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Iván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior. Hace pocos días nos hemos enterado de un nuevo revés que ha sufrido las artes... Problemática cultural en Iquique y políticas culturales

Iván-Vera-Pinto-Soto-dramaturgo-ok-comenIván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior.

Hace pocos días nos hemos enterado de un nuevo revés que ha sufrido las artes escénicas y, por ende, otro factor negativo que terminará por resentir aún más el desarrollo artístico en nuestra ciudad: la Sala de Teatro Antifaz cierra sus puertas. Este anuncio de sus directivos se debe principalmente por la falta de apoyo continúo por parte de la institucionalidad cultural existente y por la ausencia de nuevos sustentos financieros de la empresa privada.

Esta infortunada noticia se suma a otros problemas que persisten en nuestra localidad, tales como: ausencia de espacios culturales con infraestructuras adecuadas, cesantía laboral de muchos artistas, artesanos y gestores culturales, disminución de público en las actividades artísticas locales, falta de recursos materiales y económicos para la sustentabilidad de proyectos, inexistencia de una política regional cultural y divorcio social de muchos ciudadanos que se encuentran marginados de los beneficios que podrían generar la existencia de un Plan Regional de Cultura.

 Todos estos antecedentes no son nuevos, ya que se arrastran por mucho tiempo y se replican en otras ciudades del país, lo que demuestra en definitiva que el sector cultural tiene poca o casi nula capacidad de influencia sobre las políticas de desarrollo. Sumemos a ello, la carencia  de indicadores suficientemente adecuados para medir y evaluar el impacto de las políticas culturales que se han elaborado a nivel de cúpulas de poder, entre otras falencias para estudiar.

En primer lugar, digamos  que las políticas culturales generadas en los últimos tiempos por el Estado chileno aún no logran consolidarse como políticas públicas, aunque se puede reconocer algunos avances en relación a dos decenios atrás. En consecuencia, mientras el sector cultural no se fortalezca no podremos garantizar que la cultura determine el rumbo del desarrollo y que, además, la cultura logre constituirse en el eje articulador de todas áreas de desarrollo. Por supuesto, al hablar de desarrollo tenemos que entender que este debe asegurar la protección de los derechos culturales y la generación de prosperidad económica y social para todos los ciudadanos.

Es probable que el avance registrado en la conformación de una institucionalidad cultural que serviría de base para la futura constitución de un Ministerio de Cultura, no satisfaga las múltiples demandas de este sector y la visión paradigmáticas de muchos gestores culturales que se muestran escépticos ante el actual panorama, pues entienden que el tema en cuestión no se circunscribe únicamente al ámbito de la gestión, de los recursos económicos o del control administrativo. Sin duda, la problemática es mucho más profunda y está mediada por un modelo cultural diferente al planteado hasta hoy por los grupos políticos hegemónicos que se alternan en el poder político nacional.

Tal como lo señala Víctor Manuel Rodríguez, en “Políticas Culturales y Textualidad de la Cultura: Retos y Límites de sus Temas Recurrentes”, (2002:2), la política cultural no es lo que hacen las instancias culturales,  en términos de regulación, gestión y control, sino que son intervenciones realizadas por éstas, pero también por las instituciones civiles, los grupos sociales y los agentes culturales a fin de orientar sus agendas políticas, satisfacer sus necesidades culturales y obtener algún tipo de consenso en torno a un tipo de orden o transformación social. Del mismo modo, el autor pone acento que la política cultural debe  apuntar hacia la configuración de un espacio donde puedan convivir culturas distintas. La tesis del pluralismo nos presenta la cultura como un espacio interdisciplinario donde se conjugan puntos de vistas y prácticas diversas con el fin de dar solidez al espacio social.

Por otra parte, de manera consecutiva, los representantes oficiales de la cultura se han jactado por exhibir un impresionante registro de actividades y eventos realizados en sus carteras; pese a ello estas acciones todavía no logran sustentarse en estrategias nacionales ni regionales que le den trascendencia e impacto significativo en la población. La realidad objetiva nos demuestra que no basta tener “Fondos Concursables” o contar con una programación repleta de acciones culturales que presumen seguir algunos lineamientos teóricos, pero que para la mirada de los ciudadanos operan como meras manifestaciones del llamado “activismo cultural” que por lo demás estamos acostumbrados a observar. Precisamente, a modo de hipótesis, sostengo que esta es una de las variables que confabula en el cierre de salas de arte, en la desaparición de cultores, en el estancamiento artístico y en escaso avance de la embrionaria industria cultural.

En cambio, los países que han tomado la decisión política de considerar la cultura como la palanca de desarrollo, han establecido estrategias que propenden a la  evolución de ciudades creativas, esto supone introducir nuevos lineamientos en los esquemas organizativos y de funcionamiento de los modelos de gestión urbana, con el fin de alcanzar un desarrollo urbano sostenible para todos los ciudadanos, ligados a valores culturales representativos del país y de cada región.

En segundo lugar,  de los miles de proyectos culturales realizados no tenemos la certeza que todos ellos hayan contribuido a coadyuvar los cambios sociales y culturales que demanda la población nacional y regional. ¿Qué ha faltado?

Indudablemente claridad y ausencia de un fin concreto, objetivo y cuantificable. Existe la dificultad básica de la evaluación de las políticas culturales, no obstante el alto consenso en la finalidad de “servir al interés general” que dicho proceso tiene. Los expertos en el tema saben perfectamente que existe una ausencia de evaluación de la acción pública en cultura. Ella es una importante herramienta de gestión, pues es un sistema de monitoreo que valora los resultados e impactos de los programas que se han desarrollado, y determina lo que se ha hecho y cómo se ha hecho a partir de una planificación democrática.

Debemos reconocer que la cultura de la evaluación de las políticas públicas en Chile es un tema complejo, toda vez que no existe consenso sobre la real vocación del sistema público chileno a examinarse con ojos críticos. Por lo demás, pareciera que la evaluación se centrará preferentemente en el control de gestión, no así en la evaluación del impacto de las iniciativas culturales.

En tercer lugar, la institucionalidad cultural propaga la idea de la “participación ciudadana” y de “democracia”. Para este propósito utiliza como mecanismo principalmente la conformación de “delegados regionales de cultura” quienes periódicamente analizan y proponen nuevas ideas que retroalimentan al sistema. La pregunta que surge: ¿Son verdaderamente representativos aquellos encargados de todo el universo y de los intereses de la población de una región?  Aclaro que no tengo elementos de juicio para dudar de las competencias y habilidades de los profesionales que participan, sino más bien me refiero a si estos personajes cuentan verdaderamente con un respaldo social que los ampare y les dé real representatividad, más aún cuando entendemos que la cultura es una acepción mucho más amplia y totalizadora que el simple concepto de Bellas Artes.

A buen observador podemos identificar que estos agentes no representan a las Juntas de Vecinos, a los sindicatos, a las agrupaciones sociales y culturales autónomas, a los movimientos sociales y al ciudadano común y corriente que vive divorciado socialmente de estos temas.  A todas luces, se prefiere mantener la dinámica en donde las elites (intelectuales, burócratas y “expertos”) deciden lo que debe o no hacerse en este ámbito. Igualmente, nadie puede desmentir que en nuestra comunidad la participación real y organizada de los ciudadanos es muy tímida y casi nula, porque no existen los canales, los mecanismos y la voluntad política para hacerlo.

Desde hace mucho tiempo diversos gestores culturales hemos sostenido un cambio radical del modelo cultural existente, por otro que permita transformar la actual estructura paternalista, burocrática y centralizada en Santiago, por una nueva estructura democrática, popular y regionalista. Asimismo, se ha discutido la posibilidad que las organizaciones de base (sociales y territoriales) tengan mayor injerencia en las decisiones y que sus representaciones sean efectivas y reales. En otras palabras, procurar “democratizar la cultura” desde las organizaciones sociales hacia arriba de la pirámide social, de manera efectiva.

En tanto, también exigir más recursos para la cultura, pero no para aumentar la planta burocrática, sino para instalar obras y espacios que beneficien a todos y a todas, en especial a los sectores sociales postergados socialmente (pobladores, niños, jóvenes y adultos mayores). Generar un Plan Estratégico Cultural Regional, levantado desde las bases y no de las oficinas de los funcionarios de turno, que incorpore los sueños y demandas de todos y todas las personas de este territorio.  Contar con subvenciones permanentes para aquellas instancias y hacedores que tienen un accionar sistemático y relevante en la comunidad. Las creaciones culturales no pueden vivir de miserables dádivas del Estado, como tampoco el artista puede subsistir en base a proyectos o a préstamos de los bancos asociados al aparato gubernamental.

Pero incluso es más peligroso que el Estado a través de sus instituciones motive y oriente a los hacedores a adscribir su trabajo y producción al desarrollo de una sociedad de mercado: lo que implica la mercantilización, diversificación y masificación de sus creaciones, obligándolo con ello a ser parte del engranaje de la globalización y del mercado, como supuesto camino para su propio desarrollo, pero que en definitiva lo conduce a la homogenización de gustos, valores y concepciones.

Otro de los retos es democratizar la cultura para que se difunda y proyecte más allá de los “templos de la cultura” y las “torres de Babel” y, por consiguiente, se genere nuevos productos culturales en los mismos espacios donde el hombre vive y trabaja; creando en el seno del mismo pueblo sus propias instancias de estudio, creación y proyección; pero no solamente a nivel de talleres o instancias menores, sino con la creación de Escuelas, Institutos y Centros de Estudios pertinentes.

En rigor, es perentorio demandar a las autoridades que se funden Centros de Formación y Perfeccionamiento Artístico Regional, en donde se dicten cursos sistemáticos y regulares, post títulos, postgrados, seminarios, congresos, diplomados para todos los artistas y gestores culturales. En este plano, la mejor senda a seguir si queremos nivelarnos para arriba es, sin duda,  no continuar privilegiando el “activismo cultural” y eventos menores que se pierden en el tiempo y que sólo benefician a las minorías.

En resumen, tomando como ejemplo el cierre de la sala de teatro que citamos, las políticas culturales deben establecer y proponer marcos de protección y fomento de la cultura y de su patrimonio, para ello debe considerar una mirada más crítica y humanista de la situación de la sociedad y de los ciudadanos, más allá de cualquier propósito que contenga la estructura hegemónica nacional y la uniformidad del dominante proceso de globalización.

Y, conjuntamente, concebir políticas que faciliten y aseguren la construcción de una identidad y una cultura pertinente a cada región para evitar la alienación y la destrucción cultural local. Todo ello lleva a una redefinición de las políticas culturales, dotándola de sentido al espacio cultural propio, sea este nacional o regional, devolviendo de esta manera al ciudadano de libertad y soberanía frente a la cultura, donde se sienta vinculado a su propia identidad por sobre los mandatos del mercado y cualquier visión etnocentrista.

Finalmente, si realmente queremos generar cambios en la institucionalidad cultural y en la sociedad toda sin tomar el poder político, tenemos también los artistas y ciudadanos en general salir de la práctica alienante de hacer “arte por el arte”, “por amor a la cultura”, es decir meros productores de objetos estéticos, manteniendo con ello una postura pasiva hasta la hora que nos dejan en la calle. No quiero negar que en nuestro medio no existan acciones y representantes que apuntan a generar cambios sociales a través de las herramientas del arte, pero reconozco que tienen poca visibilidad, fuerza, unidad y alcance social. Por ende, es un reto para todos quienes estamos involucrados en este quehacer a generar formas de resistencias y estrategias de lucha para cambiar el actual escenario de las artes y la cultura.

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