Teatro de la Memoria
Opinión y Comentarios 18 julio, 2012 Edición Cero
Iván Vera-Pinto Soto / Magíster en Educación y Dramaturgo
Juan Mayorga, en su texto “Teatro, política y memoria en el jardín quemado», nos señala que “el teatro puede hacer visible una herida del pasado que la actualidad no haya sabido cerrar. Puede hacer resonar las voces de los vencidos, que han quedado al margen de toda tradición” (1999:9).
Esta afirmación es muy válida en nuestros días, más aún cuando observamos que en no pocos escenarios latinoamericanos el teatro se ha convertido en un arte de la memoria, develando situaciones e historias dramáticas que han sufrido por largo tiempo sectores sociales marginados, minorías culturales perseguidas y trabajadores subyugados por la maquinaria capitalista.
En esas circunstancias dolorosas y traumáticas, el teatro se ha transformado en un medio para redimir a las víctimas del pasado con el propósito de impedir que esos dramas vuelvan a repetirse en la actualidad.
Bertold Brecht, maestro del Teatro Épico Contemporáneo, a comienzo del siglo XX nos planteaba que el propósito del arte escénico era “mimetizar la realidad”, presentar ideas e invitar al público a hacer juicios acerca de ellas (efecto de extrañamiento o alienación). En el fondo propiciaba el surgimiento de un teatro épico, narrativo, cuyas representaciones apuntaran a originar una conciencia crítica entre los espectadores y actores.
A pesar que en los nuevos tiempos no existe un entorno proclive a crear y difundir un teatro de la reflexión y mucho menos que se compenetre con ciertos momentos negros de la historia de los pueblos y, por lo tanto, de la memoria de un país; sin embargo, aún persiste en la escena de nuestro continente la postura ética y política de inventar un teatro creador de memoria y conciencia (Teatro Yuyaskani-Perú, ColectivoLa Patogallina- Chile, Rajatablas- Venezuela, TeatroLa Candelaria- Colombia, por citar algunos).
En ese entorno, observamos que un conjunto de directores y actores teatrales actuales ponen en el tapete de la discusión historias que reflejan las profundas contradicciones estructurales de la sociedad que les ha tocado vivir y reviven epopeyas escritas con la sangre de los trabajadores de sus respectivos países. Por esta razón, no es menos cierto, que el teatro es esencialmente político, porque es “imagen materializada” de lo que ocurre en nuestra vida social.
Hay quienes afirman que en épocas de crisis profundas, como las que sufrimos cíclicamente los latinoamericanos, el arte en general y el teatro en particular, se transforman en una suerte de parapeto desde donde se pueden defender algunos valores y principios. Precisamente, una constante que se ha manifestado en los períodos más oscuros de nuestra historia nacional, es que la cultura se ha levantado como el refugio donde la creatividad se mantiene viva y activa. Por todo ello, no es extraño que en los quiebres institucionales y las etapas de imposición de culturas dominantes se origen obras de teatro cuyos ejes centrales son la memoria y la identidad.
El teatro frente a la guerra, la explotación del hombre por el hombre, las injusticias, la opresión, la barbarie y las ciénagas sociales, nunca ha guardado silencio; por el contrario, ha hecho relucir su palabra y su acción como formas para remecer a los espectadores y evitar así la resignación al dominio de otros.
Precisamente, a esta línea de teatro me adscribo y reitero mi pasión por seguir en esta senda; es por ello que, dentro de poco tiempo, daré a luz dos nuevos hijos literarios, se trata de una Antología del Teatro de la Memoria y de una Trilogía; obras inéditas que, seguramente, se sumarán al quehacer y a las acciones de muchos teatristas latinoamericanos que están involucrados en poner a la palestra la vida, las tragedias, los dolores y los sueños de nuestros pueblos que aún aspiran lograr una gran transformación de su realidad social, económica, política e ideológica, en sus particulares territorios.