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Roxana Luzzi Saavedra, Diseñadora Gráfica El colegio nunca fue lo mío, lo detesté durante doce largos años, tuve problemas para relacionarme con los demás... Historias cotidianas: El Colegio nunca fue lo mío

Roxana Luzzi Saavedra, Diseñadora Gráfica

El colegio nunca fue lo mío, lo detesté durante doce largos años, tuve problemas para relacionarme con los demás y me aburría eternamente. Por suerte me tocó la época en donde la jornada era más corta, de lo contrario, me habría muerto de tedio. Estar en mi casa era mucho más productivo, como mi madre confeccionaba ropa, andaba revoloteando cerca de ella para mirar qué estaba haciendo o para ayudarla a dibujar los patrones de la revista Burda.

Siempre había un desfile de señoras que la visitaba, entre ellas estaba la señora Gladys, que no iba a probarse nada, solo iba a conversar. Entrando al lugar de las máquinas y las telas en donde pasaba metida muchas horas, la señora Gladys me veía y a continuación del “hola mijita” venía la gran pregunta, ¿cómo le ha ido en el colegio?: “Mire señora Gladys, para serle sincera, hasta el minuto me ha ido bien como el culo, qué quiere que le diga”.

Eso en mi mente, en realidad me quedaba callada, como siempre, esperando la próxima pregunta o el monólogo eterno que escuchaba porque no tenía la suficiente confianza o la claridad mental para reaccionar y salir corriendo. Y entonces comenzaba el discurso, no recuerdo muy bien las palabras pero sonaba como: Mi Orietta (su hija, que tenía diez igual que yo) estudia todo el día, de nuevo se sacó el primer lugar con un seis como a nueve… nueve, nueve e infinitos nueves, este año no fue tan bueno como el anterior que se sacó un siete.

Yo creo que es superdotada, puede que vaya a la NASA, el mundo no se puede perder a uno de los seres más inteligentes del planeta. Silencio de mi mamá. Silencio mío. Comenzaba con la perorata y mi mente que era como la de un pajarito que se trasladaba de un lugar a otro como un colibrí, pensaba, que habla raro la señora Gladys, tiene mucha guata y no está esperando guagua; observaba su cara, y su boca como en cámara lenta, y le salían gotas de baba que iban a parar no sé dónde.

Cuando no estaba en el colegio era más feliz, sin llegar a ser totalmente feliz.

Andaba preocupada de salir a jugar y correr lo que más se pudiera, contarle cuentos a mis muñecas, hacerles ropa que era lo que más me gustaba hacer. Le pedía telas a mi mamá, lo que me producía un poco de ansiedad porque nunca obtenía las que yo quería. Mamá, dame esta, no porque es una pretina que tengo que coser, entonces esta otra, no porque es el bolsillo de un pantalón que estoy midiendo. A veces me juntaba un poco de retazos que me hacían más feliz que un siete.

También andaba detrás de los cuescos de palta para tallarles caritas. Leía los libros que me pasaba mi papá que era lo único que tenía algo de peso educacional, los comentábamos con mi papá a nuestra pinta, sin ninguna prueba que midiera lo mucho que lo disfrutábamos. Cuando mi amiga Jackeline se quebró una pierna, la visité casi todos los días durante un mes y nos entreteníamos jugando cartas, comiendo galletas de champaña y disputándonos el primer lugar del “poto sucio”.

El colegio era otra cosa, sentarse en el último banco a escuchar, o hacer como que escuchaba porque mi mente andaba en júpiter, siempre. Ni siquiera las actividades extras eran entretenidas para mi, los días que había que ir disfrazados era todo un tema, mi mamá llegaba con un montón de cosas prestadas para vestirme con unas faldas largas, unas blusas con vuelos y un pañuelo en la cabeza, cuando le preguntaba de qué iba disfrazada me decía: de aldeana, ¿y de qué aldea? De una de Italia. Eso era para ponerle algo de onda porque en verdad no tenía ni una gracia. El de mi hermano era de roto chileno, caminábamos unas cuantas cuadras al colegio los dos, la aldeana italiana y el roto chileno.

Mis cuadernos nunca tuvieron toda la materia, siempre un poco y el resto dibujos o letras dibujadas, grandes, chicas, caras, ojos, plantas, bocas, corazones, lo que fuera. No anotaba ni las fechas de las pruebas, ni siquiera las coeficiente dos que eran las peores, doble suplicio, ¡quién inventó eso!. El terror más grande era la revisión de cuadernos, no la del profe, la de mi mamá. Pero en primer lugar estaban las reuniones de apoderado, ahí podría haberme sepultado viva con tal de no recibir el mega reto. Era pavor, ni siquiera funcionaba la técnica de evadir la realidad con mi mente de pajarito, mi mamá hablaba muy fuerte. Pero el real castigo, el peor de todos, era que me dijera: ¿y cómo la Orietta? Ella es una niña estudiosa que no le da ni un problema a su mamá.

No tengo idea como pasé de curso, nunca repetí. En la media que tenía ramos muchos más complejos como física y química, no entendía absolutamente nada, si no fuera por la Lili, una compañera chiquitita que tenía la cabeza como marciano porque entendía todo de una vez, ella con la paciencia de un ángel me enseñaba antes de la prueba y obtenía el gran azul, ¡salvada!. La vida escolar se medía en rojo y en azul, el libro en donde aparecía mi nombre y mi foto de básica con las trenzas apretadísimas que mi mamá me hacía hasta quedar china o la foto de media en donde aparecía toda chascona, tenía una mezcla de azules y rojos, finalmente ganaban los azules y ahí salía el promedio, si hubiesen sido pigmentos la mezcla habría dado un color morado, no está mal, a mí me gusta el morado.

Yo creo que mis ganas de salir del colegio fueron tan grandes que repetir habría significado alargar aún más la agonía. Cuando me gradué de cuarto medio lloré, mi mamá pensaba que era porque no iba a ir más al colegio, y era eso, lloraba de alegría, no de pena. Mi mamá me dijo, vas a echar de menos el uniforme. Supiera que en mi vida he extrañado ese uniforme, nunca me he vuelto a poner uno, de ningún tipo.

… Y esa fue la historia escolar de una diseñadora gráfica

PD: Nunca le pongan Orietta a una hija.

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