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The Clinic / En las instrucciones de tiro, el blanco era un peruano, un boliviano o un argentino a quién debía acertarle, so pena de... Jorge Molina Sanhueza relata su experiencia: Yo también canté lo mismo que esos marinos del video

MOLINAThe Clinic / En las instrucciones de tiro, el blanco era un peruano, un boliviano o un argentino a quién debía acertarle, so pena de “20 palos en la raja” o 500 flexiones de piernas o vaya a saber qué, pues todo dependía de la imaginación del instructor.

Entre 1989 y 1991 realicé mi servicio militar en el Ejército en el Regimiento Caupolicán, ubicado en Porvenir, XII Región, Isla Grande de Tierra del Fuego. Este recuerdo no es a propósito de nada, está directamente relacionado con el sumario que ordenó hacer el jefe de la Armada Edmundo González, luego que se revelara un video donde soldados de la marina, mientras trotaban, iban cantando que degollarían peruanos y bolivianos.

Pues bien, yo fui uno de esos mismos soldados. Canté lo mismo, grité lo mismo, mientras corría cada mañana durante mi duro período recluta de aproximadamente cuatro meses, en una zona donde el nivel de preparación militar y operatividad de la fuerza es alto, debido a su cercanía con el país “ché”, zona fronteriza donde el espionaje es cosa de cada día.

En las instrucciones de tiro, el blanco era un peruano, un boliviano o un argentino a quién debía acertarle, so pena de “20 palos en la raja” o 500 flexiones de piernas o vaya a saber qué, pues todo dependía de la imaginación del instructor.

A mis 18 años, en el contexto donde la dictadura militar estaba en retirada, siempre me preguntaba qué haría en caso de guerra: ¿desertaba? ¿me hacía el loco si me tocaba dispararle a alguno de esos soldados que al igual que yo de seguro estaríamos en la línea de fuego como carne de cañón para defender el territorio, la soberanía o la patria, como me repetían 100 veces al día? Lo cierto es que después de raparnos, hacernos correr hasta el cansancio máximo y repetirnos que no valíamos nada y que éramos soldados de chocolate, ninguno de los que allí servíamos, se le habría ocurrido siquiera pensar que bolivianos, argentinos y peruanos, no eran nuestros más acérrimos enemigos.

En una oportunidad, en medio de este período recluta, llegó un “criptograma secreto” que anunciaba el inicio de hostilidades con Argentina en la zona de Tierra del Fuego. Admito que el miedo se apoderó de mí, como también del resto de mis “camaradas” como solíamos llamarnos. Nos subieron a un camión, ya era casi de noche. Se oscureció y partimos hacia un lugar que todos desconocíamos. El capitán de la compañía, cuyo nombre no recuerdo, pero que su apellido era alemán, nos hizo arengar; que matáramos con todos los medios posibles a cualquier argentino que pilláramos o que intentara cruzar la frontera.

Como miembros de una manada gritamos que la bandera nunca sería arriada, que daríamos la vida por Chile y nos fuimos cantando a todo pulmón dentro de esos camiones con el fin de que el miedo no nos amedrentara frente a un posible combate. Pensaba que sucedía en esos instantes en el norte del país, en las zonas cercanas a Bolivia y Perú. ¿Volvíamos a la Guerra del Pacífico? ¿Cómo estaría mi familia en Santiago?

De pronto llegamos al regimiento y nos dimos cuenta de que todo había sido un show para generar stress de guerra, para ver cómo reaccionábamos. Fue horrible. La guerra no es algo deseable. Qué duda cabe.

Este remembranza no es para, en ningún caso, justificar los cánticos militares de trote de esos marinos. Sin embargo, hay un hecho que me llama la atención. Por ejemplo, mientras realicé mi servicio militar, jamás canté dentro de la ciudad de Porvenir, letras de ese tipo. Eran todas de carácter castrense que hablaban del honor, el dolor, las balas y el campo de marte. Dentro de la unidad, claro, las cosas son distintas. Allí los peruanos, argentinos y bolivianos son enemigos, adversarios, un número, un blanco, un sujeto al que debo matar o también dejarlo mal herido, con el fin de que la tropa contraria tenga la moral por el piso escuchando los gritos de dolor.

Todos los miembros de las Fuerzas Armadas de este país –y por extensión los del mundo- cantan lo mismo. Hablan de la muerte, la fuerza y la “selección natural” a la hora de la guerra y sintetizan a sus enemigos como un blanco al que anular. Por eso llaman la atención las palabras del jefe de la Armada, en torno a que el canto de esos marinos, no eran parte del ideario simbólico de esa institución. “Eso no lo cree ni el papa con dos botellas de vino en el cuerpo y 17 mujeres en pelotas”, solía decir el sargento que tenía a cargo de la escuadra en el regimiento Caupolicán.

Sin duda, resulta valioso que hechos como éstos hagan reflexionar a la sociedad chilena, respecto a la discriminación que existe con los vecinos cuando éstos llegan a trabajar a Chile, principalmente peruanos y bolivianos. Es un avance hacia una conciencia más integradora. Sin embargo, la decisión del almirante González es política. El problema no es que hayan cantado: es que los pillaron. Ahí está el error militar, de imagen, en medio del diferendo que Chile mantiene con Perú en La Haya. González no podía menos que hacer lo que hizo; el ministro de Defensa Rodrigo Hinzpeter tampoco.

Con todo, el tema hoy es si dentro de las unidades militares, donde los hijos de quienes lean esta columna podrían estar haciendo “el servicio”, no seguirán cantando lo mismo, no verán al blanco con cara de boliviano, argentino o peruano o incluso escucharán expresiones como “llegaremos a Lima para mejorarles la raza”, como fue mi caso.

El problema, por cierto, no son los cánticos de trote de esos marinos, tampoco la decisión político-estratégica de las autoridades. Va más allá. Porque deberíamos preguntarnos si el ideario simbólico militar no está en cada uno de los chilenos que habitan la zona norte del país o en las más australes, o incluso en usted que sigue estas letras.

Por eso cuando observé detenidamente el video, con la mirada de periodista que he desarrollado en los últimos casi 20 años, tuve una sensación doble. La primera fue que esos cantos son tan normales que ni siquiera valía la pena darles tanta importancia. Me puse chileno, patriota. Recordé mi servicio militar en Tierra del Fuego, cómo no admitirlo. La segunda sensación vino inmediatamente después. Esto no está bien, es discriminatorio, chovinista, patriotería barata. Una suerte de aliento a que cada ciudadano de este país aproveche la oportunidad – cada vez que vea a un boliviano, un argentino o un peruano- de cascarle, no importa cómo ni por qué. Por extensión a los homosexuales, lesbianas y transexuales. A los negros, a los flaites y a todo lo que se mueva que no sea como yo.

Hablé con varios amigos y colegas sobre el tema, buscaba opiniones. Diría que la mayoría de ellos opinaron algo así como que “los milicos están para la guerra y les pagamos para que nos defiendan y maten peruanos, argentinos y bolivianos si es que hay guerra”.

Hoy, después de ver este video, sumar la decisión de las autoridades y las opiniones de personas cercanas, lo único que puedo decir, es que yo también fui uno de esos soldados y canté lo mismo. Hoy un poco de vergüenza se ciñe a mi vida. Sin embargo, la memoria es como un perro idiota al que se le tira un palo y trae de vuelta cualquier cosa. Una de ellas es que el método de exclusión social, la discriminación, se esconde como el subtexto de ese canto militar que vimos en el video. ¿Qué hacer entonces? La respuesta la tiene su propia conciencia.

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