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Iván Vera-Pinto Soto / Magíster en Educación y Dramaturgo Antonhy Grayling en su obra “El Sentido de las Cosas”, nos dice: “… lo que hace... teatro chileno en las últimas décadas

Iván Vera-Pinto Soto / Magíster en Educación y Dramaturgo

Antonhy Grayling en su obra “El Sentido de las Cosas”, nos dice: “… lo que hace que una persona sea la misma a lo largo de una vida es la acumulación de memoria que lleva consigo, cuando éstas se pierden deja de ser aquella persona en otra, nueva y, como tal, informe” (2001:225). Esto es muy cierto, pues la identidad se funda en la memoria. Ahora, si partimos de la premisa que la memoria es parte de nuestra vida y está presente en todas las relaciones sociales definiendo nuestra identidad, entonces no podemos desconocerla, pues no es algo externo a nosotros, vivimos y actuamos con ella todo el tiempo.Por otra parte, la memoria adquiere relevancia en las relaciones sociales, ya que sin memoria no puede haber acuerdo o convención posible entre las personas; en otras palabras, no puede haber vínculo.

Ahora bien, si partimos de la idea que la memoria está siempre presente en las relaciones sociales, esto involucra también a cualquier práctica humana, incluida el teatro. La idea de que con el teatro se produce una repetición de situaciones cotidianas, que están en la memoria de los protagonistas y de los espectadores, es una de las ideas que relaciona al teatro con la memoria. En este sentido el teatro operaría como una representación del proceso cultural e histórico mismo, lo que le permitiría a la sociedad tener registros de sus propias acciones. En otros términos, el teatro es una suerte de reserva cultural, que está sujeto a cambios y transformaciones, en la medida en que depende de los recuerdos, mutables en contextos y situaciones históricas diferentes.

Es necesario aclarar que todo teatro es histórico, en la medida en que se inserta en el curso de los acontecimientos de un lugar y construye sentidos a través de una representación. Por otro lado, toda manifestación cultural posee una carga histórica, a pesar de que no se trabaje con ella de forma explícita, por el solo hecho de que sus realizadores son sujetos históricos y las construcciones que hagan tendrán parte de sus cimientos en experiencias vividas y aprehendidas. Considero que el elemento distintivo, contestatario, no conformista de este teatro está en que las memorias actúan, se tensionan, y mutan en creatividad.

Indudablemente no podemos desconocer que los sectores de poder siempre han disputado la posesión de los bienes culturales del pasado, ya que es una forma de construir una mirada privativa sobre lo acontecido, que sea utilitaria a sus intereses. En consecuencia, han escrito una historia oficial, sesgada y estrecha que no necesariamente corresponde a los acontecimientos ocurridos en el pasado.  Sin embargo, tampoco podemos ignorar que en la medida en que exista un sector de poder, va a surgir otro alternativo a éste. A pesar de las censuras que se impongan, la sociedad siempre plantea una nueva perspectiva a todo estado arbitrario.

Para graficar lo explicitado me permitiré hacer referencia a los últimos decenios del teatro chileno. Si no situamos en nuestra escena veremos que existen tres períodos históricos muy marcados y decisivos para el porvenir el teatro nacional: El primero se relaciona con el quiebre de la institucionalidad nacional la cual se prolongó durante 17 años con la instauración de la dictadura militar del general Augusto Pinochet (1973), la cual se caracterizó por una resistencia cultural centrada preferentemente en el teatro, pues el cine, la televisión y la industria editorial estaban sujetos a una dura censura.

Tal como lo explica María de la Luz Hurtado, socióloga de la Pontifica Universidad Católica de Chile El teatro acompañó muy cercanamente la discusión crítica, la denuncia, la expresión de una sensibilidad herida por los rotundos cambios culturales y de proyecto social que vivía el país. A la distancia, se ve como una etapa heroica, en la que se corrían, a la vez, riesgos personales y riesgos artísticos, acompañados por un público que celebraba y compartía esta actitud” (Teatro Chileno hoy y mañana:  Historicidad y Autoreflexión. Revista América No 7. Agosto-Diciembre, 2009).

El segundo período comienza con el retorno a la democracia (1990)  con la ascensión al poder del conglomerado político conocido como Concertación para la Democracia. De esta última etapa, me permito parafrasear a la misma cientista social, en la escena nacional aparecen nuevos paradigmas estéticos, matizados de ambigüedades, poesía y fusiones de visiones personales con las históricas. Es un momento complejo de transición para redefinir el rol del teatro y el papel de los creadores en la nueva etapa histórica que vive el país.

Es por ello que el teatrista “vuelve la mirada hacia sí y se reconoce como un sujeto en estado de conflicto y autorreflexión”.  De esta manera, muchas obras toman por protagonistas a la poesía, el pensamiento científico innovador, siendo las disyuntivas existenciales y políticas de la creación homologables y punto de partida para la reflexión sobre lo social en su conjunto.

Después de este período de teatro simbólico, hermético, mezcla de densidad personal e histórica que imperó durante aproximadamente 18 años en Chile, vuelve a resurgir los temas asociados con la memoria como consecuencia de las conflictos que surgen en el modelo neoliberal imperante y de las mismas contradicciones y críticas que emergen al interior de la misma Concertación y de amplios sectores sociales “desencantados” de las promesas políticas de la alianza gubernamental. Este punto de inflexión marca la tercera etapa de la escena nacional. En este período el teatro vuelve a retorna hacia una visión más crítica, realista y contestaria. Es indudable que el realismo se renueva y prevalece la impronta de la palabra y el cuerpo del actor.

Algunos teatristas que se encuadran en esta línea de trabajo son: Rodrigo Pérez, quien centra su trabajo en la crítica fuerte, ácida y subversiva al proponer  la Trilogía La Patria. Incluyamos a Juan Claudio Burgos, el cual, a través del ejercicio exacerbado de la palabra, se remite al momento psíquico que se entremezcla la sexualidad y el poder. Otro ejemplo es “Santa María de las flores negras”, de la Compañía Patogallina, basada en una novela de Hernán Rivera. Sumemos a Machasa, que se centra en el mundo obrero sindicalizado de las grandes textiles. En el mismo carril destaca “La huida” de Andrés Pérez, 2001, la que denuncia la represión de Estado contra los homosexuales asesinados en el gobierno de González Videla (1949).

Asimismo, nos encontramos con la amplia y excelente dramaturgia de Benjamín Galemiri.  También destacan “Déjala sangrar”, en el Teatro Nacional de la Universidad de Chile, e “Infamante Electra” en Teatro Camino. Suma y sigue, la creación colectiva de ICTUS “Okupación”, del 2007, que ironiza cruda y lúcidamente en torno a la nueva institucionalidad educacional y su proyección siniestra en el campo laboral, así como “La María cochina”, que trata la globalización que penetra el mundo campesino a través del género musical. Finalmente, “Mano de obra”, dirigida por Alfredo Castro.

En todas estas creaciones prevalecen la caricatura exaltada a los géneros de la industria cultural y de la entretención de masas, en vinculación con otros géneros de ficción que hacen parte de nuestro imaginario compartido, llevados a la frontera del absurdo y de la amplificación exagerada, bajo el prisma surrealista, la cual termina con la destrucción simbólica de esta sociedad convulsiva y opresiva.

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