Edición Cero

Iván Vera-Pinto Soto, Cientista Social, pedagogo y escritor Como es habitual en el último día del calendario acostumbramos a darnos abrazos, felicitaciones y parabienes por... Mis buenos deseos para el año 2022

Iván Vera-Pinto Soto, Cientista Social, pedagogo y escritor

Como es habitual en el último día del calendario acostumbramos a darnos abrazos, felicitaciones y parabienes por un porvenir mejor. Esta “aura mágica” se complementa con un pensamiento íntimo y sugestionador. Así, por unos instantes nos olvidamos de los malos episodios vividos en el período que se va, y si ellos surgen en la mente queremos desecharlos para que no vuelvan a reiterarse en el futuro. Aparte de eso, aprovechamos la ocasión para compartir los anhelos que muchas veces coinciden con otros miembros de nuestra comunidad.

Debo confesar que, tanto en esta como en otras fechas, siempre me alineo en las filas de los seres proactivos y soñadores por las causas colectivas. Por esta razón, me tomaré la libertad de compartir en estas líneas mis buenos deseos para el año 2022.

Vamos, adelante. Con convicción, ambiciono que en nuestro país germine la tolerancia y el respeto entre todos los ciudadanos y ciudadanas. Considero que estos valores son esenciales para sustentar la construcción de una cultura democrática y humanista. Es justo observar que el respeto es un sentimiento auténtico, ya que obliga a diferir, modificar, ahondar un punto de vista, lo que impide tomar la unilateralidad como un dogma. Por consiguiente, nos impulsa acoger la presencia y la cultura del otro sin diferencia de ningún tipo o género.

Por otro lado, el objetivo de la tolerancia es la convivencia pacífica. Cuando la tolerancia reconoce la individualidad y la diversidad, se derriban las murallas que crean las discrepancias y se desintegra la intransigencia, hija del oscurantismo. Muchos hablan de la tolerancia, pero qué difícil es ejercerla cuando el “corazón es de piedra”, cuando pensamos que sólo nosotros tenemos la verdad y la razón.

Lamentablemente, en diversas ocasiones en nombre de la democracia se levantan muros, los que a la postre se convierten en centros de poder y de dominio totalitario, mediante los cuales se pretende imponer un sistema ideal para los pueblos, y lo único que se logra es someter a los habitantes de un determinado territorio a los designios de una casta o un grupo poder privilegiado.

A mi juicio, nuestra sociedad debería articularse sobre la cultura de la tolerancia, la comprensión, la inclusión, el pluralismo ideológico y el respeto por las diferencias de pensar y sentir de los demás; sin tener que recurrir a la violencia simbólica o concreta para imponer una ideología, una causa, un proyecto social o para forzar a los demás a que hagan lo que no quieren hacer.

En breves términos, es clave edificar una cultura de respeto de los Derechos Humanos y la Paz, con el fin de convivir y crecer en una sociedad justa, democrática, pluralista, en que hombres y mujeres puedan compartir en absoluta libertad sus sueños y utopías. Supongo que esta puede ser la mejor alternativa para sentirnos felices y plenos.

Hoy, más que nunca, ansío que se produzcan transformaciones profundas en la institucionalidad cultural. En lo inmediato, se cambie el paradigma cultural ambiguo, paternalista, centralista y subsidiario que nos rige, por otro democrático, fundado con la participación efectiva, organizada, y popular de toda la ciudadanía; dentro del cual se enfatice en los contenidos basados en valores humanistas, educativos, identitarios, pluriculturales, populares y regionales.

En la misma línea, tengo la esperanza que el flamante gobierno de Gabriel Boric defina claramente qué implica la acción pública en el terreno cultural y cómo se inserta en las estrategias de desarrollo social, nacional y local, con la intención de lograr resultados e impactos que trasciendan en toda la sociedad.

En el fondo, me sentiría gozoso que se reafirme la idea que la cultura es un elemento fundamental de la sostenibilidad, puesto que constituye una fuente significativa de energía, creatividad e innovación; sobre todo, ella – en su sentido más amplio de la acepción – es un recurso que, junto a otros, puede coadyuvar a las soluciones pertinentes de los diversos conflictos y tensiones sociales y económicas actuales, facilitando así el desarrollo integral de nuestra población.

Asimismo, me parece prioritario resolver las trabas perennes que extenúan a los y las gestores culturales: dificultades para disponer de espacios para crear, investigar, experimentar y representar sus montajes, burocratización e inaccesibilidad de los circuitos culturales, y, a última hora, la inexistencia de redes de producción y distribución de los artefactos artísticos.

Con la misma urgencia, se debe dignificar a los creadores y sus producciones. Finiquitar con la condición de fragilidad y los niveles de precariedad y empobrecimiento que existe en este ámbito. Este pensamiento en ninguna ocurrencia responde a nuestra subjetividad; en efecto, la situación resulta ser corolario del modelo político, social y cultural implantado y fortalecido por los gobiernos anteriores, lo cual ha impedido que los trabajadores y las trabajadoras del arte consigan el éxito en sus demandas explicitadas.

Bajo esas premisas, demando que se establezca en el país una estructura cultural democrática y popular. Que se democratice la cultura, o sea, que todos los estamentos sociales (sindicatos, juntas de vecinos, agrupaciones sociales y culturales) tengan una representatividad de manera efectiva y real, pues la cultura es un derecho. Esto significa pasar desde la “democratización cultural” a la “democracia cultural”. Aunque aparentemente ambos conceptos se parecen fonéticamente, no obstante, se traducen en concepciones diferentes, en cuanto la “democratización de la cultura” es un objetivo que antecede al de la “democracia para la cultura”.

Es evidente que la actual institucionalidad cultura aboga por la “democratización”, por consiguiente, su plan es hacer llegar la cultura a un número cada vez mayor de personas; de ponerlas en contacto con la realidad cultural en la que se encuentran inmersas y que constituye su “patrimonio”. Por ello, las políticas suelen adoptar una forma expansionista y patrimonialista, y se valen de estrategias apoyadas en la gratuidad para el acceso afectivo de la población a la cultura y las artes. La “democracia cultural” en cambio, se refiere a la devolución de las atribuciones gubernamentales que, en materia cultural, pertenecen originalmente a la sociedad. Dicho de una manera clara y fuerte: que la ciudadanía gobierne en este sector y no la burocracia estatal.

En otro orden de cosas, aspiro que las autoridades elegidas pongan en valor, resignifiquen y proyecten las culturas y las artes más allá de los recintos propios de la estructura institucional, creando originales artefactos culturales en los mismos espacios donde “el hombre vive y trabaja”; es decir, instalando en el seno del mismo pueblo instancias de formación, creación y proyección. A la vez, se invierta más recursos en infraestructuras y obras artísticas-culturales que beneficien a todos y todas, en especial a los sectores sociales más postergados (pobladores, niños, jóvenes y adultos mayores).

Que se pueda contar con asignaciones permanentes para aquellas organizaciones y hacedores que tienen un accionar sistemático y relevante en la zona de influencia. Que se incorpore en un Plan Estratégico Cultural valores intrínsecos de la cultura (creatividad, conocimiento crítico, diversidad, memoria, ritualidad, etc.).

No puedo dejar al margen, la tarea urgente de resignificar el papel de los municipios en el desarrollo cultural y en consecución de la “democracia cultural”. De esta suerte, es prioritario transformar la gestión pública monolítica, directa, a otra diferenciada por área administrativa, descentralizada, cooperativa, interinstitucional, personalizada por su medio de intervención y de acuerdo a sus funciones y públicos específicos, con la finalidad de crear una red de infraestructura cultural y públicos culturales, donde la intervención de las bases adquiera una significación central para promover la incidencia directa de la sociedad en la vida cultural del país y de un determinado territorio.

Bajo el constructo anterior, estimo que se puede encauzar la participación organizada de los ciudadanos de los municipios en la promoción y la difusión de la cultura, asesorándolos para que puedan identificar del mejor modo sus prioridades culturales locales. Igualmente, se puede determinar las inversiones reales que se necesitan para el desarrollo cultural que permitan elevar la cantidad y la calidad de los proyectos ciudadanos, y para resolver los problemas ya identificados, tales como: infraestructura, empleabilidad, derechos de propiedad intelectual, fortalecimiento de espacios, asignación de recursos financieros y humanos, entre tantos otros.

Asimismo, se podría promover la iniciación de estudios para medir en lo posible su eficacia e impacto social de los proyectos, y entender, al fin, su contribución al desarrollo social de la región. Estas investigaciones podrían contribuir al desarrollo de estrategias concretas, dentro de los programas rediseñados, para crear públicos, ampliar y afianzar los ya existentes, para fortalecer, en última instancia, la participación ciudadana en las culturas y las artes en la comuna y en la región.

Por último, el modelo de la “democracia cultural” facultaría que las políticas estén vinculadas con las expectativas sustantivas que tiene la ciudadanía. Esto contribuiría también a la creación y afianzamiento de públicos culturales en las regiones, y, por ende, a una mejor recepción de las medidas contenidas en las políticas culturales formuladas por el Estado.

Propongo que el Estado apueste, previamente, por una “educación para la cultura”, entendiendo que ella permitiría la realización de la existencia humana en todas sus formas y dimensiones para conseguir la plenitud y la felicidad de los chilenos y chilenas. Una “educación para la cultura” debe ponderar la idea que la educación y la cultura no se asimilan separadamente, sino por el contrario, en conjunto: aprendemos, creamos, recreamos la cultura desde todos los espacios de la vida cotidiana.

Esta articulación permite que surjan sujetos activos, reflexivos-críticos, protagonistas de los procesos creativos y, ante todo, con la capacidad de respetar las diferencias. Para su materialización, sin duda, debemos cambiar los propósitos de la educación neoliberal de “producir” profesionales para el mercado y no para ser felices.

Finalmente, a quienes siguen, de manera comprometida, la senda del caballero de La Mancha y, además, no comulgan con el fetichismo de la mercancía, les entrego mis superiores parabienes y elogios, por todo lo que con amor han entregado a su terruño, en pos de un espacio necesario para el desenvolvimiento de individuos empáticos, solidarios, anhelantes, creativos y críticos; a saber: ciudadanos y ciudadanas con conciencia social, en el sentido más profundo de la expresión.

De corazón, muchas felicidades para los creadores y creadoras.

Los comentarios están cerrados.