Haroldo Quinteros Bugueño/ Profesor universitario. Doctor en Educación.
La democracia es la única forma de gobierno capaz de garantizar la estabilidad y progreso de una sociedad, como asimismo la felicidad personal de cada uno de sus miembros. Su definición es tan simple (según Lincoln, “el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo”), que sorprende que en Chile pueda ser burlada tan abiertamente; o, quizás, no sea así, y una gran parte del pueblo, dándose cuenta perfecta del engaño, participa en un falaz juego que, por lo menos, le permite soñar que vive en democracia.
Veamos cuánto tenemos de ella. Primero, está la cuestión de la Ley, el cuerpo organizado de reglas que rige la vida social. Aristóteles (Siglo IV a.C.), el filósofo griego que sentó las bases del pensamiento moderno y fuera el primer defensor ideológico del principio democrático, señala en su “Política,” “no hay buen gobierno sino donde se obedece la Ley;” y agrega, “la Ley que se obedece sólo debe estar fundada en la razón”; lo que para él, explícitamente, significa que la Ley debe representar el armónico interés de todos los ciudadanos, y no sólo de algunos. Si así no fuera, dice Aristóteles, lo que se tiene es, simplemente, una “tiranía.” Si partimos de esta premisa, Chile no es una democracia, aunque nuestros políticos profesionales se enjuaguen diariamente la boca con ella, tratando de convencernos que lo es.
La Constitución Política que nos rige (la Ley, su equivalente en Filosofía Política) fue impuesta al pueblo de Chile bajo la égida de una dictadura militar, marcada a fuego ideológicamente por sólo un sector de la sociedad, la derecha; sector político comprometido en un muy suyo proyecto político de indefinido plazo. Ergo, lo que técnicamente tenemos en Chile no es una democracia, sino una tiranía; por cierto, astutamente camuflada. En efecto, ese sector político autor de la legalidad que rige el país, dejó audazmente establecido que “su” Ley no puede ser cambiada ni alterada en una coma, a menos que él así lo quiera, en virtud de los enormes quora calificados que se necesitan para ello. Y a propósito, ese sector, autor y dueño de la Ley, es minoritario.
En virtud del sistema binominal de elecciones (el artilugio inventado para preservar la actual Ley) la derecha tiene la mitad del poder legislativo, en circunstancias que sólo bordea el tercio de la voluntad del electorado. De este modo, el país ha sido confinado a desenvolverse en un orden económico y administrativo que no responde a lo que quiere la mayoría del país, a un inmutable e irreal empate político, y a la observación, por todo el mundo, de una Ley que no es más que un invento creado unilateralmente por un sector de la nación. ¿Es eso democracia? Así como están las cosas, la actual Ley, con su sistema binominal de elecciones, en los hechos reales, aunque no suene nada bien, ha entregado el país al dominio de sólo uno de esos dos bloques; más claramente, a sus dirigentes. Luego, sólo basta que ese puñado de individuos se pongan de acuerdo en tal o cual materia con sus pares de la Concertación, ya absorbida por el sistema, para que ésta se transforme en ley.
Como si esto fuera poco, Chile es un país enfermo crónico de centralismo; así que, por mucho que los dirigentes nacionales de los partidos discurseen sobre democracia y participación de todo el país en la gestión política, la nación entera está condenada a prosternarse ante las decisiones que ellos tomen en Santiago, aunque las más de las veces, esos dirigentes apenas conocen sólo la capital. Este infeliz cuadro ha puesto a los partidos menores en una difícil disyuntiva de principios. En efecto, algunos de ellos, ante el temor de quedar aislados, sin poder acceder a la más mínima cuota de poder del Estado, se han sumado, por supuesto no gratuitamente, al esquema de bloques. En este oscuro paisaje político, un halo de luz parecía que se había encendido para iluminar, por fin, el sendero hacia la verdadera democracia. ¡Albricias, los partidos, unánimemente, habían aceptado realizar elecciones primarias! Eran cuentos. Se impuso finalmente la impronta general antidemocrática del sistema, y con ella, las reglas fijadas por los “capi di tutti” de la política, evocando un término mafioso. Esta experiencia ya tenía, en todo caso, un precedente, las seudo-primarias de la Concertación de 2009, cuando Frei (DC) venció a Gómez (PR) en un solo distrito del país.
Tan o más burdo que ese engaño ha sido la encuestita recientemente hecha aquí por la UDI para elegir sus candidato, cuya validez es, por lo menos, dudosa, según lo han señalado públicamente personeros de sus propias filas. Mientras tanto, las luchas por los “cupos” siguen sin cuartel en un sórdido clima de intrigas y codazos, entre pre-candidatos de las dos grandes coaliciones y aquellos de partidos menores que paradojalmente, en el caso de la Concertación, se caracterizaron en el pasado por su dura oposición a ella, como el PC y el MAS. Así que, adiós principios y vamos agarrando cupos. Estas son sólo pequeñas muestras de lo que puede darse en esta flor de “democracia.”