Edición Cero

Iván Vera-Pinto Soto/Antropólogo  y Magíster en Educación Superior Desterrar sus imperecederos miedos era imposible; menos aún podría olvidar el paso sigiloso y discreto de... Serie de teatro y cuentos de la memoria: Elías y su muerte

IMG_4454Iván Vera-Pinto Soto/Antropólogo  y Magíster en Educación Superior

Desterrar sus imperecederos miedos era imposible; menos aún podría olvidar el paso sigiloso y discreto de la muerte cuando dormía en su cuna. – Con mis ojos medio abiertos, la distinguí de pie en un rincón malévolo del dormitorio, observando con codicia a los dos cuerpos abrazados tenazmente por el amor o, tal vez, por el miedo de perder la frágil felicidad. ¡Qué arrogante! Pasó por mi lado, sin siquiera saludarme… A lo mejor me equivoco; quizás, yo era muy pequeño para su desmedida ambición. Más tarde, se sentó suavemente en la cama de mis padres para decidir a cuál de ellos lo ataba con su lazo mortuorio. Al parecer, recién se dio cuenta de mi presencia, pues me hizo un leve gesto con su mano para que siguiera durmiendo tranquilo.  – Discurría en ese trance.ra la noche más fría de invierno. Elías deseaba descansar de ese constante sentimiento de orfandad que lo absorbía; anhelaba aflojar los músculos de su corazón y poner a dormitar su espíritu angustiado. En aquel momento, se recostó sumiso sobre su cama desecha, con los miembros extendidos y relajados. Cerró sus ojos  y dejó que su entendimiento confuso vagara por las calles de la nostalgia. En ese transitar se abrieron puertas secretas que dejaban al descubierto susurros de memorias, anécdotas y excitaciones que lo estremecían y que en muchas auroras lo condenaban a la vigilia. En algunas esquinas ambiguas del pasado, se arremolinaron con premura cuadros desordenados de su existencia: las aguas turbulentas que algún día le perdonaron la vida, los tres gatos que durmieron en su claraboya, los barcos pesqueros en el puerto entristecido, el cuchillo carnicero que le rebanó el dedo cordial, pasillos intrincados y sin salidas, el globo ocular perforado por un clavo, unas tijeras grandes de sastre y la carroza fúnebre arrastrada por dos caballos negros, entre tantas otras añoranzas, llenas de gentes y de ruidos.

A partir de esa noche abominada, Elías, no sintió como los otros sentían, no miró como los otros miraban, no habló como los otros hablaban; tampoco pudo revelar jamás lo que guardaba silenciosamente en su pecho. Al transcurrir los años,  la muerte siguió rondando muy cerca de él, pero siempre le fue difícil reconocerla, ya que estaba encubierta en mil máscaras; disfrazada; oculta como una araña de rincón; tomada de su  mano como una hermana; revoloteando como una mariposa en sus sueños; picoteando como un pájaro la ventana y almohada; tapiándose de nombres relegados y preguntas sin respuestas.

Sin advertirlo, el sueño subyugó su juicio. Al poco rato, un impulso vehemente removió todos los rincones de su organismo, ahogando sus sentidos en un dominio indeterminado. De un solo golpe, vinieron las arcadas, infinitas arcadas de moribundo, como si su torso fuese atravesado por muchísimos venablos. La ilusión fue muy real e intensa, y prometía eternizarse en el tiempo. Ante la adversa encrucijada, sintió temor e intentó escapar, pero todo esfuerzo fue infructuoso. Una potencia intangible lo retuvo con sus enormes e incontables extremidades, aprisionando su tórax e inmovilizando brazos y piernas. Lentamente comenzó a perder el aliento. Presintió que zozobraba, al igual que un barquito de papel entre el oleaje de un mar fragoso. A esa altura, presagió su muerte fría, fatal e ineludible.

Una vez más su divagación fue violentada por una penetrante estocada que dio de lleno en el centro de su pecho. Un filoso metal comenzó  a hacer un corte vertical en su carne, tal como si realizara una autopsia en el cuerpo aún con vida. De su boca no surgió ningún alarido. Entre medio de ese sueño sobrecogedor presenció su tronco desgarrado, como una zanja larga y sangrante. Desde esa herida emergió con ímpetu un lodo negruzco y espeso. Era una impresionante composición de tierra, mezclada con agua, caracolas, gusanos, dientes, papeles y otras mínimas cosas indescifrables. El sedimento turbio comenzó a deslizarse perezosamente desde su busto hasta los pies.

Al poco tiempo, la materia dejó de emanar y, simultáneamente, experimentó un adormecimiento, tal si estuviese sedado. Inhaló un poco de aire, con exiguo alivio. En ese intervalo, tuvo la impresión que su piel y sus pensamientos hubiesen sido, transitoriamente, blindados por un ingrediente salvador y sutil que evitaba cualquier arranque de emoción doliente.

En el centro de la fantasmagoría, el lodo se reagrupó en una sola masa gelatinosa y ascendió pesadamente con sus patas mitológicas hacia la cabeza del hombre, hasta enrollarse en su cuello. Elías se mantuvo en quietud y absorto. Estaba convencido que valía la pena dejarse vencer por ese légamo, sin armaduras ni recelos. Estaba sometido al vértigo del buen invasor. No más esperaba que ese fango acometiera con todas sus armas sobre su pequeño feudo, para que ocurriera lo supremo, lo ansiado.

Al tanto que su delirio aumentaba, comenzó a distinguir en el aire configuraciones que se deformaban, tonos y ángulos que se perturbaban y trayectos que se agrandaban en un tiempo calmoso. De súbito, una sombra emergió  desde su cuello barroso, agigantándose, poco a poco, y oscilando como un péndulo. A la nube oscura le brotaron unos colmillos largos y fieros que, en un abrir y cerrar de ojos, se incrustaron en su yugular y succionaron, gota a gota, su sangre enferma. Esa cosa monstruosa emitía algo parecido a una risa ciega que por instantes se transmutaba en un llanto desquiciado, desconcertándolo. No obstante, a medida que le sorbía la sangre, le provocaba un placer insospechado, casi morboso. Qué insólito. Una vez que sació su sed, se introdujo disimuladamente por su cerviz y se anidó en su cerebro, estimulándole emociones complejas de describir.

Como caída del cielo, una sensación de ligereza invadió su naturaleza, aliviándolo de todas las privaciones y congojas que había sufrido junto a su madre desamparada. Fue tanta la dicha que si hubiese tenido un resto de vigor hubiese abrazado y besado a esa apariencia lóbrega, pues sentía que ella era el único amparo dulce para su existencia marchita.

Antes que sus pulmones cayeran rendidos sin aire, la sombra ligeramente se fusionó con el barro en una sola enjundia, bordeando las comisuras de sus labios. En tal eventualidad, pudo apreciar su gusto y su tufillo de hiel marina. – La muerte contiene cada gesto mío, cada pensamiento, cada recuerdo de cosas infinitas de tierra y mar, de certezas y dudas, de virtudes y errores. – Divagó.

En un acto de sumisión, extendió sus brazos hacia el techo para que la criatura salvaje, primitiva e intocable lo liberara de las más recónditas perturbaciones. Pero el éxtasis soñado quedó en suspenso. De nada valió su rendición.  – ¿Por qué me hace esperar tanto en su antesala?  ¿Será que su afán es refrescar algo importante de mi memoria para que sienta una noche en calma, antes de mi partida? – Pensó. ¿Una noche en calma?… Para el hombre esa posibilidad era una quimera. En realidad desde esa madrugada perversa, cuando la muerte se entrometió, sin permiso de nadie, en los sueños de sus padres y en su mundo infantil, nunca más tuvo sosiego. Por más que intentara tener un respiro, constantemente surgía la ocasión cuando sus ojos inocentes y somnolientos atisbaron a la muerte agazapada, extendiendo sus manos hacia el corazón paterno, tan débil como un segundo. Mientras tanto, su madre tensa y nerviosa, al vislumbrar a  su amado helado y tan blanco como su camisón, un grito de dolor ahogo en el pecho ya sin vida. No pocas veces se interrogaba por qué no fue capaz de retener el éxodo de su padre. Deseaba con ahínco descifrar ese enigma, mas nunca lo pudo comprender.

A veces, motivado por el deseo secreto de convocar al fantasma paterno, encendía algunas velas, al lado de un gran espejo. Tenía la ferviente esperanza que el personaje que le había dado la vida pudiera reflejarse en la superficie fría del cristal, para acurrucarse en su pecho y decirle te quiero. Pero, para su pesar, la existencia amada de ningún modo se revelaba. Por el contrario, reaparecía, en el gabinete cristalino, su cosmos incierto en una atropellada telaraña de días mustios, rostros despóticos, manos egoístas y gritos insultantes que mutilaban su espíritu. En ese momento, su corazón enmudecía y la luz de las velas se apagaba. Con la conciencia atada al alba enlutada, percibía que sus restos dolientes eran trasladados en un féretro de madera atávica al panteón de las almas abandonadas. Allí, en esa postrera estación, simplemente le acompañaba una mujer que llevaba un difunto en los ojos, el cual asomaba en cada noche a las órbitas del llanto, bajo los acordes del piano que endulzaba y apuñalaba.

Volvamos a esa noche helada…

En el umbral de su caída, entre el agujero y el guiño infausto, no supo cuánto tiempo esperó que la nube negra le fajara con la mortaja de la última jornada.  Pero, para su desconcierto, la muerte irónicamente lo dejaba respirar y respirar. Sintió pavor de seguir viviendo con ese dolor ancestral que fluía más rápido que el agua. Se hubiese sentido gratificado si ella le hubiese permitido, sin mayor dilación, emprender la ruta hacia al abismo hermético.

Cuando subían los visajes de insatisfacción en su boca, una segunda sacudida más violenta, equivalente a una hecatombe, lo remeció, de palmo a palmo. Tuvo la impresión que todos sus órganos se desprendían de cuajo y rodaban sin parar por el suelo; que su sangre afloraba por sus poros hasta inundar por completo el cubrecama. Con regocijo asumió que había llegado el momento donde las cadenas y las murallas serían derribadas de su cuerpo mortal; donde sus ojos podrían contemplar con claridad y libertad la felicidad vedada. Otro mundo más hermoso, donde valiera la pena vivir. Pero, pese a todo pronóstico, nada aconteció.

Cansado y embrollado, discurrió que era un absurdo suponer que la muerte vendría de manera inmediata después de la agonía, así como le sucede el otoño al verano o la noche al día. Entonces, en un soplo de razón, decidió terminar con ese ritual, así como cuando alguien resuelve fugarse de una pesadilla. Al quitar las manos de sus ojos, una ráfaga de luz, de color rojizo y violento cayó sobre ellos, dejándolo por un lapso enceguecido. En tal ocurrencia, retornaron las visiones prístinas. Confundida en una cortina brumosa, divisó una casa de madera, de grandes puertas y ventanales pintados de blanco. Desde lo alto de una larguísima escala de pino Oregón, despuntó una señera figura que transmitía una acentuada quietud, muda e inmensa. Elías creyó reconocer a su padre que lo invitaba con sus manos a subir hasta la cima. Desde sus cabellos canos y ondulados, surgieron atados unos resplandores, intensos como los de un flash  que iluminaban paredes y techos. Parecía un ángel sin alas, musitando con sus labios espectrales un bolero de amor oprimido, al compás de un piano doliente. Sin decir nada, la apariencia se volatilizó como la fosca costera que en la noche se levanta en el puerto de los muertos, desapareciendo en una oscuridad sin fin.

Una influencia suave y excepcional se apoderó de él, desnudándolo de su ropaje gastado. Su cuerpo desprovisto parecía que flotaba cadenciosamente en el aire, tal si estuviese entre las olas de un océano ilimitado, perdiendo todo contacto con el mundo físico. Su mente se sumergió en una nube lechosa y un céfiro frío del oeste la hendió. Un torrente marino lo llevó lejos, arrancándolo de sus apegos y evocaciones azarosas. Dejó de escuchar todo sonido y, paulatinamente, perdió soberanía sobre su ser. Entonces, sus ojos se alzaron para siempre en el espacio glacial que se mecía sin parar, esperando que sus carnes transparentes y escarchadas reposaran en el cielo que surgía como un piano lejano, más bello que la cotidiana melodía.

A los días, cuando lo encontraron inerte en su catre, una insospechada sonrisa estaba dibujada en su boca.

Fin

Este relato pertenece al texto Cuentos de Voces Errantes.

Fuente de información:http://iverapin.wix.com/verapintocuento

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