Buenaventura: un episodio oculto de la huelga salitrera de 1907
Opinión y Comentarios 18 diciembre, 2025 Edición Cero 0
Iván Vera-Pinto Soto. Cientista social, pedagogo y dramaturgo.-
Diciembre de 1907. La pampa hervía. Mientras miles de trabajadores del salitre comenzaban a organizarse en el Norte Grande para exigir lo mínimo —salarios justos, respeto, vida digna—, en una oficina perdida del cantón Bellavista se ensayó una violencia que la narrativa oficial decidió olvidar. Se llamaba Buenaventura.
Allí, un día antes de la matanza de la Escuela Santa María de Iquique (21/12/1907), entre ocho y veinte obreros fueron abatidos por fuerzas del Estado. No hay actas oficiales que los nombren. Apenas sobreviven en testimonios orales y en las páginas de la prensa obrera de la época.
A comienzos de ese mes, Buenaventura era un pequeño enclave industrial perdido en la pampa, donde convivían jornaleros chilenos, peruanos y bolivianos unidos por el polvo del caliche y la precariedad. Trabajaban en la extracción, el transporte y la maestranza bajo un mismo régimen: fichas en lugar de salario, pulperías con precios abusivos y jornadas extenuantes que castigaban el cuerpo. La explotación no era una excepción: era la norma.

La noticia de la huelga iniciada en la oficina del cantón Alto San Antonio llegó como un rumor eléctrico durante la primera semana de diciembre. En Buenaventura, las cuadrillas comenzaron a reunirse, a debatir, a preguntarse si seguir soportando o sumarse a la marcha que avanzaba hacia Iquique. La administración respondió como solía hacerlo: promesas vagas, por un lado, amenazas de despido por el otro. Pero algo ya se había quebrado. La pampa estaba despierta.
El 15 de diciembre, un grupo de trabajadores decidió suspender las faenas y adherir al petitorio común: pago en dinero efectivo, balanzas justas, control de precios en las pulperías, fin de los castigos arbitrarios. La gerencia, inquieta y presionada por los productores salitreros, envió un telegrama urgente a la Intendencia. Habló de “elementos perniciosos”. Alertó sobre el peligro del desorden. La palabra huelga comenzaba a sonar como un desafío al poder.
La respuesta no tardó. En la madrugada del 20 de diciembre, un contingente militar ingresó a Buenaventura con la orden explícita de “restablecer el orden” y evitar que los pampinos del interior se unieran a la movilización que ya ocupaba la Escuela Santa María. Los soldados se apostaron frente a la maestranza y la pulpería: los espacios donde los obreros se juntaban para conversar y organizarse.
Al amanecer, los trabajadores fueron obligados a formarse. Se les ordenó volver a las faenas. Nadie gritó. Nadie se dispersó. La negativa fue colectiva y silenciosa. Según relatarían después los sobrevivientes, un obrero peruano dio un paso al frente y dijo lo que todos pensaban: “Nosotros también somos gente”. Bastó esa frase para que el aire se volviera irrespirable.
El oficial al mando ordenó cargar las armas. Primero una descarga al aire. Luego, los disparos directos. Algunos cayeron de inmediato; otros corrieron buscando refugio entre carros y montículos de ripio. La balacera duró pocos minutos. Cuando terminó, el campamento estaba cubierto de polvo, olor a pólvora y gritos de heridos.
Los soldados avanzaron entre los cuerpos. La administración ordenó retirar a los muertos sin registro alguno y enterrarlos en fosas improvisadas fuera del campamento. El parte militar enviado a Iquique habló de un “conato sofocado” y mencionó apenas “algunos heridos leves”. La violencia quedó sellada dos veces: por las balas y por el silencio.
Los sobrevivientes fueron obligados a retomar el trabajo bajo vigilancia armada. Algunos intentaron huir hacia otros centros salitreros cercanos para unirse a la huelga; varios fueron detenidos y golpeados en el camino. Otros lograron llegar a Iquique en las horas previas a la masacre del 21 de diciembre.
Las cifras nunca fueron aclaradas. Los cálculos, basados en relatos orales y prensa obrera, hablan de entre ocho y veinte trabajadores asesinados. Muchos eran peruanos y bolivianos. Jornaleros sin nombre, invisibles para los registros del Estado y de las compañías salitreras.
Buenaventura quedó eclipsada por la magnitud de la matanza de la Escuela Santa María. Pero no fue un hecho aislado. Formó parte del mismo engranaje represivo destinado a impedir que la organización obrera del interior se articulara con la ciudad. Fue violencia preventiva. Fue un cruel ultimátum.
Más de un siglo después, Buenaventura apenas aparece en los relatos oficiales. No hay monumentos ni ceremonias que la recuerden. Pero el silencio no es inocente: es una forma de continuidad. La violencia que no se nombra se repite.
Buenaventura no es sólo pasado. Es una pregunta abierta al presente: ¿Qué muertes seguimos dejando fuera de la historia?, ¿a quiénes se está dispuesto a sacrificar para imponer orden?
Recordar Buenaventura no es un gesto simbólico ni un ejercicio académico: es un acto ciudadano. Es exigir que el país reconozca que antes de la Escuela Santa María ya hubo sangre obrera derramada y que esa sangre también forma parte de nuestra historia. Nombrarla hoy interpela al Estado, a la educación y a los medios. Porque una historia incompleta no es neutra, y una memoria silenciada sigue siendo una forma de injusticia.
Referencias bibliográficas:
González Miranda, S. (2002). Hombres y mujeres de la pampa: Tarapacá en el ciclo del salitre. Santiago de Chile: LOM Ediciones.
Greve, R. (2007). La matanza de la Escuela Santa María de Iquique: Antecedentes y contexto histórico. Santiago de Chile: LOM Ediciones.
Pinto Vallejos, J. (2007). La matanza de la Escuela Santa María de Iquique. Santiago de Chile: LOM Ediciones.

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