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Iván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magíster en Educación y Dramaturgo Cuando somos niños encontramos perfectos a nuestros padres, son nuestros únicos modelos y pensamos que... Algo huele a podrido

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Cuando somos niños encontramos perfectos a nuestros padres, son nuestros únicos modelos y pensamos que son los héroes a seguir. Pero, a medida que pasa el tiempo y comenzamos a observar la realidad social, nos damos cuenta que ellos son tan humanos como nosotros. Es decir gozan de las mismas debilidades que tienen todos los hombres y mujeres. Entonces los dioses, las utopías y los paradigmas se nos caen al piso y nos internamos en un mar de dudas y escepticismos sobre del comportamiento de las personas y las ideologías que la sustentan. Por lo demás, descubrimos –entre tantas falsas imágenes – que la Constitución y las leyes no son perfectas ni menos justas; que la moral es algo discutible y que la ética responde a intereses personales y de grupo. En definitiva, nada es como lo imaginamos desde pequeño.

Es precisamente en la etapa de la adolescencia cuando todo el mundo en nuestro mundo entra en conflicto, ya nada es ideal, el rayado de la cancha hay que cambiarlo, porque si no va ser imposible convivir en esta sociedad. Es ésta, tal vez, la natural etapa revolucionaria que tenemos; es el mejor momento que gozamos para cuestionar y subvertir el orden establecido. Es en aquel estadio que nos rebelemos contra el abuso de poder paterno o materno; afloran nuestros instintos ancestrales y estamos contra todo Estado de Derecho. ¿Rebeldía? Sí, pero también es una reacción instintiva y espontánea contra una sociedad y una vida que no nos satisface plenamente, pues descubrimos la codicia, la maldad, la hipocresía, la discriminación y otros comportamientos que corresponden a la etapa más primaria del oscurantismo de la humanidad. Esta afirmación no es una exageración, pues muchos, directa o indirectamente, también somos responsables o cómplices de un conjunto de acciones engañosas y decididamente repudiables en nuestra relaciones sociales.

Pasemos a detallar en concreto nuestras aseveraciones. Digamos que el modelo social actual ha moldeado nuestras conductas y nuestra manera ser. Hoy, más que nunca, el ser un personaje “trepador” es ser sinónimo “emprendedor” y, por ende, aceptado socialmente. Los “profetas del mercado” vociferan que todos pueden llegar a ser empresarios y a través de esta vía podrían ser “milagrosamente” felices y plenos. Siguiendo esa lógica, la conducta del emprendimiento se asocia con la dinámica de la elevación social. Y, aunque los “gurús” digan lo contrario, lo único que prevalece es la consigna “escalar” rápidamente, qué importa cómo; al fin y al cabo, lo único que sé valora es el resultado.

En el campo político, nadie mejor que los chilenos sabemos el peso que tiene el refrán “arrimarse a un buen palo para salir aflote”. Vemos a diario a reconocidos personajes que son fieles a este dicho: dirigentes sindicales, periodistas, agentes políticos y otros especímenes difíciles de clasificar en una nomenclatura profesional que invariablemente están presentes en cualquier gobierno de turno. Ellos no tienen color político ni ideologías. Dicen ser “servidores públicos” y con esa expresión quieren encubrir todas sus ambiciones personales y traiciones. Ayer estuvieron ocupando cargos públicos con el gobierno concertacionista; hoy, en un gobierno de derecha, siguen “flotando” en puestos menores, tales como: relacionadores públicos, encargados de prensa, asesores de asesor, encargado de lobby y estafetas de los nuevos mandamases.

Ahí están, como niños aferrados al seno de su madre, cumpliendo papeles de asesores de sus antiguos “enemigos”. Sin ningún desparpajo, se transforman en asistentes comunicacionales o jurídicos (por citar algunas áreas) de conglomerados políticos que en antaño atacaban fervientemente. Qué vergüenza. Qué falta de dignidad. Derechamente son los “arribistas” que aceptan todo y que renuncian a sus supuestos ideales por el mezquino dinero o por una decena de justificaciones (hijos que deben estudiar en un par de años más en la universidad, pagar el departamento de lujo y mantener el vehículo “todo terreno” donde aventuran sus continuas conquistas amorosas).

En esta ralea de seres hipócritas, hay otros que aprovechándose del poder tratan de sacar ganancias personales, ya sea económicas o incluso sexuales, por ejemplo, con mujeres que postulan a proyectos o que con esfuerzo emprenden una iniciativa para favorecer a la comunidad. Claro está que en estos días, nadie da nada por nada, de alguna manera todos quieren sacar algún provecho para su peculio. Permítame afirmar que en este campo no hay color político ni consigna ideológica. No. El predicamento que tienen estos personajes es apoyar aquellas propuestas que pueda beneficiarlos directamente, ya sea con prestigio, económicamente o, incluso, por alguna ganancia de tipo sexual.

Reitero que estas conductas son producto del modelo de vida que tenemos y de nuestra educación que hemos internalizado socialmente. A veces se nos catequiza con una moral cristiana, pero díganme qué pasa en el clero, qué ocurre en las esferas del poder eclesiástico. Basta con revisar los diarios para darnos cuenta que la ética y la moral están escondidas debajo de la sotana. Por supuesto, no hablo de todos los frailes ni menos de todos los cristianos que hacen vivo los preceptos revolucionarios del Cristo hombre. Pero seamos sinceros, en este espacio mundano son otras las reglas, las cuales distan bastante de las estrictas creencias y teorías universales.

A diario vemos cómo se transforman algunos maridos que se exhiben teatralmente “amorosos”, padres “ejemplares”, funcionarios “incólumes”, cuando enfrentan unas piernas torneadas o una piel juvenil; en esas circunstancias, no escatiman esfuerzos ni voluntad para desdoblarse en su dinámica machista. Para ello, urden el antiguo estratagema: “te voy a apoyar en tu proyecto”, “soy amigo del jefe”, “te invito” “podríamos salir juntos “, etc., etc.

Perdonen, pero no piensen que soy puritano ni menos un miembro de la “Santa Inquisición”. No. Reconozco que he cometido muchos errores y horrores en mi vida. Declaro que tengo mil defectos y que me arrepiento ser por un tiempo otro comediante de mi existencia. Por favor, digamos las cosas por su nombre. Basta de aforismos. Bien sabemos que, los izquierdistas y los derechistas; los ateos y los creyentes, los “rojos” y los “blancos” han tenido flaquezas y actitudes cobardes; aunque se cubran con “un moral institucional”, jamás podrán ocultar sus inconsistencias éticas, pues las ambiciones, la codicia y los instintos zoomorfos de algunos, lamentablemente, sobresalen y se reconocen.

En esa misma concurrencia, encontramos a mañosos ancianos, voyeristas y exhibicionistas que concurren a plazas, oficinas, familias y grupos políticos, entre otros. Qué importa si usan terno y corbata o visten ropa deportiva. Qué importa la edad que tengan. Qué interesa si son la esposa de un médico prestigioso o un padre ejemplar. A nadie le importa. Pues, cuando salen a “cazar” sus ojos y sus deseos se posesionan en la nueva conquista; puede ser una humilde mujer, un tierno muchacho o la hija desarrollada de una mujer que cruza una avenida.

Está claro que en esta “zona gris y podrida” no priman las ideologías ni las banderas políticas, pues hasta los más recalcitrantes defensores de la moral están involucrados, si no me creen revisen el historial de escabrosidades que han ocurrido en los regímenes comunistas, en el Opus Dei, en las sectas religiosas y en las sociedades teóricamente ideales. Ahora si me preguntan por la moral personal, no tengo tapujos decir que no soy santo devoto, pero tampoco soy hipócrita; asumo mis debilidades y sus consecuencias y, por sobre todo, las hago pública, aunque duela o me cuestionen los resentidos o despechados.

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