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Ricardo Balladares Castilla, Sociólogo.-  La corrupción, como fenómeno estructural, no siempre se manifiesta en actos grandilocuentes de vileza, sino en la trivialización cotidiana del... La banalidad de la improbidad en Chile.

Ricardo Balladares Castilla, Sociólogo.- 

La corrupción, como fenómeno estructural, no siempre se manifiesta en actos grandilocuentes de vileza, sino en la trivialización cotidiana del beneficio mal habido. Observar el reciente escándalo de las 25 mil licencias médicas de funcionarios públicos bajo esta lente -junto a los monumentales escándalos de Convenios, Penta, SQM y la Ley de Pesca- revela una normalización sistémica de la improbidad o sinvergüenzura. Es decir, la capacidad de violar normas sociales y legales sin ningún miramiento ético, sino tan solo amparado en la rutina burocrática y el interés personal.

El núcleo del problema no radica en la singularidad moral de ciertos individuos, sino en la banalización de la transgresión. Los funcionarios públicos que viajaron al extranjero durante licencias médicas —incluyendo a profesionales de la salud que atendieron partos en clínicas privadas mientras simulaban reposo— actuaron dentro de un sistema que viene, hace ya tiempo, tolerando la elusión de sanciones como práctica ordinaria. Este no es un simple error administrativo, es un lanzazo donde la infracción se masifica hasta diluir la responsabilidad individual en una maraña de omisiones institucionales.

Según Hannah Arendt “la banalidad del mal” permite que la inhumanidad surja en ausencia de la reflexión crítica. Eichmann no era un monstruo, sino un burócrata que justificaba su participación en el Holocausto como mero cumplimiento de órdenes. Del mismo modo, los protagonistas de estos fraudes no necesariamente operan por maldad o improbidad intrínseca, sino por una incapacidad para pensar más allá del rol funcional de la fechoría: la emulación de la infracción normalizada, el dato del médico, el relato amigo de que se podía realizar sin ningún impedimento u observancia, la jactancia en redes y, seguramente, más de alguno llegó con souvenirs para sus compañeros de trabajo.

Nada de esto debería sorprendernos. Los grandes escándalos de las dos últimas décadas—Convenios, Hermosilla, Penta, SQM, Corpesca, Carabineros, PDI, Ejercito, Cascadas, MOP GATE y otros— refuerzan este patrón. De igual manera, el falso diagnóstico médico de Augusto Pinochet ofrece otro ejemplo paradigmático de cómo la transgresión se normaliza mediante estrategias de simulación, avalada por la complicidad de sectores médicos, judiciales y gubernamentales en la fabricación de una narrativa de incapacidad para eludir responsabilidades históricas. Si el criminal más grande de la historia de Chile zafó con un certificado médico trucho ¿por qué no podría ser igual para un anónimo funcionario público?

En consecuencia, el mal uso de las 25 mil licencias médicas no son producto de mentes maquiavélicas, sino de una cultura política que reduce la ética a un simple cumplimiento de forma. Los cientistas sociales saben muy bien que la subjetividad política se construye en la tensión entre el orden social y su transformación. En Chile, décadas de neoliberalismo clientelar han naturalizado la colusión entre élites políticas y económicas. Los funcionarios que falsificaron licencias médicas no son ajenos a este ethos, simplemente internalizaron que el Estado puede ser un botín, y no un mero espacio de servicio.

En consecuencia, la improbidad se vuelve un ritual de supervivencia en un sistema donde la impunidad ante los delitos de cuello y corbata es la norma. Arendt insistía en que el mal banal no exime de culpa, sino que expone la fragilidad de la agencia moral en contextos de deshumanización institucional. Para el caso de las licencias, la ausencia de racionalidad crítica no es racial, es cívica. Así, se vacía al Estado de su propósito colectivo para convertirlo en un mercado de favores personales o familiares.

¿Cómo combatir esta banalidad? Arendt abogaba por el pensamiento crítico como antídoto contra la obediencia o emulación automática. En Chile, esto implica desmontar la arquitectura legal y administrativa que permite la opacidad y, en correspondencia, fortalecer mecanismos de transparencia y rendición de cuentas efectivos. Pero también exige una reflexión cultural: reconocer que la corrupción no es un “caso aislado”, sino el síntoma de una subjetividad política fracturada, donde el bien común se subordina al interés inmediato ya sea de un individuo, parejas sentimentales o de todo un grupo familiar.

En conclusión, la “improbidad” es la manifestación local de un mal global: la normalización de lo inaceptable. Como escribió Arendt, “el mayor mal no es radical, sino ausencia de raíces; no necesita motivación, solo oportunidad”. En Chile, la oportunidad la brinda un sistema que premia la astucia sobre la integridad, el cálculo personal sobre el beneficio colectivo, las emociones populistas ante la racionalidad política. Solo reconstruyendo las raíces éticas de lo público —desde los agentes políticos hasta el ciudadano común— podremos evitar que la banalidad siga triunfando, destruyendo lo poco que nos queda de confianza en la república.

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