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Iván Vera-Pinto Soto, Cientista Social, pedagogo y escritor En el actual escenario de crisis social y política que vivimos en Chile, provocado por las contradicciones... Nueva Constitución, nuevo modelo cultural

Iván Vera-Pinto Soto, Cientista Social, pedagogo y escritor

En el actual escenario de crisis social y política que vivimos en Chile, provocado por las contradicciones internas del propio modelo neoliberal impuesto por la dictadura militar, y afianzado por los dos conglomerados hegemónicos que se han alternado en el poder: “Chile Vamos” y “Nueva Mayoría”, se hace necesario, entre otros tópicos, centrar la discusión en la cultura concebida como una palanca del desarrollo social de la región y el país.

De manera concreta, nos referimos a aquel paradigma que toma en consideración las diferencias y especificidades culturales en las estrategias sociales, incluida la dimensión histórica, social y cultural de cada comunidad. En esa lógica, a nuestro juicio, no podemos elaborar ningún conjunto de acciones que se orienten al desarrollo social, sin considerar las diferencias culturales que existen a nivel nacional, incluso regional. Tampoco podemos crear un plan de desarrollo para una población determinada, sin pensar en la participación vinculante de la ciudadanía, que incluya las necesidades, los sueños y las aspiraciones de la misma.

En el fondo, el desarrollo significa el enriquecimiento de la identidad profunda de cada pueblo, de sus intereses, demandas, de la calidad integral de su vida, tanto en el plano colectivo e individual. En ese sentido, el gobierno y la sociedad civil deben aspirar a lograr una asociación estrecha entre las estrategias de desarrollo nacional y regional con la puesta en práctica de políticas culturales.

Precisamente, en el Foro sobre Cultura y Desarrollo, BID, 1999, se planteó como denominador común de diversas propuestas, un desarrollo más participativo. En efecto, la observación general concluye que la cuestión social en América Latina no se puede seguir planteando en términos de pobreza (precariedad económica, sino sobre todo de exclusión social (marginación del proyecto colectivo). Esta constatación nos obliga a elaborar los programas de desarrollo de otra manera en la que los beneficiarios de estos programas adquieren una importancia mayor (Vancouver, 2002).

Por otro lado, el desarrollo debemos concebirlo como un proceso dirigido a aumentar la libertad de cada cual en el logro de sus aspiraciones esenciales. En otros términos, se trata de una concepción “emancipadora” del desarrollo, en que la riqueza material es sólo una función del sistema de valores y donde el progreso socioeconómico está determinado por lo cultural.

No podemos hablar de desarrollo si no utilizamos el potencial de la memoria y lo ponemos al servicio de la calidad de vida de todos los habitantes de un territorio, de la creación y la producción de conocimientos. Esto significa que tenemos que garantizar la protección de los derechos culturales, en conjunto con el bienestar económico y social para todos los ciudadanos.

Es imprescindible que toda política de desarrollo nacional y regional sea profundamente sensible a la cultura misma. Esto implica que los organismos estatales responsables de este ámbito generen nuevos canales de comunicación con otros sectores de desarrollo del gobierno con el propósito de proveer de sentido a las políticas públicas, como también para establecer articulaciones que procuren la comprensión del desarrollo como un proceso cultural.

Al observar el panorama nacional, podemos sostener que el sector cultural tiene poca o casi nula capacidad de influencia sobre las políticas de desarrollo. Tampoco existen indicadores suficientemente adecuados para medir y evaluar el impacto de las políticas culturales que se han elaborado a nivel de cúpulas de poder. Es claro que las políticas culturales generadas en los últimos tiempos por el Estado chileno aún no logran consolidarse como políticas públicas, aunque se puede reconocer algunos avances con respecto a los dos decenios anteriores.

Por lo mismo, podemos colegir que en la medida que el sector cultural se fortalezca podremos garantizar que la cultura determine el rumbo del desarrollo y que, además, la cultura se configure como eje articulador de todas áreas de desarrollo.

En consecuencia, nos asaltan varias interrogantes: ¿Cómo lograr esta asociación entre los procesos participativos de formulación de políticas culturales y la toma de decisión política? ¿Es posible alcanzar una verdadera construcción participativa en la actual institucionalidad? ¿Qué acciones deben ejecutarse para formular políticas participativas y democráticas, donde la promoción cultural sea concebida como una inversión social primordial del Estado? ¿Qué cambios institucionales es preciso llevar a cabo dentro de los organismos públicos para garantizar que la cultura sea considerada no como un medio, sino como el fin del desarrollo?

Estas son algunas interrogantes que a la vista no se abordan en la actual institucionalidad, puesto que el concepto de desarrollo que se sustenta se limita a una propuesta unilateral y estrecha: “generar más empleos”, “aumentar los impuestos” y “procurar mayor inversión en el sector público”, como si el desarrollo estuviera sustentado exclusivamente por el factor económico. Ciertamente, no vamos a negar la implicancia que este tiene en el desarrollo y crecimiento social, pero no basta para sostener un desarrollo integral de la población. Es necesario incluir a la educación, la cultura y la acción cultural en los ejes sobre los que se construye un desarrollo sostenible.

El desarrollo de una comunidad no puede ser concebido como un proceso de crecimiento continuo de determinados indicadores económicos, sino a través de una visión global que también contemple la evolución de las capacidades humanas. Muchas teorías modernas de desarrollo han vuelto a considerar el rol de la cultura como otro elemento primordial, que sostiene en el tiempo el crecimiento de las naciones.

Los bienes culturales no sólo expresan, cohesionan y dan continuidad a lo que somos como sociedad, sino que también son un factor estratégico para potenciar el crecimiento económico de una nación.

En la esfera regional es importante establecer que las estrategias regionales debieran propender a la  evolución de ciudades sostenibles y participativas, esto supone introducir nuevos lineamientos en los esquemas organizativos y de funcionamiento de los modelos de gestión urbana, con el fin de conseguir un desarrollo urbano sostenible para todos los habitantes. La cultura puede ser utilizada como un medio para posicionar, es decir, como imagen de la ciudad ligada a los valores culturales.

En el plano económico, la producción de la cultura también se presenta como una alternativa a la alicaída industria nacional, teniendo en cuenta que las industrias en este ámbito aportan riqueza económica y empleo. Teniendo en cuenta ambos roles de la cultura en la ciudad y considerando las sinergias que tiene con la actividad comercial, de ocio y servicios de la misma, podemos visualizar que, además, existe una constante retroalimentación entre ambos ejes de regeneración y desarrollo urbano.

En otros términos, estimamos que la construcción de infraestructuras culturales y el apoyo a las industrias creativas, favorecería la recuperación de espacios postrados y la actividad creativa y cultural y, a la vez, contribuiría a la vigorización de sus zonas comerciales y de ocio. Todo lo cual mejoraría la mirada externa positiva de una ciudad, que es una cualidad imprescindible para atraer visitantes, turistas, clientes e inversores. Del mismo modo, esta imagen atractiva proyectada hacia el exterior, tiene necesariamente un impacto positivo en la percepción interior de las ciudades, en la medida que se observa a la urbe como un espacio deseado para vivir, trabajar y relacionarse socialmente.

Está claro que lo explicitado hasta aquí exige construir un nuevo paradigma de sociedad muy diferente al actual, en donde los ciudadanos tengan una mayor participación en las decisiones políticas en todos los ámbitos, incluido en el modelo cultural, pues la denominada “democracia” que propugna el Ministerio de Cultura opera solamente a través de la existencia de “delegados regionales de cultura” y “mesas de trabajo”, comisiones que, supuestamente, analizan y proponen nuevas ideas que retroalimentan al sistema.

Nos preguntamos: ¿son verdaderamente representativos aquellos personeros de todo el universo y de los intereses de una comunidad?  Aclaramos que no tenemos elementos de juicio para dudar de las competencias y habilidades de los profesionales que participan en estas instancias, sino más bien nos referimos a si ellos cuentan con el respaldo social que les otorgue legitimidad a su accionar. Sin duda, se prefiere mantener la dinámica en donde las elites (intelectuales, burócratas y “expertos”) deciden lo que debe o no hacerse en este campo. Nadie puede desmentir que la participación real y organizada de los ciudadanos es muy tímida y casi nula, porque no existen los canales, ni los mecanismos, ni menos la voluntad política para hacerlo.

Para ser preciso, a continuación sintetizamos algunos aspectos en términos de acciones que debería incorporar una nueva institucional:

1.- Transformar la actual estructura cultural de carácter subsidiario, paternalista, verticalista y burocrático, por otra democrática, participativa y regionalista.

2.-  Democratizar la cultura, dicho de otro modo, que todos los estamentos sociales (sindicatos, juntas de vecinos, agrupaciones sociales y culturales) tengan representatividad de manera efectiva y real.

3.- Contar con más recursos para la cultura, pero no para tener más funcionarios y contratar expertos, sino para instalar obras que beneficien a todos, en especial a los sectores sociales más postergados socialmente de la cultura (pobladores, niños, jóvenes y adultos mayores).

4.- Crear un Plan Estratégico Cultural Regional, erigido desde las bases y no de las oficinas de los funcionarios de turno, el cual incorpore los sueños y demandas de todos y todas las personas de este territorio.

5.- Contar con subvenciones permanentes para aquellas instancias y hacedores que tienen un accionar sistemático y relevante en la comunidad. Las creaciones culturales no pueden vivir de las miserables dádivas que hasta hoy entrega el Estado chileno.

6.- Procurar la democratización cultural, en otras palabras, que se ponga en valor, resignifique y proyecte la cultura y el arte más allá de los recintos propios de la institucionalidad cultura, creando nuevos productos y artefactos culturales en los mismos espacios donde “el hombre vive y trabaja”; es decir, instalando en el seno del mismo pueblo instancias de formación, creación y proyección.

7.- En lo artístico, invertir en una infraestructura adecuada y digna que permita fundar, entre otras instancias, un Centro de Formación y Perfeccionamiento Artístico Regional y otros espacios donde se dicten cursos sistemáticos y regulares, postítulos, postgrados, seminarios, congresos, diplomados para todos los artistas y gestores culturales. Este es, sin duda, el mejor camino si queremos nivelarnos para arriba y no seguir privilegiando el “activismo cultural”, ni la dictación de capacitaciones menores que se pierden en el tiempo y que sólo benefician a muy pocos.

8.- Es indudable que a nivel global las políticas culturales locales, basadas en los valores intrínsecos de la cultura (creatividad, conocimiento crítico, diversidad, memoria, ritualidad…), son cada vez más importantes para la democracia y la ciudadanía. Debemos advertir que la institucionalidad cultural actual, aunque pueda exhibir un impresionante registro de actividades y eventos realizados, ellos aún no logran sustentarse en estrategias nacionales ni regionales que le den trascendencia e impacto significativo en la población. No basta la existencia de Fondos Concursables o de una programación repleta de acciones y personajes relevantes que intervienen en una acción determinada. Al respecto, insistimos, es sustancial establecer estrategias que propendan a la evolución de ciudades sustentables y participativas. Esto supone introducir nuevos lineamientos en los esquemas organizativos y de funcionamiento de los modelos de gestión urbana, con el fin de conseguir un desarrollo urbano sostenible para todos los ciudadanos, ligados a valores culturales representativos del país y de cada región. Esa debe ser la principal labor gerencial de quienes lideren el campo cultural.

9.- La ejecución de un Plan Estratégico Cultural requiere,   indudablemente, de un fin concreto, objetivo y cuantificable. Hoy, observamos que existe la dificultad básica de la evaluación de las políticas culturales, no obstante el alto consenso en la finalidad de “servir al interés general” que a dicho proceso se le asigna. Los expertos en el tema saben perfectamente que existe una ausencia de evaluación de la acción pública en cultura. Para nadie es un misterio que la evaluación es una importante herramienta de gestión, un sistema de monitorización que valora los resultados e impactos de los programas que se han desarrollado, y determina lo que se ha hecho y cómo se ha hecho a partir de una planificación democrática. Del mismo modo, pareciera ser que la evaluación realizada hasta el momento contempla una adecuada atención al control de gestión, pero se observa una mayor debilidad en la valoración de los resultados e impactos. Por ejemplo, la mayoría de los Fondos Concursables no cuentan con un sistema efectivo de medición, seguimiento y difusión de las iniciativas; lo que se traduce en una inexistencia de un seguimiento posterior de los proyectos beneficiados con los recursos públicos. En cierto sentido, es equivalente a decir que el Estado entrega recursos, pero no sabe qué se hace con ellos, más allá del gasto.

Finalmente, sugerimos que en el futuro proceso de construcción de una nueva Constitución Política, demanda de la mayoría de los chilenos y chilenas, se cambien las leyes y normas que regulan a la actual organización cultural, por otras que estén dirigidas a aquellos fundamentos que hemos esbozado en esta reflexión, y, por supuesto, por las que proponga la ciudadanía, como rectora de una política cultural democrática y participativa.

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