia la reducción del espacio para maniobrar, negociar y proyectarse más allá de un periodo presidencial.
Sin embargo, la percepción de los chilenos ya ha comenzado a rebasar las fronteras. Tanto los detractores del modelo económico imperante – como quienes con su confianza (o desconfianza), sellan la suerte de una economía en crecimiento – han comenzado a observar con más interés el proceso de efervescencia social que experimenta el país. Para bien y para mal (con sus aciertos, historias y tragedias), Chile se ha posicionado de manera importante como fuente de noticias en buena parte del mundo.
El Nuevo capítulo de movilización social – que se genera en un ambiente más confrontacional – reavivará la narrativa (imparcial o no) de una sociedad que retoma el deseo épico de una mayor justicia social. Por lo menos, los sucesos de ayer despertaron muchas emociones y reacciones.
Lo cierto es que a gran diferencia de nuestra historia reciente – un clima de agitación social ¬– pero sin la carga ideológica del periodo de la Guerra Fría (al menos en gran parte de la sociedad), representa un desafío mucho más complejo para los defensores del orden vigente.
En este último episodio de enfrentamiento entre los movimientos sociales y el gobierno de Piñera, la prohibición de ocupar la Alameda fue contrarrestada con un masivo e imponente cacerolazo en distintos puntos de la capital.
La memoria de las desbordantes protestas de los años 80’ era inevitable. En este contexto, no es difícil suponer que la primera prioridad de un gobierno de centro-derecha – elegido democráticamente, y respetado por la comunidad internacional – es disipar cualquier similitud con el régimen que garantizó su fundación y proyección. Aunque los manifestantes hayan percibido un nivel de represión desmesurado, la jornada de protesta del día de ayer no equiparó las cifras trágicas que arrojaron – incluso – algunas protestas durante los gobiernos de la Concertación.
Con una carga tan traumática, la represión brutal y extrema ya no puede ser utilizada como último recurso para contener demandas sociales costosas, pero justas y racionales en muchas sociedades que adhieren al modelo capitalista.
La dura semana vivida por quienes apostaron al robusto crecimiento económico chileno – como fórmula de éxito gubernamental – evidencian que el gobierno de Piñera ha vuelto a tocar fondo, generando una incertidumbre inusual en torno a la real fortaleza de la institucionalidad chilena.
De no prosperar una visión realista de los ajustes institucionales y económicos que el país necesita y reclama para construir un nuevo equilibrio, Chile arriesga a perder una posición privilegiada entre las economías emergentes.
Irónicamente – en este escenario de creciente convulsión social – la presencia de un gobierno de centro-derecha debilita precisamente el modelo que sustenta su existencia, el mismo modelo que la Concertación pudo resguardar – tan hábilmente – de sus propios críticos durante largos 20 años.