Edición Cero

Iván Vera-Pinto Soto. Cientista social, pedagogo y escritor.-  Chile no está polarizado: está siendo mal escuchado. No nos faltan opiniones; nos sobra sordera. Hablamos todos... Chile no necesita más orden: necesita más escucha

Iván Vera-Pinto Soto. Cientista social, pedagogo y escritor.- 

Chile no está polarizado: está siendo mal escuchado. No nos faltan opiniones; nos sobra sordera. Hablamos todos al mismo tiempo, convencidos de tener razón, como si el volumen reemplazara al argumento y la rabia otorgara autoridad. No es solo una crisis política: es una crisis del lenguaje, de los afectos y de la ética de la palabra.

La escena se repite hasta el cansancio: familias que evitan ciertos temas para no romperse, aulas donde el conflicto estalla sin mediación, redes sociales convertidas en tribunales exprés. Nadie escucha. Todos dictan sentencias lapidarias. La palabra dejó de ser puente y se volvió en un arma blanca.

En una sala de clases cualquiera, un estudiante alza la voz. No pide la palabra: irrumpe. El docente intenta imponer orden, no comprender. El conflicto termina en sanción, no en aprendizaje. Todos pierden. Algo se quiebra ahí. Y ese quiebre se repite a escala nacional. Quienes trabajamos en aulas, escenarios y espacios comunitarios lo vemos todos los días.

Hubo un tiempo —no idealizado, pero más lúcido— en que hablar era un acto cívico. La oratoria se enseñaba para argumentar, no para arrasar. En sindicatos, escuelas normales, centros culturales y plazas del norte salitrero se aprendía a disentir sin anular al otro. Hoy, en cambio, se confunde libertad de expresión con derecho a humillar.

Las redes sociales hicieron su parte. Frases cortas, emociones largas. El algoritmo no busca diálogo: busca choque. Premia la furia y castiga la duda. En ese contexto, la educación emocional no fue solo relegada: fue despreciada. Se la caricaturizó como blanda, ingenua, ideológica. Error grave, con consecuencias visibles.

La escuela recoge los restos de este naufragio. Estudiantes con alta intensidad emocional y mínima alfabetización afectiva. Saben bramar consignas, pero no nombrar el dolor. Saben acusar, pero no escuchar. El conflicto ya no se elabora: se detona.

El teatro lo entendió mucho antes que la política. En la Grecia clásica, la tragedia no entretenía: formaba ciudadanos. Edipo enseñaba responsabilidad. Antígona advertía que la ley sin humanidad degenera en tiranía. El coro recordaba algo que hoy parece olvidado: el conflicto es colectivo y nadie posee la verdad completa.

Chile también lo entendió. El teatro social obrero, el radioteatro popular fueron escuelas de escucha. Incluso bajo dictadura, cuando la palabra pública era peligrosa, el arte sostuvo una pedagogía del afecto y de la memoria. Hoy, paradójicamente en democracia, gritamos más y comprendemos menos.

No es casual que muchos fracasos personales y derrotas políticas compartan una causa elemental: no saber escuchar. Gobernar, dirigir o convivir sin diálogo real con las demandas urgentes de la gente conduce al error. Y el error acumulado se convierte en estallido o derrota.

Frente a ese fracaso, el poder suele recurrir a su reflejo más antiguo: la política de fuerza. Autoritarismo como atajo. Orden sin comprensión. Silencio impuesto como falsa solución. Pero la historia es clara: los conflictos que no se comprenden se reprimen, y los que se reprimen regresan con mayor violencia. Los fenómenos sociales no son problemas de seguridad: son fracturas humanas profundas, complejas y persistentes. La coerción no es autoridad; es su fracaso.

¿De verdad alguien cree que la molestia que hoy habita en tantas familias chilenas se resuelve con más castigo y menos escucha? ¿Se ha preguntado la clase dirigente —la que oye encuestas y asesores, pero no conversaciones reales— por qué el malestar invade la casa, la escuela y la vida cotidiana? No todo es ideología ni manipulación: muchas veces es el cansancio de hablarle a un muro.

Como dice el adagio, no hay peor sordo que el que no quiere oír. Chile corre el riesgo de naturalizar esa sordera. De confundir autoridad con amenaza. De creer que dialogar y llegar a acuerdos es claudicar. Ahí se erosiona la democracia cotidiana.

Educar emocionalmente, hoy, es un acto incómodo y necesario. Es enseñar a prestar atención en un país que vocifera, a pensar en una cultura que castiga la pausa, a dialogar cuando la tentación es destruir. No es debilidad: es coraje democrático.

Chile no necesita más orden impuesto ni discursos inflamados. Necesita, con urgencia, aprender a escuchar.

Sin educación emocional, la democracia no se gobierna: se grita

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