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Iván Vera-Pinto Soto/  Antropólogo Social, Magíster en Educación y Dramaturgo Puedo asegurar que casi todos los antiguos iquiqueños tenemos guardado desde niño algún relato... Santa María de la flor roja

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Iván Vera-Pinto Soto/  Antropólogo Social, Magíster en Educación y Dramaturgo

Puedo asegurar que casi todos los antiguos iquiqueños tenemos guardado desde niño algún relato asociado a la tragedia obrera ocurrida en la oscura tarde del 21 de diciembre de 1907, en la Escuela Domingo Santa María. A pesar que las letras oficiales durante muchos años ocultaron la masacre, sin embargo, en nuestras familias hemos escuchado macabras historias que nos han remecido, como aquella que señalaba: “fueron tantos los muertos que la sangre se desplazaba como un río cuesta abajo por la calle Zegers”, u otra que decía: “eran muchos los cadáveres que cuando los echaron en una fosa común, la sangre enrojecía rápidamente el sello de cal”. Estos testimonios, así como otros más, no sólo han sido confirmados por numerosas investigaciones históricas, sino también que se han entregado mayores antecedentes de la acción demencial de las fuerzas armadas chilenas contra sus propios compatriotas y extranjeros desarmados.

Hoy, conocemos ampliamente las desgarradores contradicciones que existían a comienzo del siglo XX entre la clase oligárquica y el proletariado chileno. Evidentemente que el descontento no fue exclusivamente de los obreros pampinos, sino también de todos los trabajadores que se expresaba en las continuas movilizaciones sociales y en la oleada huelguística que había en el país. Es por ello que la clase dominante no dudó ni un minuto en reprimir y sofocar el movimiento huelguístico de Tarapacá, el cual comprometía sus intereses y los del capital extranjero, especialmente el inglés.

Cabe recordar que las demandas que sustentaba el movimiento obrero ni siquiera podría ser tipificado radical, ni mucho menos, revolucionario: Salarios según cambio fijo de 18 peniques; libre comercio en las oficinas; ‘fichas’ que se recibiesen tuviesen el mismo valor que el dinero; seguridad para los trabajadores, control de medidas y precios; pago de desahucio, o indemnización equivalente, de dos semanas; instrucción para los trabajadores; protección laboral para los obreros huelguista.

En definitiva, las peticiones de los mineros que acceden masivamente a Iquique a mediados de diciembre de 1907 no pudieron ser más modestas y razonables. Eran demandas que apuntaban a situaciones tan elementales como impedir que la creciente inflación les disminuyera drásticamente sus salarios; establecer condiciones de seguridad mínimas en un oficio tremendamente peligroso; terminar con un conjunto de abusos e irregularidades evidentes y obtener alguna posibilidad de educación, en lugares inhóspitos que no contaban con ningún servicio público. Por lo demás, en todo el proceso de negociación, el movimiento tuvo un accionar pacífico y responsable, considerando que fueron varios miles de mineros con sus familias los que se congregaron en Iquique. En la semana que estuvieron asentados en la ciudad no provocaron ningún daño a personas o bienes públicos ni privados, inversamente a las histéricas notas periodísticas que aparecieron en los diarios de la clase dominante.

Hasta ese tiempo, nadie podía imaginar que las armas sepultarían a la mayor demostración de fuerza de los trabajadores de Tarapacá. Del mismo modo, nadie podía sospechar que esos valerosos soldados de la Guerra del Pacífico abrirían fuego y matarían cerca de tres mil obreros chilenos, peruanos y bolivianos que luchaban por sus justas reivindicaciones y derechos laborales. Como una maldición esta funesta historia, teñida de sangre y fuego, volvió a repetirse una y otra vez en la pampa nortina y a lo largo del país.

A partir de esta página negra de la historia de Chile, no pocos artistas han testimoniado con sus creaciones a los héroes anónimos que ofrendaron sus vidas por las justas peticiones en la Plaza Montt. Infundidos en un espíritu crítico y visionario músicos, teatristas, literatos y artistas visuales han vuelto a retratar los trágicos sucesos del norte grande para que las futuras generaciones no olviden nunca la dura lección de los obreros.

En este periplo de la memoria encontramos al «Canto a la Pampa», del poeta Francisco Pezoa, primera muestra literaria obrera de lo ocurrido en 1907. «Revolución en la Pampa», de Theodor Plivier, (1937); «Hijo del Salitre», de Volodia Teitelboim (1952); “Norte Grande” de Andrés Sabella (1959); «La luz viene del mar», de Nicomedes Guzmán (1951); «Los Pampinos», de Luis González Centeno (1956); «Santa María», pieza teatral de Elizaldo Rojas (1966); La Cantata de Luis Advis y Quilapayún (1969). Sumemos «Santa María del Salitre, de Sergio Arrau «(1989); «Santa María de las Flores Negras», de Hernán Rivera Letelier (2002).Asimismo existe una visión fílmica de Miguel Littin, «Las Actas de Marusia»(1976), entre los más destacados. Sin duda, el arte con su poder de recreación de ambientes, escenarios, personas, sensibilidades y vidas a veces es mucho más emotivo e impactante que miles de palabras juntas.

Junto a los artistas, también se han sumado importantes contribuciones dadas por los investigadores sociales, tales como: Eduardo Deves,”Los que van a morir te saludan” (1987), Mauricio Gatica, “Testimonio de una Matanza” (1987); Mario Garcés. “Crisis social y motines populares en el 1900” (1991); Pedro Bravo, “Raíces del Teatro Popular en Chile” (1991); los escritos de varios investigadores compilados en el texto “A 90 años de los sucesos de la Escuela Santa María” (1998); Sergio González, “Hombres y Mujeres de la Pampa” (2002) y los textos de un colectivo de oficios varios, recopilados en “Arriba quemando el sol” (2004).

De esta manera la sensibilidad artística y el trabajo de historiadores progresistas han permitido mantener viva en la memoria del colectivo las imágenes de un pasado que habitualmente en los libros escolares no se registran, pero que no se pueden borrar aunque pase muchos años.

Todos los años, trabajadores y ciudadanos en general, tenemos el compromiso de conmemorar la Masacre de la Escuela Santa María, con el propósito de hacer memoria y en ese retorno que hacemos están los afectos y las nostalgias contradictorias ante un lugar abominable y entrañable a la vez. Con todo, la comunidad puede no necesitar el lugar físico para continuar con su fraternidad; pero sí necesita anclar la memoria colectiva en una representación simbólica que trascienda a la comunidad particular y la intimidad de los trabajadores asesinados en ese espacio. Por lo mismo, lamento que durante mucho tiempo ninguna autoridad ni organización política o social se haya encargado de construir un espacio digno para homenajear a los trabajadores asesinados. Penosamente el pequeño monolito levantado en la esquina de las calles Amunategui y Latorre sufre el rigor de la desprotección y el olvido permanente.

Por el universal simbolismo y la trascendencia que tiene la sangre inmolada por los trabajadores, creo que es un deber moral de las futuras autoridades y de la ciudadanía establecer esta fecha como el “Día del héroe del pueblo”. Propongo esta moción, pues considero que los iquiqueños y todos los chilenos comprometidos con su tradición y su identidad, no pueden ni deben soslayar este día que enluta a todos los trabajadores de Latinoamérica. Por lo demás, me parece crucial que, tal como las instituciones armadas celebran y conmemoran a sus personajes distinguidos y sus hitos emblemáticos, así también la institucionalidad civil debiera generar, de manera coordinada y colaborativa, una agenda de iniciativas relevantes que conlleven a la reflexión y a la toma de conciencia sobre la enseñanza que nos deja estos fatídicos acontecimientos. Aunque hayan pasado más de cien años de los luctuosos acontecimientos, el recuerdo sigue latente entre los miles de ciudadanos y nunca se borrará, ni siquiera cuando restauren uno de los principales escenarios de aquella matanza obrera.

Hace un siglo atrás, en la pampa floreció una flor roja en la lucha obrera; esa misma flor hoy debe volver a florecer con la acción unida, mancomunada y organizada de los trabajadores, para intentar cambiar del actual imperio del mercado que nos avasalla. La historia nos ha demostrado que todos los cambios radicales no vendrán de la voluntad de los poderosos, menos de extrañas energías que llaman a la paz; por el contrario, los desposeídos y marginados del sistema son los únicos que podrán transformar esta sociedad en la acción permanente, tal como lo intentaron valientemente los obreros de Santa María, Coruña y de tantas otras oficinas salitreras.

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