Edición Cero

Claudio Aguayo Bórquez, Magíster en Filosofía (*) Uno de los errores fundamentales que puede cometer la izquierda chilena en la coyuntura abierta después del... El episodio del diputado Hugo Gutiérrez y el derrotismo de izquierda

Claudio Aguayo Bórquez, Magíster en Filosofía (*)

Uno de los errores fundamentales que puede cometer la izquierda chilena en la coyuntura abierta después del 18 de octubre, es el de considerar que la derecha está derrotada. Esto es de perogrullo. Como demuestra el episodio vivido por el diputado comunista Hugo Gutiérrez, la derecha se foguea todavía en al menos dos elementos que le permiten una pomposa recomposición: la subjetividad neoliberal y el ejército, columna vertebral del capitalismo chileno. Diría en cualquier caso que estos dos elementos configuran una unidad, en la medida en que no hay subjetividad chilena, ideología nacional chilena sin el ejército. Para utilizar un término del filósofo francés Etienne Balibar, la etnicidad ficticia de la chilenidad se constituye a partir de una epopeya nacional en la que el ejército es un mito fundante.

Los chilenos habríamos experimentado al mismo tiempo la unidad de nuestra raza y nuestro ejército: el padre de las glorias armadas de Chile sería no tanto O’Higgins, sino Lautaro, no los terratenientes semi-feudales conocidos como próceres de la independencia, sino el “pueblo araucano” que en su encuentro guerrero y militar con los colonos españoles habría dado a luz al mestizo nacional—luego convertido en huaso, roto, entre otras figuras de la nacionalidad.

El hecho de que hayamos llamado durante siglos al pueblo mapuche con un nombre impostado—araucanos—y heredado de un poema épico-militar, “La araucana” de Ercilla, da cuenta de esta situación, derechamente siniestra. El origen de la chilenidad estaría entroncada a los ejercicios de guerra. Ideas de un pueblo nacional indomable, de una “raza militar”, como expuso en los años cuarenta el general Indalicio Téllez, o la comprensión nazi-esotérica de Miguel Serrano en la que Chile viene del alemán Schillen, que quiere decir espada, son todos episodios mito-poéticos del alma nacional, algunos más estrafalarios que otros.

Sobre todo, cabe señalar que están inscritos en cierto super-yo nacional inculcado no por gracia divina ni genética hereditaria, sino a través de aparatos situados de reproducción y difuminación de la ideología dominante y su mencionada etnicidad ficticia: la escuela, la cultura nacional, la televisión, etc. En términos ideológicos, el pinochetismo es un episodio más—quizás el más relevante—de lo que podríamos llamar el ideologema nacional miliquero. La fotografía de Pinochet disfrazado de lonko, felizmente recordada por el antropólogo André Menard, funciona como imagen-dialéctica de la ideología nacional. Si Hugo Gutiérrez ha cobrado una relevancia para muchos macabra en la esfera mediática reciente, es precisamente porque la oposición frontal a los militares, la exposición de comportamientos que lesionan la autoridad mitológica del ejército, son formas que hieren una subjetividad profundamente anclada en lo que deberíamos llamar psique chilena. Para esta psique nacional y sus estructuras superpuestas de subjetividad, la desobediencia ciudadana frente a los militares representa un episodio traumático—y no es casual la profunda neurosis que ha desatado.

Subjetividad neoliberal y ejército, entonces, son al menos dos componentes importantes que la derecha puede gozar como subterfugio en momentos de crisis extrema. El ejército bien podría incluso comprometerse en desarrollos bonapartistas—en el sentido de Trotsky—en la medida en que asumiría el rostro más corporativo-estatal de una derecha demasiado comprometida con el liberalismo a ultranza de Milton Friedman y la denegación de toda relación social de principio común, como una forma de totalitarismo o colectivismo. Esta suerte de bonapartismo tuvo contados pasos al acto en la revuelta de octubre, cuando militares salieron a las calles a amparar repartición de alimentos y abrazar ciudadanos descontentos. Ha sido, por ejemplo, la retórica de Hugo Herrera, filósofo de derecha bastante criticado por sus pares ultra-neoliberales, quien ha retomado los discursos de la derecha del centenario y el ensayismo corporativista-nacional de Mario Góngora para pensar el misterio del pueblo de Chile y la necesidad de ofrecerle una forma, es decir, un orden nacional trascendente.

Los peligros de esta opción saltan desde luego a la vista. Ni mencionar su parecido con las formas de “nacionalismo suplementario” (Jacques Derrida) que en nombre de una ruptura con aquello que el sentido común identifica como de derechas—en el caso chileno el estricto miltonfriedmanismo—podrían dar a luz formas denodadas de esencialismo fascistoide. Pero aparte de este rol del ejército la derecha tiene desde luego la clave de una posición de clase autónomamente asumida. Llama la atención la seriedad con la que han asumido el debate post-18 de octubre, produciendo libros, papers y una ensayística envidiable: Valentina Verbal, Carlos Peña, Eugenio Tironi, Benjamín Ugalde, el mencionado Hugo Herrera, Arturo Fontaine y algunos difíciles de ubicar como Alfredo Jocelyn-Holt, escriben profusamente las lecciones de aquello que es concebido como una ruptura. Para bien, o para mal.

El problema básico al que se confrontarían las posiciones de izquierda sería no sólo la cuestión hermenéutica acerca del 18 de octubre, las claves de interpretación de la revuelta y la crisis, sino la ausencia total de estrategia. Ante la ausencia de estrategia, hay dos vías fáciles. La primera es reclamarla con ahínco y vociferación como si fuese Atenas saliendo de la cabeza de Zeus. La estrategia es el producto—siempre inestable—de una serie de dispositivos molares y moleculares, para utilizar la terminología de Deleuze: es decir que conjuga los llamados movimientos y flujos micropolíticos con una lectura de la situación de ruptura en términos más generales. Si opera desanclada de la serie de pasiones y afectos de la multitud, se convierte en enunciación aislada—palabra vacía. La segunda posibilidad ante la ausencia de estrategia es convertir la derrota en una excusa para pasar a la acción en las actuales condiciones al costo que sea.

Ya que no tenemos estrategia y la derecha todavía cuenta con las mejores armas: intelectuales, propiedad sobre los medios de producción, ejército y ordenamiento subjetivo, la opción sería apañárselas para subsistir y obtener lo que, sibilinamente, se hace llamar un triunfo concreto—o más honestamente, una derrota digna. Esa es la lectura que está detrás de la creciente sujeción del Frente Amplio a las reglas del juego político neoliberal, incluyendo el “acuerdo constituyente”—y de su aparente buena voluntad para negociar con la derecha. Esta es una concepción de las correlaciones de fuerzas, para usar el viejo término leninista, que concibe el despliegue de lo social como una estructura de presencia estática, en la que la fuerza actual de la burguesía y las fuerzas dominantes aparecen como un elemento más o menos inmutable.

Ninguna teoría de la coyuntura puede configurarse a partir de esta ideología de la presencia plena de las fuerzas que son arrojadas al torrente de la lucha de clases. De hecho, se parte de un principio racionalista según el cual es posible controlar las cosas a nuestro antojo—obviando lo más llamativo del 18 de octubre, su rasgo de espontaneidad imprevisible—y, a partir de ese voluntarismo, se renuncia a sostener cualquier posición que pueda ser vista como intransigente, dura, etc. Curiosa reversibilidad que había visto el filósofo comunista Louis Althusser en 1962, cuando precisamente señaló que el reformismo economicista y el voluntarismo de ultraizquierda constituyen un ideograma reversible.

En mi opinión, cuando se dice que la izquierda chilena fue incapaz de imprimirle cualquier tipo de carácter, sello o lo que sea—y todas esas pretensiones me parecen profundamente sospechosas—a las movilizaciones espontáneas de la insurrección de octubre por su alejamiento de la base social que dice representar, se cae en un error que Ernesto Laclau identificó tempranamente en el marxismo ortodoxo: el desprecio por el orden del significante y el discurso. Es evidente que, tal como ya señalé, no hay estrategia sin conexión fluida y composición afectiva con lo que se llama usualmente masas, pero al mismo tiempo esa composición afectiva no deja de estar cruzada por los referentes simbólicos visibles, a veces violentos, que circulan y rasgan las relaciones sociales.

Vuelvo al episodio Hugo Gutiérrez. Puede que las reverberaciones traumáticas que tiene en la ideología nacional chilena cualquier actitud desatenta con los militares, en tanto columna vertebral mitológica de Chile, sean evidentes y mediáticamente aprovechadas. ¿Quiere decir eso que llegó la hora de tratar a los militares como se lo merecen, es decir con la devoción y compungimiento colonial transmitidos en los aparatos de reproducción ideológica? La respuesta me parece obvia. Es sólo a costa de sostener una posición de ruptura con esta ideología nacional que una posición comunista en Chile podría sostenerse. De ahí la débil fuerza, al decir de Walter Benjamin, de este gesto—que consiste básicamente en denegar la sacralidad de las autoridades militares.

La historiadora de derecha Valentina Verbal no ha tenido dudas en señalar, de modo bastante abierto y crítico, que la derecha ha concedido demasiado a la discursividad de izquierda, por el sólo hecho de reconocer públicamente que la desigualdad podría ser el motivo detrás del estallido social de octubre. La paradoja se podría leer del modo siguiente: la derecha intelectual sabe que en una coyuntura de izquierda, el máximo peligro para la derecha es izquierdizarse. Hay un principio de insistencia que podríamos llamar el mínimo común de toda resistencia estratégica—y que Alain Badiou ha entendido como fidelidad al acontecimiento, a lo que octubre nos abrió, sin duda, aunque sin convertirlo en un estadio del espejo de nuestro narcisismo izquierdista.

En otros términos, sin que octubre devenga ese momento espectacular en el que podemos restregar eternamente nuestra melancólica culpa por no haberlo convertido en revolución social, queda aún la necesidad de sostener con ese momento cierta fidelidad. En una famosa carta a Soderini escrita por Maquiavelo, encontramos tal vez una de las claves para desatar este nudo coyuntural al que nos invita el Frente Amplio—la moderación, asumir la derrota, ir con lo que tenemos—incluso en la voz de algunos de sus intelectuales. Maquiavelo señala ahí que la mutación de los tiempos y cosas del mundo es tan contingente y variable, que pareciera que la fortuna nos sostiene bajo su yugo. Quien supiera mudar con tiempos y cosas, indica el florentino, gozaría siempre de buena fortuna.

La reflexión maquiaveliana no compete tanto a una forma republicana de oportunismo frente a las circunstancias como a la posibilidad de una duración política contingente. Es decir, a la necesidad de un principio. La derecha nos lleva la delantera: sabe que para avanzar, lo primero que necesita no es ni siquiera ponerse de acuerdo, sino recuperar la fidelidad con su propia coyuntura—el pinochetismo, el alma nacional, el ejército, la burguesía. En eso están trabajando de modo casi frenético sus militantes e intelectuales. Nuestra coyuntura es octubre y la insurrección en la que cumas y viejos luchadores sociales se volvieron a reencontrar después de la fractura neoliberal concertacionista, y la vocación constituyente su resultado más evidente. Esa vocación no es ni un pliego de peticiones avanzado, ni una reconciliación nacional. Es una vocación—perdónenme la palabra—que tiene rasgos destructivos: invita aun horizonte post-capitalista. Sin la necesidad de asumir gestos proféticos, parece obvio que las grandes concesiones a la clase dominante serán, tarde o temprano, vistas como una nueva traición de la izquierda. Insistir en una posición implica riesgos, por supuesto. Denegarla en nombre del pesimismo y la realpolitik transicional, sin embargo, podría ser el comienzo de lo peor.

(*) Candidato a Doctor en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Michigan, USA. Magíster en Filosofía Universidad de Chile. Profesor de Filosofía UMCE. Correo electrónico claguayo@umich.edu

Los comentarios están cerrados.