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Ricardo Balladares Castilla.- La controversia desencadenada por la opinión de Alberto Mayol para vetar la presencia de Peso Pluma en el Festival de Viña... La Desafinada Moral de Mayol: Censura Cultural Ayer y Hoy

Ricardo Balladares Castilla.-

La controversia desencadenada por la opinión de Alberto Mayol para vetar la presencia de Peso Pluma en el Festival de Viña del Mar, así como la propuesta de ley de la diputada Joanna Pérez para prohibir en eventos masivos a artistas que «promuevan, inciten, avalen, incentiven, impulsen o promocionen el narco cultura”, resucita el espectro de la censura con una indeseable familiaridad. Ambas iniciativas detonan un debate no solo sobre la libertad de expresión, sino también sobre la intervención de la moralidad en el arte, un terreno resbaladizo que, una vez transitado, parece repetirse con perturbadora regularidad.

Este episodio de censura propuesto por figuras de la política recuerda a otro momento infame en la historia del entretenimiento: la intervención de la iglesia católica para censurar el debut de Iron Maiden en el país en 1992. En aquel entonces, el cardenal Medina acusó a la banda de promover el satanismo y se movilizó para frenar su influencia en la juventud. Este acto de censura, impulsado por la institución religiosa, fue visto como un asalto directo a la libertad de expresión y a la autonomía cultural. La situación actual, aunque diferente en contexto y en la naturaleza del contenido, es similarmente preocupante por su afán de controlar el arte y la expresión.

La incitativa de Mayol, que sugiere eliminar la participación de un género musical por su estrecha relación con la narcocultura, y la propuesta legal de Joanna Pérez, que intenta ir más allá y consolidar esta exclusión en el marco de la ley, son actos que, a primera vista, pueden parecer preocupados por la moralidad y la integridad social. Sin embargo, una mirada más aguda revela un trasfondo de oportunismo y manipulación.

Acusar a Mayol de buscar un renacimiento mediático es más que una mera especulación. Al parecer, hay un interés palpable en crear un conflicto imaginario para tener un escenario público donde actores como él puedan subirse y brillar. Esto evidencia una maniobra de distracción y reaparición que, lamentablemente, sacrifica la libertad de expresión en aras de una agenda personal y un juego de poder comunicacional.

La selectividad con la que Mayol y Pérez atacan estas manifestaciones artísticas es, en el mejor de los casos, incoherente. ¿Por qué no se dirigen con la misma vehemencia a series aclamadas como «Prófugos» de HBO, «El Patrón del Mal» o «Narcos»? Estas narrativas también glorifican y profundizan en el mundo del narcotráfico y, aún así, no han sido el blanco de iniciativas similares que buscan erradicarlas del consumo público. ¿Qué les impediría luego extender su cruzada a otras formas de arte como el cine y la literatura? Esta discriminación arbitraria contra la industria musical sugiere una falta de entendimiento sobre la cultura y sus manifestaciones y una peligrosa inclinación hacia la censura selectiva.

La medida propuesta por Pérez no sólo es un acto de censura, sino que establece un peligroso precedente para la futura prohibición de otros contenidos que puedan ser considerados indeseables por una elite que dictamine qué es «apropiado». La ladera resbaladiza hacia un estado de vigilancia cultural es evidente. Una vez que aceptamos la supresión de una forma de arte, ¿dónde trazamos la línea? ¿Quién decide qué contenido se considera constructivo y cuál no?

Es esencial reconocer que la narcocultura, y en particular la música que la representa, es un fenómeno que surge de problemas sociales profundos y de una estructura de desigualdad en el acceso a bienes y servicios. El narcotráfico no es solo un tema de interés para los artistas; es una realidad vivida por miles. La prohibición de estas expresiones no aborda la raíz del problema y ciertamente no tendrá un efecto significativo en los sectores populares y marginales. Si la pobreza y la falta de oportunidades empujan a la gente hacia el narcotráfico, la censura de canciones no va a alterar ese curso desesperado.

La crítica de Mayol se hace desde una torre de marfil, desde un lugar de privilegio que no entiende o ignora las complejidades del terreno que busca regular. Al atacar la manifestación de la cultura del narcotráfico en la música, Mayol no solo revela una desconexión con las realidades de muchos, sino también una necesidad personal de mantenerse relevante en la conversación pública.

En un mundo donde la libre circulación de ideas es tan valorada como el libre mercado, la propuesta de Mayol y Pérez parece ir en contra de la corriente. Así como el mercado del narcotráfico encuentra su camino en las esquinas de las calles más desfavorecidas, el mercado y el tráfico de las ideas deberían ser igualmente resistentes a la represión moral. En ambos casos, es ingenuo pensar que la prohibición puede erradicar una demanda enraizada en problemas estructurales.

Ni la música de Peso Pluma ni las letras de Iron Maiden surgieron en un vacío. Ambas son expresiones de realidades sociales y desafíos estructurales. La narcocultura, en particular, es un reflejo de una estructura desigual de acceso a bienes y servicios, y de problemas sociales que no desaparecerán a través de la censura. Al igual que el metal de Iron Maiden era el grito de una generación que se sentía incomprendida y marginada, la música que toca temas de narcotráfico es un eco de la realidad vivida por aquellos en las periferias de nuestras sociedades.

En resumen, la solicitud de Mayol y el proyecto de ley de Pérez parecen ser tácticas de distracción y posicionamiento personal más que medidas genuinas de preocupación social. Estigmatizar una expresión artística por su contenido no elimina la realidad que representa. En lugar de suprimir, deberíamos preguntarnos cómo podemos abordar las causas fundamentales que dan a luz a tales manifestaciones culturales. La verdadera solución radica en la creación de un entorno donde la equidad, la educación y las oportunidades estén al alcance de todos y todas, y no simplemente en silenciar las voces que nos recuerdan nuestras propias fallas societales.

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