Juan Pablo Cárdenas/ Periodista, Director Radio y Diario UChile
Radio UChile/ La ilegitimidad e insolvencia de un tribunal se hacen ostensible cuando sus resoluciones son determinadas por la composición política de sus integrantes. Así como las cortes de justicia del país se hicieron cómplices y encubridoras de la instalación de la Dictadura y sus despropósitos, hoy el Tribunal Constitucional, por mayoría de sus miembros, se ha consolidado en un gendarme de la institucionalidad determinada por la Carta Magna de Pinochet y solo remozada por los gobiernos y parlamentarios que le sucedieron.
Nuestro Congreso Nacional tiene en el Tribunal Constitucional una tercera cámara con más poder de resolución que las otras dos, y lo que decidan los parlamentarios ya ha pasado a ser habitual que lo enmienden los pretendidos jueces institucionales. De la misma forma que el Ejecutivo y la Corte Suprema, así como la propia Contraloría General de la República, tienen una supra autoridad en estos “magistrados” elegidos por su orientación política e ideológica, más que por su trayectoria profesional y arraigo ético.
En esta situación, son los ciudadanos los que siguen interdictos democráticamente hablando, puesto que sus decisiones supuestamente delegadas en sus representantes suelen ser enteramente burladas por un puñado de jueces supremos y omnímodos. De verdad, es vergonzosa la forma en que el país elige diputados y senadores que le arrebatan millonarios recursos al erario nacional, aunque no tengan ninguna capacidad de hacer respetar sus acuerdos. Incluso los más transversales a las distintas bancadas legislativas.
Así como nos abochorna que los moradores de La Moneda sean digitados por las grandes empresas (además de estar acotados por este Tribunal) también lamentamos que nuestras cortes de justicia tengan por encima un tribunal verdugo llamado a interpretar la forma y el contenido de la Constitución de 1980, sacralizada por la posdictadura que ya se encamina a completar treinta años. Es decir, mucho más tiempo que el que se tomó en el gobierno quien nos impusiera esta camisa de fuerza institucional.
Entendemos que los últimos acuerdos del Tribunal Constitucional han incomodado, incluso, a Sebastián Piñera y a sus colaboradores. Ni ellos supusieron que los miembros del Tribunal iban a demostrarse tan abyectos a los sectores más reaccionarios del país como, por ejemplo, frente a los que postulan el ideal del lucro en la educación. Se pensaba que lo obrado en esta materia, como respecto del aborto en tres causales, ya era asunto zanjado y que no valía la pena reflotar los incordios en beneficio de una administración destinada, por sobre todas las cosas, a recuperar nuestra economía y el pleno gobierno de los más ricos sobre los pobres y la clase media. Esto es, el régimen en que el dinero y la práctica sistemática del cohecho sean los que manden, compren las conciencias políticas y les entreguen soberanía y señorío sobre toda nuestra geografía a los inversionistas foráneos y nacionales.
En este cuadro, tal pareciera que los menos volátiles son los integrantes de la mayoría política del Tribunal Constitucional. Ellos están decididos a ser los más ultras, hasta pasarle por encima a los sectores de derecha que los han avalado constantemente, pero son capaces de discernir que hay asuntos en que deben contemporizar más con sus adversarios. Demostrar algo más de flexibilidad para no poner en riesgo el orden vigente que tanto les acomoda y que también ha terminado por seducir a los concertacionistas y a la propia izquierda de pasado tan rebelde y vociferante.
Pero estos últimos incidentes a lo que han contribuido más es a convencernos de que es la Constitución vigente la que hay que derribar; así como a abundar en la convicción de que no vivimos en un régimen democrático, esto es en una verdadera soberanía popular. Que nuestros supuestos representantes en el Gobierno y el Poder Legislativo son, en realidad, elegidos solo por la mitad o menos de los ciudadanos y mediante el ejercicio de muchas trampas vigentes en la Ley Electoral, como las que todavía permiten que el dinero sea el rector de las decisiones que se supone son las que convienen a los chilenos.
Las nuevas autoridades de La Moneda, así como las que los antecedieron, dejaron para el final o para siempre descartada la posibilidad de una nueva Carta Fundamental y, con ello, una asamblea constituyente. Así como en tantas cosas, Michelle Bachelet nos hizo la jugarreta de enviar un proyecto en esta materia que ni siquiera alcanzó a ser discutido y consensuado por su gabinete o Comité Político. Nada más que para que se registrara que ella supuestamente era partidaria de una nueva Constitución pero que en ocho años de gobierno no viera la luz pese a esta estratagema final que solo le sirve a Piñera para desestimar completamente la idea de ponerle fin al régimen político, económico social y cultural tutelado por las Fuerzas Armadas.
Lo más probable es que ahora el oficialismo y sus adláteres en la oposición concuerden en negociar más reformas cosméticas a nuestra institucionalidad, pero que en ningún caso sirvan para emprender auténticas reformas y más bien consoliden nuestro actual sistema tributario, previsional, así como el lucro en la salud y la instrucción pública. Que les permita a los militares seguir entretenidos en la adquisición de material bélico, como aquellos aviones de combate de última generación que ya surcan nuestros cielos para deleite de los uniformados y satisfacción de los políticos afanados en los votos que les proporciona el patrioterismo más ramplón. Mortíferas y onerosas aeronaves que, para colmo, se van desbaratando en sus piruetas y acrobacias de tan alto costo económico y hasta riesgo para la población.
Es hora que las organizaciones sociales y los grupos políticos más vanguardistas, serios y consecuentes retomen sus movilizaciones por exigir una Asamblea Constituyente de la cual nazca y se legitime una nueva Carta Fundamental. Y que esta vez no se ceda a procesos distractivos como los del gobierno anterior, que solo tuvieron la intención de aquietar las demandas que prendían de norte a sur para terminar ofreciendo una solución tardía de la que nadie siquiera sabe de qué se trataba. Y que ha sido, por supuesto, desestimada totalmente por los nuevos gobernantes.