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Profesor Haroldo Quinteros Bugueño.-  Recordar en serio y de verdad el 21 de mayo es mucho más que las notas chauvinistas y a menudo... Prat, la Guerra del Pacífico y Balmaceda.

Profesor Haroldo Quinteros Bugueño.- 

Recordar en serio y de verdad el 21 de mayo es mucho más que las notas chauvinistas y a menudo xenófobas que en buena parte envuelven esta fecha, sin ningún análisis histórico y/o sociológico serio. El 21 de Mayo es la efeméride nacional que, por cierto, más que ninguna otra, encierra el mayor recuerdo que se tiene de la Guerra del Pacífico (o Guerra del Salitre, como con más exactitud se la conoce), iniciada en 1879; por lo tanto, el mayor símbolo de la victoria alcanzada por Chile en el conflicto armado más sangriento que vivió América Latina en el siglo antepasado.

No obstante, los hechos demuestran que sus frutos no lo fueron en la medida que realmente correspondía, si pensamos en el bienestar y felicidad del pueblo chileno, lo que, por supuesto, daría verdadero sentido al sacrificio de Prat, los suyos y de todos los compatriotas que murieron en esa guerra. La dura realidad tuvo su estallido sólo unos años después de la guerra, en 1891. Veamos, entonces, la historia ciñéndonos exclusivamente a los hechos:

Empecemos por don Bernardo O’Higgins. La historiografía oficial poco dice de su anhelo de hacer de América Latina una confederación de países férreamente unidos, conviviendo en paz y de modo cooperativo, tal como lo quisieron y propusieron los primeros revolucionarios independentistas latinoamericanos, Francisco Miranda y Simón Bolívar. Esa fue también, inequívocamente, la causa de nuestro libertador, Bernardo O’Higgins. El ilustre chillanejo veía a nuestros pueblos, además de desunidos, seguras presas de los imperios económicos extranjeros del siglo XIX, cuestión que revela mucha correspondencia suya con Bolívar y otros patriotas.

Es por esta razón que como genuino independentista y latinoamericanista, si hubiese estado en 1879 a la cabeza del país, no cabe la menor duda que O´Higgins habría intentado una solución pacífica a la Guerra del Salitre, y de no conseguirla, y además, ganarla, como sucedió, no habría permitido jamás la entrega de la riqueza conquistada a la voracidad del capital foráneo, como también sucedió. Pues bien, la misma oligarquía criolla que lo depuso en 1823, exactamente 68 años después, se asoció con el imperialismo inglés para obtener la explotación de la riqueza salitrera conquistada en la guerra. El primer presidente progresista y nacionalista de Chile José Manuel Balmaceda, en la línea de O’Higgins y de todos y cada uno de los Padres de la Patria, durante su mandato constitucional (1896-1891) optó por preservar para el Estado, en calidad de propietario, la mayor parte de la explotación y comercialización del salitre.

Fue por esta decisión que en agosto de 1891, el Parlamento de mayoría oligarca, le declaró la guerra, acto absolutamente ilegal y anti-constitucional. El levantamiento armado se inició con la batalla de Concón y terminó con la de Placilla, con la victoria de los conjurados. Así, la vieja oligarquía agraria ahora se transformaba en minera, y por primera vez llegaban a Chile mega-empresas extranjeras – sobre todo inglesas y alemanas- para explotar el oro blanco. Por lo tanto, la guerra civil de 1891 era, simplemente, y por primera vez, el enfrentamiento entre el Estado de Chile y el imperialismo mayor de esos tiempos, el inglés, auxiliado desde dentro por la oligarquía nacional. Si ha tenido cabida en el mundo el viejo aforismo que la historia se repite, eso fue lo que vivió Chile en 1973.

En 1891, el imperio británico fue el mayor financista y proveedor de armas para las tropas anti-gubernamentales, cuya cabeza y centro fue la Marina. Nótese que las fuerzas militares de la conspiración no eran encabezadas ni dirigidas en combate por algún militar chileno, sino por el coronel prusiano alemán Emil Körner y varios oficiales alemanes más, contratados en Berlín por los líderes civiles del levantamiento. La testera ideológica de la conjura la dirigía un inglés, John North, que se avecindó en Iquique durante varios años. North conspiró dentro del país directamente bajo instrucciones del gobierno británico, trasladándose por mar desde nuestro puerto a Valparaíso y de allí a Santiago. Así se iniciaba el fin del proyecto de Balmaceda: la riqueza minera debía ser nacionalizada hasta por lo menos un 90%, lo que significaría el comienzo del fomento moderno industrial fabril del país.

Cabe recordar aquí que el Ejército de Chile fue leal al Presidente, como así lo ordenaba la Ley, y fue derrotado por la Marina, apoyada en tierra por una pequeña parte del Ejército y un vasto número de mercenarios, comandados por los militares profesionales alemanes mencionados. Con el triunfo de North, Körner, el Parlamento y su ejército, el Estado de Chile perdía la posesión de una de las mayores riquezas del mundo de esos tiempos, el salitre.

En tres años de Guerra del Pacífico las bajas chilenas son imprecisas, aunque se las calcula como mínimo en poco más de 5.000 soldados. Esa suma se elevó al doble en sólo la semana que duró la insurrección contra el gobierno legítimo del país. El Presidente depuesto, asilado en la legación argentina, se suicidó un mes después de la derrota de Placilla, queriendo aplacar con su sangre el odio que desataron los triunfantes golpistas. No lo consiguió. Desde poco antes de su muerte fueron fusilados la mayor parte de los oficiales leales sobrevivientes del Ejército, y muchos civiles constitucionalistas fueron torturados y asesinados en las cárceles públicas.

Las casas de las personalidades presidencialistas fueron les fueron despojadas; otras, destruidas, incendiadas u objeto de pillaje; se expulsaron de la administración pública a los militantes del Partido Liberal, el de Balmaceda, y la Universidad de Chile fue intervenida y exonerados de ella los académicos y estudiantes sospechosos de simpatía con el mandatario ya muerto. Las misiones diplomáticas asilaron a los pocos personeros del gobierno que consiguieron llegar a ellas, entre ellos, el Ministro de Cultura de Balmaceda, el poeta Eusebio Lillo, autor de la letra de nuestro himno patrio.

Años después, en 1907, miles de obreros de las explotaciones salitreras, muchos de ellos veteranos de la guerra, fueron asesinados en Iquique en una masacre realizada por militares, por sólo pedir condiciones dignas de trabajo y de vida. Obviamente, Lillo no se refería a ellos en la letra de nuestro himno nacional (… «vuestros nombres valientes soldados…»), como tampoco a los que derribaron a Balmaceda.

Prat era un hombre de letras, fino, culto y respetuoso de las instituciones democráticas alcanzadas por Chile hasta esos años de nuestra historia. Poco antes de la guerra, se había graduado de abogado, y como lo revelan varias de las cartas que envió a su esposa Carmela Carvajal durante la guerra, su proyecto de vida era abandonar las armas para ejercer la abogacía. Su espíritu era no sólo el de un excelso patriota, sino el de un verdadero demócrata. Por lo menos, dos hechos lo revelan. Primero, su tesis de titulación se refería al sistema electoral chileno del cual, incluso, insinúa su perfeccionamiento.

Segundo, el día de su examen de grado, antes de entrar al aula universitaria en que lo esperaban sus examinadores, se desprendió del cinturón que sostenía su espada envainada, y lo colgó en el vestíbulo. ¡Qué muestra más grande de respeto hacia el poder civil, el saber y la cultura! En fin, es imposible poner en duda que Prat jamás se hubiese sumado a la traicionera y antipatriótica conjura que derribó al gobierno constitucional de Balmaceda.

En esta fecha, entender el origen político y las reales circunstancias históricas que llevaron a tres países hermanos a desangrarse, así como también aquilatar con la mayor exactitud la personalidad y los ideales civil-democráticos de Prat, es la mejor forma de homenajearlo.

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