
Prof. Haroldo Quinteros Bugueño.-
En toda democracia, las Fuerzas Armadas (FF AA) poseen el monopolio de la tenencia, mantenimiento y uso de las armas (esto último solo cuando se lo ordena su jefe máximo y generalísimo, el Presidente constitucional de la República). En países de feble, o de discutible calidad democrática, como ahora está sucediendo con Chile, la generalidad ciudadana mira con inquietud, y hasta con temor, a las instituciones armadas. Mientras tanto, una minoría, la clase dominante en lo económico las mima y las adula.
Por cierto, no por el recuerdo de los héroes y sucesos históricos del país que enorgullecen indistintamente todos sus habitantes, o porque las FF AA “pertenecen a todo el pueblo,” falacia que desde todos los planos institucionales y mediáticos la clase dominante avienta a más no poder por boca de su brazo político, la derecha política, que proclama a diario que las FF AA son políticamente neutrales. La razón es otra. No pocas veces, los militares reprimieron a sangre y fuego las demandas populares por más justicia y equidad social, demandas que los trabajadores han hecho a la clase empresarial.
Aunque éste es el caso de Chile, por 1969, el año en que fracasara por completo una intentona de golpe de estado (el “tacnazo”) de corte derechista, dirigida por el general Roberto Viaux Marambio, quien se atrincheró en el regimiento “Tacna” en Santiago, las FF AA no lo siguieron y así defendieron la Constitución Política del país y la democracia. La intención de Viaux no era, como falsamente lo dijo, conseguir mejoras salariales para los militares. No, su propósito era otra: impedir las elecciones presidenciales de 1970, en que la izquierda chilena se veía para muchos, si no como ganadora, por lo menos muy cerca del triunfo, lo que evidenciaba la posibilidad real de que en Chile el viejo status quo capitalista dependiente, podía cambiar.
El fracaso de Viaux había -por lo menos, formalmente- demostrado que los militares chilenos eran constitucionalistas y, por lo tanto, neutrales en política. Dicho con más claridad, que cualquiera fuese el resultado de las elecciones de 1970, lo respetarían, sometiéndose disciplinadamente a la Constitución. Los militares, entonces, habían recobrado su prestigio. A su lealtad a las leyes, se sumaba su tradicional probidad e igualdad con respecto al resto del país, puesto que también en esa época, aunque no parezca importante, los uniformados no tenían privilegios sobre el resto de la ciudadanía en materia de sueldos, pensiones, atención de salud, ni en ninguna otra.
En esos tiempos, no había leyes reservadas a su favor que involucraran dineros estatales, como la actual Ley Reservada del Cobre. La sub-oficialidad, incluso, vivía tal como la clase obrera asalariada nacional; es decir, humildemente. Además, a ninguno de sus oficiales la Justicia los tenía formalizados por la directa participación en enriquecimientos ilícitos con cargo a dineros estatales.
La situación cambió dramáticamente en 1973, cuando la ultra-derecha civil, que no se quedó impávida ante el triunfo del candidato presidencial de la izquierda, Salvador Allende, se alzó en sedición en su contra. Es decir, cuando las contradicciones de clase llegaron a su punto más agudo, se hizo manifiesta la latente y soterrada alianza entre las FF AA y lo más granado del ultrismo político derechista civil, representante inequívoco de la clase detentora del poder económico, cuyas ramificaciones se extienden hasta el imperialismo estadounidense. A solo semanas de la asunción de Allende, un comando armado cívico-militar, cuyo mentor ideológico era Viaux, seguido por los oficiales Camilo Valenzuela, el almirante Hugo Tirado, los generales Alfredo Canales, Vicente Huerta y Joaquín García de la FACH, asesinó a tiros nada menos que al comandante en jefe del Ejército de Chile, el general René Schneider Chereau.
Lo demás es archisabido: el gobierno de Allende sufrió desde dentro y fuera del país -concretamente desde el imperio norteamericano- el más abierto boycot económico, además de sabotajes y asesinatos, incluidos de militares, como el capitán de Marina Arturo Araya, acribillado en el antepatio de su propia casa por un comando armado que pertenecía al naciente movimiento armado de ultra-derecha “Patria y Libertad.” A Schneider le sucedió el General Carlos Prats, quien se mantuvo leal al Presidente Allende, al punto de aplastar un intento sedicioso en junio de 1973. Sin embargo, ante las presiones de sus pares golpistas, con la intención de evitar una guerra civil, dimitió unos meses antes del golpe de estado de septiembre de 1973, confiado equivocadamente que su sucesor institucional Augusto Pinochet, era constitucionalista.
Con el golpe de estado, los entonces grandes consorcios privados empresariales nacionales y norteamericanos, habían recuperado para sí las Fuerzas Armadas, que, en verdad, siempre consideró suyas. Los militares que habían demostrado en 1969 su neutralidad política y adhesión a la democracia y a las leyes vigentes, estaban muertos, renunciados, exonerados o completamente neutralizados. Luego del golpe de estado, Viaux, que había sido condenado a extrañamiento en un país de su elección (por supuesto, eligió una dictadura de ultra-derecha, la de Stroessner de Paraguay), volvió al país y fue recibido con abrazos por el traicionero dictador Pinochet, ahora el omnímodo jefe de Chile , quien hacía solo unos meses antes del golpe, había jurado lealtad al Presidente Allende.
Los demás cómplices y sicarios de Viaux, los mismos que asesinaron a Schneider, fueron liberados, así como todos los saboteadores y terroristas de bomba en mano de Patria y Libertad. Además de perseguir a muerte la izquierda nacional, la dictadura, por orden del imperio yanqui, impuso en el país como experimento, un modelo económico nuevo, el neo-liberalismo, creado en Estados Unidos, por Milton Friedman. Así, imperó en Chile un sanguinario, cobarde y abyecto régimen de terror, cuyo fin era acabar con la izquierda, y toda persona progresista, incluidos militares.
Carlos Prats fue asesinado junto a su esposa en Buenos Aires; el general Augusto Lutz, decidido opositor al omnímodo dictador Pinochet , fue envenenado; el general Oscar Bonilla, que siempre se le opuso, murió en un burdo “accidente” de helicóptero, el mayor Mario Lavanderos, fue asesinado de un balazo que le atravesó el cráneo, disparado por los mismo asesinos del capitán Araya. A esta macabra saga de crímenes y abusos de poder, se sumó el bochornoso involucramiento de altos oficiales de las FF AA en una interminable vorágine de hechos de corrupción que no cesan de sorprendernos.
Con toda esta historia, ¿podrán las FF AA recuperar el prestigio, aunque fuese relativo, que tuvieron antes del advenimiento de la dictadura de Pinochet? ¿Podrían inspirar un merecido respeto en el corazón de los chilenos? A todo esto, el sesgo político que las caracteriza es a todas luces evidente, aunque lo niegue la clase política entera, en la que incluimos, sin vacilación, a la falsa izquierda que tenemos en el país.
En cuanto las FF AA de hoy, el fenómeno de la penetración en ellas de la ideología ultra-conservadora de la derecha civil nacional es una palpable realidad, que se instaló en Chile bajo la dictadura de Pinochet. Por ejemplo, uno de sus instructores semanales, nada menos que en las aulas de la Escuela Militar, hasta su muerte, fue Jaime Guzmán. Este cuadro ideológico se enseñorea en las escuelas y academias militares desde hace más de cinco décadas – vale decir, también en democracia. Tómese un solo ejemplo, un hecho ocurrido en Iquique hace unos años.
Me refiero al embadurnamiento con pintura del monolito erigido a los mártires asesinados en 1973 en el regimiento de Telecomunicaciones, monumento que fue autorizado por las autoridades nacionales y locales. Los autores de ese atentado no fueron militantes civiles de la derecha, sino oficiales jóvenes del Ejército, mozalbetes que hacía poco habían egresado de la Escuela Militar. Evidentemente, actuaron como cualquier militante joven de algún partido o grupo político de extrema derecha, donde tuvieron la educación política que los indujo a cometer un acto de esa naturaleza.
Es precisamente en la Escuela Militar donde los futuros oficiales deben ser instruidos como militares de una democracia; en otras palabras, en el respeto al principio de la neutralidad político-partidista y los Derechos Humanos.
En suma, además de su oscuro pasado como un ente armado represor y sistemático violador de los Derechos Humanos, que tuvo en su seno a violadores de mujeres, torturadores y asesinos de hombres, mujeres, ancianos y niños que perpetraron sus crímenes vistiendo el uniforme militar, la mayor parte del país ha perdido el respeto que tuvo en el pasado por las FF AA, máxime si ahora se suman escándalos que jamás los hubo en el pasado pre-dictatorial, como las ventas de armas robadas de FAMAE, las platas perdidas de la Ley Reservada del Cobre (el bullado “milico-gate”) y … paro de contar.
Sin cesar, los noticieros cada día dan cuenta del arresto, juicio y condenas de altos oficiales por delitos de corrupción, a tal punto que hoy, no sólo el vulgo, sino políticos, académicos y la prensa oral y escrita sin excepción, al referirse a esos hechos, hablan del “milico-gate.” Si “milico” es la palabra despectiva con la que en Chile se hace referencia a un militar, ¿por qué no lo llaman Fuerzas Armadas- gate,” “Militar-gate,” “castrense-gate” o, simplemente, “escándalo de corrupción militar”? Si una extensión de las FFAA son las de orden, ¿por qué no se ha olvidado el término “paco-gate” en referencia a los escándalos de la oficialidad en Carabineros?
Las FF AA limpiarán su imagen cuando expulsen de sus filas a todos los virtuales militantes de partidos políticos entronizados en ellas; que sean ellas las que pongan a los uniformados corruptos en manos de la Justicia; que renuncien a sus privilegios, avocando, solo para empezar, por el fin de la Ley Reservada del Cobre y que exijan para el resto del país el régimen de pensiones del que ellas gozan . Y para rematar, que reconozcan ante el país y el mundo las atrocidades que cometieron en la dictadura, que prometan solemnemente no volver a incurrir nunca más en ellas. Finalmente, que develen el destino que sufrieron los miles de desaparecidos durante la sanguinaria dictadura que sostuvieron hasta su fin. No hay otra forma que recuperen su perdido prestigio.