Edición Cero

Ivanna Margarucci. Investigadora postdoctoral de la UTA.-  “Pidieron dignidad les tiraron balas”. Esto decía el rayado de una pared de la Escuela Santa María... Tramas invisibles entre Iquique y Uncía. A 101 años de una masacre obrera boliviana

Ivanna Margarucci. Investigadora postdoctoral de la UTA.- 

“Pidieron dignidad les tiraron balas”. Esto decía el rayado de una pared de la Escuela Santa María en enero de 2020, cuando visité Iquique por primera vez. Hoy, escribo estas líneas desde la misma ciudad cuyas calles fueron testigo en 1907 del horror de la masacre obrera.

Una historia parecida ocurrió en la localidad minera de Uncía, en el norte del departamento de Potosí, Bolivia, hace 101 años. Las similitudes entre una y otra matanza hielan la sangre de cualquiera que se detenga a pensar en las formas en que el poder opera contra los cuerpos y las vidas de los hombres y las mujeres que, con su trabajo, producen la riqueza.

La singularidad de los eventos históricos no debe ocultar las tramas más o menos invisibles que los unen en la distancia del tiempo y del espacio. Máxime cuando estos se produjeron en dos mundos en espejo, como lo fueron, en el siglo XX, la minería del salitre y del estaño.

Foto de la Escuela Santa María, enero de 2020. Fuente: Archivo de la autora.

De esos mundos nacieron precisamente los protagonistas, solidarios, de ambos eventos. En Iquique, los trabajadores salitreros, los pampinos, a quienes se les plegaron diversos gremios urbanos con los que compartían la misma lucha. En Uncía y Llallagua, sedes de la empresa La Salvadora del barón del estaño Simón I. Patiño y la Compañía Estañífera de Llallagua de capitales chilenos, los artesanos y los mineros unidos, por vez primera, de esa ciudad y pueblo.

Las conexiones no se detienen en la simetría de la sombra del sujeto. Entre los huelguistas y masacrados de Iquique hubo obreros bolivianos, así como entre los agitadores y la masa anónima de trabajadores de Uncía-Llallagua, obreros chilenos. Su impacto, fue aquí y allá profundo y duradero. Los bolivianos, procedentes en su mayoría de Cochabamba, llevaron su idioma, su cultura y su cosmovisión a la pampa –voz quechua que significa “llanura”– y los chilenos, junto con los bolivianos repatriados, sus experiencias y prácticas políticas al altiplano y los valles, teñidas de un rojo, rojinegro socialismo y anarquismo.

Es cierto que las causas que detonaron Iquique en 1907 y Uncía en 1923 parecen haber sido, al menos en apariencia, distintas. Mientras que los pampinos, entre varios reclamos, levantaron como bandera la depreciación de su salario y el odiado sistema de fichas y vales, en Bolivia, el enemigo tenía nombre y apellido –el chileno Emilio Díaz, administrador de la Compañía Estañífera de Llallagua– y la herramienta para acabar con sus abusos una sigla, FOCU, que significaba Federación Obrera Central de Uncía. Pero por sobre las causas que alguien rápidamente podría clasificar como económicas versus políticas, encontramos el mismo sentimiento que decodificó la pintada de la Escuela Santa María. Los trabajadores buscaban lo que creían que les correspondía por derecho. Buscaban conquistar una palabra tan bella como potente y articulador su significado: dignidad.

Esa creencia quizás explique, como dice Sergio González Miranda, la principal estrategia utilizada por los trabajadores en el tiempo largo de la lucha. Esto es, dirigir sus reclamos a través del memorial o el petitorio a un Estado al que consideraban un “agente imparcial” capaz de mediar entre el capital y el trabajo,[1] lo que se les revelaría, después de la matanza, una consideración falaz. Así, mientras que en Iquique los pampinos bajaron desde la pampa hacia el puerto para encontrarse con el Intendente de Tarapacá, Carlos Eastman, en Uncía los artesanos y obreros recibieron en dos oportunidades a los representantes del presidente Bautista Saavedra e inclusive, en un gesto análogo al de sus camaradas trasandinos, una pequeña comisión se dirigió desde las minas del frío altiplano a la sede del gobierno central, La Paz. Pero en ninguno de estos episodios el poder estatal realmente los escuchó. La alianza con el poder de los reyes del salitre y los barones del estaño significó su acorralamiento. Y es ahí, cuando en el tiempo largo de la lucha irrumpe el tiempo corto –tiempo corto pero eterno por sus consecuencias– de la masacre.

En Iquique, previa declaración del estado de sitio, los huelguistas fueron acorralados por la tropa del general Roberto Silva Renard en su asilo improvisado, la Escuela Santa María, desde cuya azotea flameaban, movidas por la brisa marina, las banderas chilena, boliviana y peruana. La orden era que desconcentraran, pero ellos decidieron quedarse hasta conquistar todas y cada una de sus demandas.

Grabado de la masacre de Uncía, junio de 1923. Fuente: Archivo Luis Cusicanqui, Colectivo Ch’ixi, La Paz.

En Uncía, previa declaración del estado de sitio, los trabajadores y sus familias fueron acorralados por la tropa del mayor José Ayoroa en la Plaza Alonso de Ibáñez. La orden era que se dispersaran, pero ellos resolvieron quedarse hasta conseguir la libertad del presidente y vicepresidente de la FOCU, el carpintero Guillermo Gamarra Barragán y el peluquero Gumercindo Rivera López, por quienes, allí congregados, reclamaban.

El reloj marcaba las tres y media de la tarde en Iquique y las seis o siete en Uncía, cuando el 21 de diciembre y el 4 de junio, una ráfaga de balas, en efecto, detuvo el tiempo.

“La muerte de muchos de los jefes de la huelga y las banderas blancas y los pañuelos que se ajitaban en varias partes nos hicieron creer á los espectadores imparciales que el acto había terminado, ilusión que solo duro un instante (…) Hubo un momento de silencio, mientras se modificaba el alza de las ametralladoras bajándola en dirección al vestíbulo y patio del edificio, ocupados por una masa compacta é hirviente de hombres que rebalsaba á la plaza y de más de cuarenta metros de espesor; y luego el trueno continuó”.[2]

A un lado y al otro de los Andes, la balacera y la desesperación sonaron como trueno.

“El griterío se hizo atronador. Los obreros corrieron a parapetarse; todos, desorientados, sorprendidos por un fusilamiento tan brutal y tan cruel, no sabían en esos momentos adoptar ninguna decisión salvadora”.[3]

Iquique y Uncía. Uncía e Iquique. Las crónicas de la barbarie evocan dos historias que se confunden en una y que, fácilmente, podrían confundirse con tantas otras.

“[A]l huir un grupo de obreros (…) un lancero atravesó con su lanza a una pobre boliviana, que dándole el pecho a su guagua, estaba a cargo de una venta de mote con huesillos… quedando guagua y madre atravesadas”.[4]

“El bárbaro mayor José Oyoroa (sic) (…) asesinó de la manera más cobarde a una indefensa mujer con su criaturita de pecho, la compañera N. Tapia”, Aurelia de Tapia Leiza.[5]

Jamás llegaremos a saber cuántas personas murieron. Tampoco los nombres y apellidos de todas las víctimas. En Iquique se habló desde cientos hasta miles. En Uncía desde cuatro u ocho hasta una centena. ¿Cómo saberlo? Si el destino de los cuerpos, transportados en ambos escenarios en carretas, fue la fosa común del Cementerio N° 2 y el horno de calcinación de los ingenios Catavi y Miraflores, para que se desvanezca la prueba del crimen colectivo. Ese número seguirá siendo, así pues, terreno de la disputa por la memoria. Pero, ¿acaso importa la precisión de una cifra, cuando tenemos certeza de la atrocidad perpetrada por el Estado y los grandes negocios de la minería?

Después del asesinato, proseguiría la persecución y represión de los “agitadores” y “subversivos”. Listas negras, detenidos, confinados y desbandados. Algunos lograron escapar: los dirigentes de la huelga de Iquique, José Brigg y Luis Olea se marcharon a Perú donde continuaron con su militancia anarquista, mientras que José Santos Morales lo hizo a Bolivia. Allí, fue hostilizado por las autoridades. Temían el mal ejemplo. Otros, tras el castigo, dieron vida a nuevas iniciativas emancipadoras: en 1926, Guillermo Gamarra se convirtió en el secretario de la Unión Sindical de Trabajadores en Madera y, en 1927, en el titular de la Federación Obrera del Trabajo paceña, de la que surgió ese año la Federación Obrera Local, también, anarquista.

Claro que para el poder, lo sucedido no tuvo un costo humano. Tuvo, antes que nada, un costo pecuniario. Un oficio de 1908 de la Intendencia de Tarapacá consigna el valor de 117.246,79 pesos chilenos erogado por las Tesorerías de Santiago e Iquique en concepto de “pagos efectuados con motivo de la huelga de Diciembre último”, dentro de los que se incluían, entre otros, “artículos y servicios proporcionados a la policía” por la firma de los hermanos Schiavetti y “servicios de movilización” brindados por la Compañía de Ferrocarriles Salitreros. Hubo más gastos que aún no conocemos. El oficio informa que la matanza salió en total 198.249,59 pesos.[6] De igual modo, de acuerdo a un informe de la Compañía Estañífera de Llallagua, tras la disolución de la FOCU en diciembre de 1923, se retiró “a todo el mal elemento trabajador en número superior a 200 individuos”, cuyo costo fue de 22.118,19 pesos bolivianos. Según el mismo, “la cuota de gastos correspondiente a la Compañía por la movilización, alimentación de las tropas y varios otros desembolsos durante la huelga de junio fue de Bs. 71.969,66”.[7]

Pese a todo, Iquique y Uncía tendrán un importante significado cruzado para los habitantes de la pampa y el altiplano. El 1° de Mayo de 1914, el sastre-abogado Ricardo Perales decía en aquella que posiblemente haya sido la primera página obrera de los artesanos y trabajadores bolivianos publicada en la prensa comercial:

“La sangre del proletariado ha teñido en rojo las calles de Paris, Barcelona, Chicago, Buenos Aires, Iquique y otras ciudades. No obstante, sigue el nuevo Hércules derribando las murallas que se oponen a su paso triunfal. Nada le detiene; adquiere mayor vigor, mayor entusiasmo, porque sabe q. el triunfo es de los entusiastas, de los obstinados. De aqui que seguirá propagando su doctrina de fraternidad, de amor, pues que el socialismo es una doctrina de amor”.[8]

Bolivia miraba a Chile y Chile miraba a Bolivia, mientras se tejía un martirologio obrero compartido. Después de Uncía, un periódico libertario de Santiago, advertía con el mismo tono: “El proletariado boliviano despierta y ya no dará tregua en sus batallas a los explotadores”.[9] La matanza será la base de la “politización popular”, como señaló Pablo Artaza Barrios, regada con la sangre de los caídos.[10] También, la posibilidad de construirse como un nosotros forjado allende las fronteras.

Hace ya no 101, sino 100 años, en el primer aniversario de la masacre, la imprenta iquiqueña del Centro de Estudios Sociales La Brecha fundado por el tipógrafo Celedonio Enrique Arenas, editó un manifiesto que esperaba ser repartido por los anarquistas de La Paz en Uncía. El volante fue decomisado, pero su contenido reproducido en el semanario de dicho centro, El Sembrador. Gracias a este gesto internacionalista, hoy lo conocemos. En él, un siglo atrás, se leía: “Ahí están: Uncía, Santa Cruz en la Argentina, Iquique en Chile, Guayaquil en el Ecuador y mil puntos más del universo que han sido teatro de represiones sangrientas y feroces”.[11] En cada uno de estos puntos, hombres y mujeres de a pie, trabajadores y trabajadoras, pidieron dignidad. No había para ellos. Sí, balas.

—-

[1] Sergio González (2007). Ofrenda a una masacre. Claves e indicios históricos de la emancipación pampina, Santiago: LOM Ediciones, p. 136.

[2] “Un estudio de importancia. Datos y opiniones sobre los sucesos de Iquique”, La Patria, Iquique, 22 de febrero de 1908.

[3] “De Bolivia. La culminación de la tragedia del 4 de junio. 1923 – Una página de la historia del pueblo – 1927”, La Protesta, Buenos Aires, 16 de junio de 1927.

[4] Eduardo Devés (1989). Los que van a morir te saludan. Historia de una masacre. Escuela Santa María, Iquique, 1907, Santiago: Ediciones Documentas, p. 198.

[5] “De la reacción Americana”, Nuestra Tribuna, Necochea, 1 de noviembre de 1923.

[6] Luis Aldunate, Oficio al Señor Juez Letrado del 2° Juzgado, Iquique, 22 de septiembre de 1908, Archivo Regional de Tarapacá, Fondo Intendencia de Tarapacá, Legajo N° 693.

[7] Compañía Estañífera de Llallagua, Memoria anual correspondiente al año 1923, Llallagua, 19 de febrero de 1924, pp. 40-41, Sistema de Archivo COMIBOL, BO. SACMB/LCJ, Caja # 13, N° 70.

[8] Ricardo Perales, “1° de Mayo”, El Diario, La Paz, 1 de mayo de 1914.

[9] “Bolivia”, Tribuna Libertaria, Santiago, primera quincena de diciembre de 1923.

[10] Pablo Artaza Barrios (2006). Movimiento social y politización popular en Tarapacá 1900-1912, Concepción: Escaparate Ediciones.

[11] “Manifiesto Del Grupo Libertario ‘La Antorcha’ al proletariado de Bolivia”, El Sembrador, Iquique, 7 de junio de 1924.

Los comentarios están cerrados.