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Prof. Dr. Haroldo quinteros, Doctor en Ciencias Sociales, Universidad de Tubinga, Alemania. El tema de la Virgen María, con toda su intrincada problemática es, por supuesto,... Iquique, la fiesta de La Tirana y “la Chinita”

Prof. Dr. Haroldo quinteros, Doctor en Ciencias Sociales, Universidad de Tubinga, Alemania.

El tema de la Virgen María, con toda su intrincada problemática es, por supuesto, asunto que se trata en Teología. Sin embargo, la conocida “Festividad de la Virgen del Carmen de La Tirana,” o simplemente la fiesta de La Tirana, el pueblito situado en el inhóspito desierto de  la Primera Región de Tarapacá,  tanto o más que a la Teología, se aproxima al ámbito de las ciencias sociales. Hasta La Tirana, millares de personas acuden cada año con el objeto, si son católicos o creyentes en ella, de venerar a la deidad católica en el transcurso de la celebración religiosa más multitudinaria del país.

La Fiesta de la Tirana toca muy directamente a la comunidad de Iquique, la urbe nortina más cercana a ese poblado. Por cierto, con sólo la excepción de estos tres años transcurridos desde el inicio de la pandemia Covid 19, todos los 16 de julio, el día católico internacional de la Virgen María, Iquique se ve casi vacío porque la mayor parte de sus habitantes han partido a La Tirana en calidad de peregrinos, devotos, bailarines, curiosos, seguidores –creyentes o no- de una tradición que es  muy propia de Iquique. A ellos se suman millares de visitantes de todo Chile, de países vecinos y del mundo, en calidad de creyentes o, simplemente, de curiosos o turistas. Valen, entonces, algunas reflexiones y aclaraciones sobre esta festividad por su evidente contenido sociológico.

Primero, una aproximación teológica:

El culto mariano se sitúa mucho más allá del credo propiamente católico. Desde el estricto punto de vista antropológico, en la conciencia del ser humano, en todos los tiempos, en la totalidad de las sociedades conocidas hasta hoy, subyace la tendencia colectiva de amar la figura de la madre de un modo especialmente preferencial con respecto a la del padre u otros familiares o personas cercanas. En el remoto pasado, en el ámbito religioso este fenómeno se tradujo en la adoración masiva a divinidades femeninas, fenómeno que hasta hoy observa vestigios. En los albores de todas las sociedades, la primera figuración de dios no fue masculina.

La divinidad mayor no era un hombre, sino una mujer; además, una mujer perfecta e impoluta, no tocada sexualmente ni de ninguna otra manera por los hombres, i. e.,  una virgen, como se ha dado invariablemente en todas las civilizaciones conocidas. En el caso del panteísmo americano, como entre nuestros mapuches y otras etnias originarias, el espíritu creador de todo lo existente dio a la Tierra, por su condición de dadora de vida, la calidad divina  de madre (Mapu, Pachamama, etc.). La Tierra, entonces, se transforma en un ente de contenido trascendente, y con ello, en el objeto primario de adoración religiosa.

En las primeras agrupaciones humanas, fue el espíritu femenino el predominante en todos los aspectos de la vida. El varón, por su condición muscular física, debía forzosamente abandonar a diario los primeros lares y aldeas para cazar y recolectar alimentos. Es la época conocida como matriarcado, que no es, como vulgarmente se cree, aquél en que la mujer “manda,” sino el tipo de sociedad en que la mujer es su primera organizadora, administradora, proveedora y preservadora de la vida. Esta fue la época de la Tierra como diosa-madre, o como una diosa-mujer, tal como sostenidamente lo ha probado la Arqueología. Están, por ejemplo, las estatuas y figurines de la diosa-madre Astarté en la Europa meridional, que representan a una mujer cuyo entero cuerpo está cubierto por turgentes senos, i.e., como primera fuente de vida.

La agricultura, la domesticación y la crianza de animales, volvió al hombre a la aldea y al hogar, y con ello advinieron, primero, las actividades productivas agropecuarias, y luego, paulatinamente, la división del trabajo, las clases sociales, las ciudades, el comercio interno y externo, las jerarquías políticas y sociales, los ejércitos, las guerras y la esclavitud, lo que, en su conjunto,  terminó por reducir el rol dirigente de la mujer, y con ello, su figura en tanto tal.  Ha surgido en este punto de la historia el patriarcado, y con él, el dios-padre, cuya data de origen en las primeras grandes civilizaciones se estima en hace unos 20.000 años.

Si consideramos que el homo sapiens, o el homínido que más se le acerca, apareció en la tierra hace unos 80 a 100 mil años, el matriarcado ha sido el período más largo de la historia, lo que inevitablemente dejó su marca en la conciencia humana, la que perdura hasta hoy. Su mayor expresión es de carácter místico: la adoración religiosa a una mujer; es decir, a una mujer que trasciende la realidad y a todas las mujeres que existen, que resume en ella lo más excelso que puede concebirse en su condición. Nótese que en religiones tan androcéntricas como el Islam, se reconoce en ciertos personajes femeninos (entre ellos, María, la madre terrenal del hijo del dios cristiano, Jesús) rasgos distintivos que les otorgan características de perfección; es decir, divinas.

En la teología cristiano-occidental (de la cual el catolicismo es su mayor expresión corporativa), la Virgen María, a pesar de su popularidad, tiene una posición secundaria, en tanto es sólo intercesora ante el dios-padre. Según el canon teológico católico, anglicano y ortodoxo,  cuando el creyente acude a María por ayuda, no es ella quien actuará en su favor, sino el dios-padre creador de todo lo existente, que obrará el milagro luego de oír su intercesión. Aunque ese es  el dogma, en la realidad  para el pueblo creyente es la Virgen la autora de los milagros y favores hechos.

En otras palabras, la adoración de la cual es objeto es, por lo menos, más evidente que la que se dispensa al propio dios-padre y a su hijo unigénito, el redentor de la Humanidad. Aunque el cristiano mariano sabe y acepta los roles que juegan en su fe el dios-padre y su hijo, es un hecho que hace de  María una madre, lo que teológicamente condice con la maternidad del bíblico “Hijo del Hombre”, Jesús el Cristo, el arquetipo universal de la naturaleza humana.

 A contrapelo del canon católico, el creyente, en virtud de los favores pedidos a la Virgen, y concedidos, paga a ella sus “mandas,”  no a Dios, según el dogma, el único autor de aquellos. En resumen, el dogma oficial de la Iglesia sobre María, como sólo intercesora ante Dios-Padre, no se corresponde con lo que el pueblo católico realmente cree, siente y hace en el instante de la adoración.

El protestantismo, mayoritariamente, a diferencia del catolicismo, el Anglicismo y las iglesias Ortodoxas del oriente europeo, no admite la divinidad de María. Con la excepción de la Iglesia Anglicana y otras menores, para los protestantes aunque María fue elegida por Dios “entre todas las mujeres,”  es una mujer tan mortal como cualquiera otra. En el mejor de los casos, ella representaría la porción de tierra sobre la que Dios eligió dejar su semilla. Como para los marianos, la semilla, que es divina, tiene tanto valor como la tierra puesto que sólo en ella puede germinar; luego, por extensión, esa tierra – María – también es divina. Para los protestantes, tampoco María es “siempre Virgen” aunque en su vientre el Hijo del Hombre fue engendrado por el Espíritu Santo; es decir, por Dios. Entonces, María, luego de morir, contrario al credo el católico, no ascendió en cuerpo y alma al cielo como lo hizo Jesús.

No obstante lo anterior, hay un hecho en torno a la exclusión de la Virgen en el credo y práctica protestantes que contradice a Martín Lutero, el fundador del Protestantismo. Lutero, excomulgado de la Iglesia Católica en 1521, en razón de su abierta campaña cismática, cuyo detonante fue la venta de indulgencias papales, decía en 1527 que “desde el primer momento en que María comenzó a vivir (es decir, desde su concepción en el vientre de su madre Ana) estuvo libre de pecado.”  Extraño, porque para el Protestantismo todo ser humano, al ser concebido, carga con el pecado original (la desobediencia de Adán y Eva a Dios).

Es más, Lutero no sólo llamó a María “madre” de todos los seres humanos, sino que, según él, tuvo un solo hijo, lo que el Protestantismo niega rotundamente al sostener que María y José engendraron varios, como cualquier otro matrimonio judío de sus tiempos.  Lutero, por el contrario, en 1529, ocho años después de ser excomulgado de la Iglesia Católica y mientras las primeras congregaciones protestantes se encontraban en pleno ejercicio, predicaba la condición divina de María. Su argumento, del cual no se conoce retractación suya alguna, es el mismo de todo católico, desde entonces hasta hoy, a saber: la palabra bíblica aramea “hermano,” también denota a los primos y otros familiares.

Como se puede observar, Jesús pudo o no pudo tener hermanos terrenales según el término arameo, y en esta disyuntiva Lutero se decide por la opción católica. En otras palabras, el fundador del Protestantismo y los primeros protestantes admitieron, al igual que el catolicismo, el anglicanismo y las iglesias ortodoxas, la validez teológica del dogma de la Inmaculada Concepción de María y de su condición de siempre virgen; vale decir, de su divinidad. Además, admitida la Inmaculada Concepción de María, adviene una consecuencia teológica que el Protestantismo no-mariano no puede explicar, a menos que al unísono declaren a Lutero como “equivocado” en este punto.

En efecto, si Lutero y el cristianismo católico-ortodoxo aceptaron el dogma de la Inmaculada Concepción de María, debieron forzosamente aceptar que María es el primer ser humano ungido como divino de manera directa por Dios (no a través de ángeles ni profetas, como el caso de Samuel, que ungió a David como rey de los israelitas). Por lo tanto, para Lutero y los cristianos marianos Dios Padre comparte con María la concepción y nacimiento del Redentor de la Humanidad, Jesús.

Hasta aquí, lo expuesto prueba que la mayor razón del cisma iniciado por Martín Lutero en el siglo XVI tuvo causas más políticas que religiosas.

“La Chinita” y su trasunto de género:

En cuanto la Festividad de la Virgen del Carmen de La Tirana, la cultura popular  la llama “Chinita,” o, simplemente, “China.” Así se refieren a ella sus devotos, cuando la evocan e invocan. Este no es un invento de la región de Tarapacá ni del poblado de La Tirana, como algunas personas creen. Veamos:

 La razón por la que el apelativo “China” dio el nombre a la primera  cofradía mariana danzante de Chile, los “Chinos,” es que la palabra tiene su origen en una  voz quechua (fonéticamente, “xinu”), que quiere decir “servidor,” castellanizada como “chino,» de uso en toda América Latina. Piénsese en la “china” chilena de los campos del centro-sur de Chile, la compañera del huaso en nuestras tonadas y cuecas,  la joven casadera del pueblo que trabaja de sirvienta en casas patronales antes de ingresar al matrimonio.

De ahí que se la ilustra en el folklore con un delantal, prenda de vestir propia de una sirvienta. Desde el punto de vista religioso, la voz  “china” condice con el dogma de María intercesora ante Dios, aunque, como decíamos,  el devoto común la ve como mucho más. La referencia popular a la Virgen como “La Chinita” se aleja ostensiblemente de su condición de servidora de Dios. Por cierto, se la venera como la madre que acude a «servir» y ayudar directamente a sus hijos cuando están afligidos.

Como la autoridad eclesiástica deposita sólo en Dios-Padre el poder de conceder el favor, velada o abiertamente, estamos en presencia de una actitud colectiva de neto carácter anti-patriarcal; es decir, una postura política, por cuanto el culto a la Virgen María, tal como se da en la realidad, se sitúa más allá de lo estrictamente institucional-religioso.  Imposible negar que en el mundo cristiano, la devoción a la Virgen María cobra ostensible fuerza adicional en la comunidad femenina, particularmente en las mujeres de los sectores preteridos por el desigual orden social y económico existente.

Es allí donde las mujeres ven en la Virgen la réplica contraria a su condición general de sometimiento – a menudo brutal- impuesta a ellas tanto por el orden imperante como por la cultura patriarcal existente, especialmente visible en países en que el bajo o relativo desarrollo, por extensión,  educacional, afecta  significativamente a los segmentos sociales más empobrecidos, como ocurre en nuestro país.

El culto:

Los primeros bailes, cantores y pregoneros marianos que aparecieron en todos los países de Latinoamérica desde los inicios de la colonia, sin excepción se llamaron “chinos,” no solamente por extender hasta ellos la magnificencia de la Virgen, sino porque ellos, en sí, se declaran sus sirvientes. En Chile, a los “chinos” se los conoce desde aproximadamente un siglo y medio, cuando surgieron en la zona de los minerales de plata de la Tercera Región, para luego extenderse hacia el norte del país. Se vestían como mineros, y sus cánticos y danzas se conservan hasta hoy, al igual que sus instrumentos musicales, bombos, tambores, bronces y las autóctonas “matracas.”

Los “chinos” y “La Chinita” están en toda América Latina. Está, por ejemplo, en Colombia «La Chiquinquirá», o «La Chinca,» una variante léxica del término “china.” A La Chiquinquirá se la adora en un lugar del mismo nombre que se encuentra al sur de ese país bi-oceánico. Según la tradición católica colombiana, la Virgen obró allí un gran milagro, tal como la Virgen lo hizo en La Tirana, según la leyenda del soldado europeo que antes de morir ejecutado por los indígenas del lugar convirtió a su princesa, que también fue ejecutada, en acólita de la Virgen.

Hasta La Chiquinquirá  acuden miles de peregrinos, tanto colombianos como los venidos de Venezuela, Panamá, Perú, Ecuador y Brasil. Como en nuestra tarapaqueña La Tirana, también en la Chinca coloridos conjuntos tocan, bailan y cantan música dedicada a la Virgen. De allí son las “gaitas,” un tipo de canción religiosa de origen afro-español de veneración exclusiva a la Virgen. Su más conocido exponente  es Betulio Medina, un cantautor venezolano que canta  en  su gaita “La Chinca” :

 «Gaitero de Maracaibo soldado valiente de la tradición,

que cantas a la Chinita las gaitas bonitas que da tu región…

Para la Chinca, para la Chinca, para la Chiquinquirá»

 Como ven, “La Chinita” es un elemento socio-cultural que une a los latinoamericanos. No puede ser de otra manera, porque nuestros pueblos no sólo comparten una misma historia, sino una común ancestral cultura.

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