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Iván Vera-Pinto Soto/ Cientista Social, pedagogo y escritor. Aunque resulte paradójico decirlo, a veces la muerte puede generar en el arte situaciones venturosas, puesto que... La presencia de la muerte en el Arte

Iván Vera-Pinto Soto/ Cientista Social, pedagogo y escritor.

Aunque resulte paradójico decirlo, a veces la muerte puede generar en el arte situaciones venturosas, puesto que ella, imprevistamente, conseguiría detonar una energía que podría dar paso a una nueva vida. Prueba de lo antedicho son las numerosas obras artísticas que se han generado en la humanidad a raíz de la muerte o la desaparición de algunos sujetos históricos o conglomerados sociales, víctimas de la violencia política suscitada en algunos territorios muy cercanos. Así ocurrió con la muerte de Osvaldo Soriano, la cual atrajo a más escritores e intelectuales, quienes, pulsando, con la palabra y sus corazones, hicieron más agitación que el mismo periodista y literato.

Aquí nos preguntamos: ¿Qué influencia positiva tendría la muerte en los artistas? Como se asume en general, la muerte es aquella desdeñosa e inevitable compañía que está con nosotros toda la vida, esperándonos,  secretamente, en algún recodo del camino, para sorprendernos y dejarnos helados, aturdidos e inertes. Ella constituye una parte congénita de nuestra existencia. Figurativamente, vida y muerte son dos caras inevitables de la misma moneda. A pesar que somos conscientes  de su universalidad y poder, acontece que la mayoría nos negamos aceptarla, porque en nuestra interioridad ansiamos neciamente gozar de vida eterna. Es por esta razón que, injustamente, la vemos casi siempre como una figura despiadada e insensible.

El caso es que la muerte, desde tiempos antiguos, se ha convertido en un tema obsesivo de ciertos artistas; una suerte de musa que ha servido de fuente de inspiración que ha dado vida a muchas creaciones y, de este modo, a sus propios artífices. Ella ha logrado transformar a algunos artistas en verdaderas leyendas, elevándolos, asombrosamente, al sitial de imágenes inmortales. No es ninguna casualidad que Gardel, pese a los muchos años de su fallecimiento, aún sigue vigente la memoria colectiva de un sector social de latinoamericanos.

Algo parecido también ocurrió con renombrados pintores y músicos quienes en vida pasaron, ingratamente, inadvertidos; inclusive, algunos de ellos fueron cuestionados y desacreditados por la crítica, el público y sus propios pares. Bien sabemos que Rembrandt, Van Gogh y Gauguin murieron en la pobreza absoluta y sin reconocimiento alguno. De igual manera, sucedió con otros genios de la música como Mozart y Schubert, entre otros. Sin embargo, una vez fallecidos, sus obras y ellos mismos adquirieron, de modo inesperado, una ponderación superior, a tal punto que en nuestros días se les reconoce como clásicos, seres inmortales que viven en el limbo del arte.

A saber, Vicent Van Gogh, en la última carta encontrada en su bolsillo el 29 de julio, de 1890, después su suicidio, declaró: “Yo arriesgué mi vida por mi trabajo, y mi razón siempre fue menoscabada”. En la misma frontera desdichada vivió Shakespeare en su época. El célebre dramaturgo tuvo que enfrentar acérrimos ataques en contra de su producción literaria. Se sabe que fue recién hacia los cincuenta años de edad cuando se empezó a reconocer sus méritos como poeta, pocos años antes que muriera.

Asimismo, la monumental obra de Picasso colindó intensamente con la muerte desde que comenzó a pintar el enorme mural conocido como Guernica, en el año 1937. El cuadro expresaba la violencia y crueldad de la guerra civil española, mediante la utilización de imágenes como el toro, el caballo moribundo, el guerrero caído, la madre con su hijo muerto o una mujer atrapada en un edificio en llamas. Fue así que la paleta de este maestro se eclipsó y el sueño eterno pasó a ser el fondo más frecuente en su quimera.

Sin alejarnos tanto de nuestra realidad, basta reconocer que algunos genocidios perpetrados por el Estado chileno en contra los trabajadores han servido de plataformas para originar obras maestras en la música y la literatura. En este momento se viene a mi memoria la “Cantata de la Escuela Santa María”, de Luis Advis y las “Actas de Marusia”, de Patricio Manns, por citar algunos ejemplos nuestros.

Lo cierto es que la lista de poetas, músicos, literatos y pintores que han sustentado sus artefactos en el tópico de la muerte es verdaderamente prolifera, lo que, ciertamente, sería lato explorar en estas líneas. En todo caso, elucubramos que la muerte pudiera ser el comienzo de la inmortalidad del artista o, quizás, el artificio que les permitió develar algún capítulo oscuro que la historia institucionalizada no quiere recordar.

En lo personal, debo confesar que desde hace muchos años vengo escribiendo sobre esta problemática, dentro del formato denominado literatura de la memoria. Podría decir que mi canon y poética autoral se fundamenta, definitivamente, en el concepto de la muerte.

En lo tocante, hace un par de años escribí la tragedia obrera “Las Voces de los Callados”, una microhistoria sobre la matanza ocurrida el 21 de diciembre de 1907 en Iquique. En ella surge la muerte como protagonista y eje articulador de toda la trama. En esta escritura la muerte se enseñorea con pasmosa facilidad, cumpliendo cabalmente un doble rol: juez y conciencia. Particularmente, aquí es retratada como una diosa omnisciente y omnipresente, dueña de un poder privativo que puede decidir y trocar la existencia de cada individuo y de la colectividad en su conjunto. Su presencia es muy distante a la tipificación helénica occidental, es un sujeto complejo que denota voces múltiples, según la materia narrativa y el contexto que se trate.

La muerte interpelada es una vía de liberación de los sacrificados, y un lenguaje de la verdad que homologa los intereses y aspiraciones de todos los ausentes, de manera semejante como la conciben los pueblos ancestrales, donde la muerte no es un signo de destrucción, acaso una forma que les permiten pasar rápidamente a un intercambio simbólico dentro del mundo mágico y onírico.

El conocimiento histórico nos da cuenta de que la muerte, como efecto terminal que resulta de la extinción del proceso homeostático en un ser vivo; y con ello el fin de la vida, surge de la agonía que los sujetos padecen en un medio desigual e injusto; cercados, al mismo tiempo, por la violencia simbólica y real del sistema capitalista.

Para simplificar esta reflexión, puntualicemos que la construcción social de la muerte está mediatizada por la cercanía física, temporal, espacial y mental respecto a ella. No hay que dudar que esta situación es decidora en la alineación de la visión trágica que tenía el pampino de su presencia en esta tierra.

Es adecuado sostener que su personificación intenta dar una torcida de mano a la creencia occidental: portadora de desgracias y fatalidad. Aquí, resulta ser castigadora con los victimarios, y fraterna con las víctimas. Procura no aparecer como una enemiga de los trabajadores, sino como auxiliadora de los pesares y obstáculos que en vida sufrieron a diario. Es probable que esta concepción se entronque con la cultura religiosa de nuestros pueblos originarios. Es más, este personaje en su perorata no se hace cargo de los padecimientos y fallecimientos de los obreros; inversamente, manifiesta su descontento y rebeldía de proseguir con su faena fatídica de acarrear en su carroza más pobres que ricos.

La historiografía nos ha demostrado que los obreros frente al peligro de la muerte no tuvieron otra alternativa que inmolarse por mantener en alto sus demandas y utopías. Esto puede ayudar a explicar por qué la muerte para el trabajador –sin proponérselo de manera juiciosa– no encarna el final, sino el comienzo de una nueva existencia de lucha; por tanto, el cuerpo que vivía antes dominado por un sistema que buscaba el lucro en favor de la oligarquía, ya no tiene mayor valoración, por su carácter temporal este dejó de ser la vida real y es el pensamiento libre o la conciencia de clase la que se sobrepone a al despotismo social y, por ende, a la misma muerte.

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