La destrucción de la Intimidad: Cuando la ilegalidad se hace costumbre
Opinión y Comentarios 24 septiembre, 2025 Edición Cero 0
Ricardo Balladares Castilla, sociólogo y analista político.-
En el novedoso e histérico ágora digital del siglo XXI, donde la frontera entre lo público y lo privado se difumina a diario, emerge una peligrosa y extendida contradicción que corroe los cimientos de garantías fundamentales y, por tanto, del Estado de Derecho. La condena social y política basada en actos que, en su esencia, son delictivos. Me refiero a la grabación, filtración y utilización pública de conversaciones privadas sin el consentimiento de los involucrados. Casos recientes –como el del jefe de gabinete de la alcaldía de Alto Hospicio o el de las conversaciones entre una diputada y una ex alcaldesa– no son meros escándalos pasajeros, son sintomáticos de una profunda crisis ética y legal que merece un análisis serio.
El marco para abordar este fenómeno se sustenta en dos pilares fundamentales, la filosofía política y el enfoque de derechos. Pensadores como John Stuart Mill, en su clásico Sobre la Libertad, defendieron la existencia de una esfera de acción personal inviolable, un espacio de autonomía donde el individuo es soberano y está libre de la coerción social o estatal.
Esta intimidad no es un lujo, sino una condición necesaria para el desarrollo de la personalidad, la libertad de pensamiento y, crucialmente, para la posibilidad de cometer errores en privado. Por su parte, la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Art. 12) y pactos internacionales ratificados por Chile consagran el derecho a la vida privada, a no ser objeto de injerencias arbitrarias y a la protección de la ley contra tales injerencias. Y nuestro código penal tipifica como delito, en su artículo 161 A , la grabación y difusión sin consentimiento en espacios privados o lugares que no sean de libre acceso al público.
La grabación subrepticia de una conversación privada y su posterior difusión es, sin ambages, un acto ilegal. La ley chilena es clara al proteger la intimidad y castigar la interceptación o grabación maliciosa de comunicaciones privadas. Sin embargo, la paradoja perversa se manifiesta cuando esos mismos registros obtenidos de manera delictiva son utilizados por actores políticos, medios de comunicación e incluso por cuerpos colegiados que, se supone, conocen y juran respetar la ley, para exigir consecuencias: renuncias, sumarios, despidos o condenas morales.
Aquí radica la contradicción insalvable. Se pide la aplicación de normas éticas o administrativas, utilizando como prueba un material cuya obtención viola normas de igual o mayor jerarquía. Es un ejercicio de pura conveniencia que sacrifica el principio de legalidad en el altar del oportunismo. Es como si la policía allanara una casa sin orden judicial, encontrara evidencia de un delito y el fiscal decidiera usarla. En cualquier tribunal democrático, esa prueba sería inadmisible por haber sido obtenida mediante un método viciado e ilegítimo. ¿Por qué, entonces, en la plaza pública sí se acepta?
La defensa usual es apelar al “interés público”. Se argumenta que lo dicho en privado por un funcionario público es de relevancia colectiva. Pero este argumento, válido en casos extremos de corrupción o planes delictivos, se estira peligrosamente hasta cubrir simples opiniones, desahogos, chistes de mal gusto, estupideces o imbecilidades. En un espacio privado, uno es libre de ser un idiota. La sanción social por serlo en público es legítima; la violación de la intimidad para exponerlo, no lo es.
La utilización política de estas filtraciones es un método propio de regímenes autoritarios, no de democracias robustas. Recuerda a las prácticas de la CNI o de estados policiales, donde la vigilancia y la grabación clandestina son herramientas de control. Normalizarlo es abrir la puerta a la sociedad del espionaje, donde nadie está a salvo, donde cualquier conversación de café, cualquier queja en confianza, puede ser convertida en un arma arrojadiza. Socava la confianza básica necesaria para cualquier interacción humana y, sobre todo, para el disenso político privado, que es la semilla de muchos cambios públicos.
Los casos mencionados son ejemplos claros. Independientemente del contenido de lo dicho –que puede ser objeto de un debate separado sobre su idoneidad–, el mecanismo por el cual se hizo público es reprochable e ilegal. Que instituciones o personas públicas pidan sanciones basadas en ello es una claudicación de los principios que dicen defender. Demuestra que para algunos, la ley es un instrumento flexible, aplicable solo al adversario y la antipatía.
En conclusión, la defensa de la privacidad no es una defensa de la impunidad para decir barbaridades, sino una defensa de un principio democrático superior, el de que los fines no justifican cualquier medio. Una sociedad que acepta que se violen derechos fundamentales para lograr un objetivo, por loable que parezca, está cavando su propia fosa jurídica. La próxima víctima de una grabación ilegal podría ser cualquiera.
La condena, por tanto, debe ser doble: hacia el contenido reprochable de lo dicho, sí, pero con mucha más fuerza aún hacia el método ilegítimo e ilegal usado para revelarlo. Solo así se protege la intimidad, ese último reducto de la libertad humana donde, precisamente, podemos equivocarnos y seguir siendo libres.

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