La narrativa oculta de las calles de Iquique
Opinión y Comentarios 18 noviembre, 2025 Edición Cero 0
Por Iván Vera-Pinto Soto, Cientista social, pedagogo y dramaturgo.-
Iquique suele presentarse como una urbe moderna, turística y en permanente transformación. Ese es el rostro que enseñan las postales y los discursos oficiales, pese al deterioro visible del patrimonio arquitectónico. Pero los iquiqueños que hemos aprendido a caminarla con calma —con la memoria por delante y el corazón atento— sabemos que existe otra ciudad: una más profunda, una que se revela solo a quienes se permiten escuchar el murmullo de sus calles. Porque cada vereda, cada fachada persistente, guarda un fragmento de un relato mayor que no siempre está escrito, pero que late obstinadamente bajo la superficie.
Los orígenes urbanos de este puerto se remontan a mediados del siglo XVIII, cuando aún era una caleta modesta, donde pescadores y marineros repartían silencios y faenas. Más tarde, en 1827, la autorización formal del comercio abrió el puerto al mundo y marcó el inicio de un crecimiento que cambió para siempre la vida del litoral. Pero fue la irrupción del salitre —esa fiebre blanca que arrastró esperanzas, sacrificios y tragedias— la que moldeó la identidad más profunda de Iquique. Desde los arenales pampinos, miles de hombres y mujeres bajaron hacia la bahía, llevando consigo sus cantos, sus dolores y un sentido de comunidad que aún resuena en esta localidad.
Varias de nuestras calles conservan huellas palpables de ese pasado. Tarapacá, por ejemplo, fue la columna vertebral del movimiento comercial entre bodegas, fondas y líneas férreas. Hoy, su tránsito apurado oculta la historia de los obreros, comerciantes e inmigrantes que la recorrieron desde Perú, Bolivia, Europa o Asia. Basta detenerse un instante para sentir que ese flujo humano todavía pulsa.
Baquedano, convertida en paseo patrimonial, es quizá la memoria más evidente. Sus construcciones de pino Oregón —maderas viajeras que llegaron como lastre— cuentan una época en que el casco histórico y las clases sociales pudientes vivían un esplendor singular. Allí se mezclaron compañías teatrales, familias acomodadas, cronistas nocturnos y trabajadores que buscaban un momento de respiro.
En medio de ese circuito efervescente surgieron espacios que hoy viven solo en la memoria: el cine Coliseo, el cine Nacional, el Arauco, el teatro Variedades, salas donde generaciones enteras aprendieron a mirar el mundo a través de la luz y la escena. Imaginar esos recintos es entrar en un museo vivo, donde cada tabla guardaba el eco de aplausos, risas, lágrimas y sueños proyectados en pantallas ya desaparecidas.
Hay otros sectores menos visitados, pero igual de esenciales. Patricio Lynch fue durante décadas el refugio de los oficios tradicionales: zapateros, ebanistas, relojeros, reparadores de toda suerte. Si uno escucha con atención aún puede reconocer el ritmo de aquellos talleres que, con humildad y maestría, sostenían la vida cotidiana de los barrios.
El Morro, por su parte, posee una narrativa distinta, más íntima y salina. Allí, generaciones de pescadores y buzos aprendieron a leer el mar como quien lee un libro sagrado. Sus pasajes angostos, sus caletas y sus amaneceres fueron escuela de un conocimiento que no cabe en documentos, pero que define la identidad profunda de quienes crecieron respirando el viento del sur.
En este entramado de memorias aparece, imponente y herida, la Escuela Santa María. Su nombre no es solo un recuerdo histórico: es una herida abierta en la conciencia de Chile y un símbolo de la dignidad obrera que, pese a todo, se niega a ser olvidada. Su presencia remueve, interroga, llama a reconocer los hilos trágicos que también tejieron la ciudad. Cada vez que uno pasa frente a ese sector, especialmente de noche, siente que el silencio es más elocuente que cualquier discurso.
En una punta de diamante de la calle Vicente Zegers, está la Sala Veteranos del 79, la cual permanece como otro testigo indispensable. Levantada por los sobrevivientes de la Guerra del Pacífico, es memoria viva de una generación que quiso dejar constancia de su paso y de su sacrificio. Entre sus muros se guardan retratos, documentos, voces antiguas que permiten comprender otra dimensión del espíritu iquiqueño: su sentido de pertenencia, su capacidad de organización, su pulsión comunitaria.
Todas estas historias —algunas luminosas, otras desgastadas por el olvido— abren un territorio fértil para la creación artística. El teatro, por ejemplo, tiene la capacidad de volver a encender la memoria en los mismos lugares donde alguna vez vibró la vida. Una escena obrera en la ex Estación de Ferrocarril, un relato de pescadores en Cavancha, un gesto cotidiano de los obreros ferroviarios… Una evocación de los mártires en la Escuela Santa María o una ceremonia performativa en la Sala Veteranos del 79. Cada montaje no solo revive un fragmento de otras épocas, sino que convierte la vía pública en un escenario donde la ciudad misma actúa, recuerda y se reconoce.
La literatura también cumple un rol fundamental en este proceso de redescubrimiento. Crónicas, cuentos y testimonios permiten recuperar la vida de personajes anónimos que sostuvieron esta villa grande desde la sombra: lustrabotas, sastres, estibadores, gestores de salas que ya no existen, pescadores que dejaron sus redes como se deja un legado. Historias mínimas, sí, pero imprescindibles para comprender la textura humana de Iquique.
Hoy, cuando el avance inmobiliario amenaza con borrar las huellas más frágiles de nuestro pasado, rescatar estas narrativas no es un lujo, sino una necesidad ética. Las avenidas —con su mezcla de tesón y fragilidad— nos siguen ofreciendo claves para entender quiénes fuimos y quiénes somos. Solo piden que alguien se disponga a escucharlas.
Iquique tiene aún mucho que contar. A veces basta caminar sin prisa, sentir la respiración antigua de sus calles y permitir que la historia —esa que se esconde, pero nunca se rinde— vuelva a pronunciar su nombre… y también el nuestro.

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