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Iván Vera-Pinto Soto/ Cientista Social, pedagogo y escritor. A diferencia del teatro burgués que apelaba a educar a los ciudadanos para que fuesen individuos... El teatro social obrero de Luis Emilio Recabarren

Iván Vera-Pinto Soto/ Cientista Social, pedagogo y escritor.

A diferencia del teatro burgués que apelaba a educar a los ciudadanos para que fuesen individuos “buenos‖y morales”‖; el teatro obrero se erigía como un instrumento de aprendizaje de los trabajadores para que pudiesen elevar su nivel de consciencia, es decir, no como un pasatiempo simple, acaso como una institución moral, un lugar de formación. El parangón salta a la vista con el planteamiento de Schiller, en cuanto definía al teatro como una institución de educación moral; no obstante, recordemos que para este último artista la instrucción estaba orientada hacia el individuo burgués.

Digamos que no es una casualidad que Recabarren desde sus primeras declaraciones destacara al teatro como una herramienta pedagógica y un aparato ideológico efectivo para propagar sus ideales doctrinarios. Sin embargo, esto no quiere decir que pretendiera relegar al arte a la condición de un simple medio ideológico. Todo lo contrario. Comprendía que el trabajador, al igual que todos los demás ciudadanos, tenía necesidades estéticas que, sin otra cosa, podrían satisfacerse poniéndolos en contacto con las formas cercanas a su sentir; empero, para que esto aconteciera necesitaba alimentarse de nuevas formas que dialogaran y crecieran con las relaciones sociales, culturales y emocionales, condicionadas por el desarrollo de las fuerzas productivas de su realidad.

En esa línea muchos fueron los aficionados que pusieron todo su entusiasmo y empeño en la práctica teatral con el fin de nutrir su espíritu y consciencia. Esa situación queda a primera vista expresada en la novela “Los Pampinos” de Luis González Zenteno (1954): “El fuego artificio del arte escénico atraía a los lepidópteros enfermos de ilusiones, de ensueños, de ansias redentoras. Para anarquistas y sindicalistas, ese ambiente constituía un oasis dorado. Ellos no pretendían otra cosa que evadirse de la realidad y difundir sus principios. Tal vez cosechar la gloria efímera de unos aplausos. Los ensayos duraban desde las nueve o diez de la noche hasta la una o dos de la madrugada, hora en que parejas y grupos retornaban a su arrabales, tranquilos, desprovistos de temores” (p.135)

Podemos inferir que el valor que le otorgó el mentor obrero al arte no estaba relacionado con el «qué se hacía», sino «para qué se hacía». Desde esa consideración, el «para qué» en el trabajo escénico configuró su práctica teatral, en la que no se buscaba ya los efectos de identificación y de naturalización que inducía el teatro clásico, acaso se insistía en la necesidad de forjar un conocimiento más profundo de la realidad.

En proporción a la idea tratada, nos parece pertinente el planteamiento formulado por Brecht en cuanto no hacía falta inventar argumentos, únicamente había que señalar los problemas que existen en el mundo y referirlos de forma objetiva en escena. En consecuencia, el teatro proletario se fundamentaba en la prioridad de lo social (el contenido) por encima del artístico (la forma); la proclama partidaria era concebida como tarea urgente, un instrumento válido para llevar la agitación a todas las esferas de la existencia. Lo perceptible es que lo apremiante se devoraba la alternativa de desarrollar otras formas expresivas.

Por sobre cualquier preocupación formalista, esteticista, que podía conducir a la recepción elitista, minoritaria, se erigía la idea que había que escribir y hacer un teatro que conectara directa, clara y ampliamente la matriz socialista con la masa obrera, la que en ese momento no se veía representada en la escena y se extraviaba en el drama burgués y el biógrafo; formatos que se dedicaban a proyectar historias e imágenes afines a las grandes metrópolis, ceñidas a un naturalismo añejo y contemplativo o exaltar a la nueva aristocracia industrial, surgiendo el empresario como nuevo protagonista y modelo de la nueva época.

De lo antepuesto se comprueba que el problema consistía en dilucidar cuál era la razón de urdir teatro. En lo concerniente, precisa es la aclaración que hace García del Campo (2004): “La perspectiva del para qué exige del artista‖ plantearse como cuestión crucial la del objetivo de su trabajo. La perspectiva del para qué le exige reconocer la posición desde la que emprende su actividad y adoptar una posición ante el mundo. La perspectiva del para qué… lo cambia todo. No hay discurso neutro. Todo discurso interviene en el universo simbólico construyendo y fijando formas de mirar y ver el mundo, codificando la mirada y la palabra que la dice, articulando las formas en que se materializa el imaginario individual y colectivo” (p.112).

En ese entramado, los dramas de Recabarren, así como los seleccionados de otros autores en su repertorio y difusión, estaban empapados de crítica social (sello distintivo que lo diferenció de distintos teatros de la época), los que fueron representados por entusiastas oficiantes (término que usa Piscator); siendo Elías Lafertte uno de sus principales actores y compañero de lucha del tipógrafo creador.

El líder sindical y gestor cultural sostuvo que para crear y desarrollar el formato que se proponía, era forzoso dotar al trabajador de una ideológica socialista que le permitiera comprender, escribir, representar y difundir la cultura proletaria. De esa forma, el obrero que en cualquier momento podía ser reproducido, también debía estar dispuesto a transformarse en productor.

Convengamos que esa no fue una mera declaración de intenciones, sino condición que comprometía la existencia de la agrupación artística obrera. Los antecedentes históricos demuestran que para alcanzar lo declarado, debió apoyarse en diversos medios: la prensa, las conferencias, las veladas artísticas y otras acciones de formación de cuadros políticos. Aprovechando estos soportes, con voluntad creativa y disciplina, modeló en menos de dos decenios un teatro con una visión revolucionaria para esos días.

Con precisión, suponemos que el carácter político podría ser la ajustada categorización del proyecto de este rector obrero, el que fundó agrupaciones teatrales desafiando los cánones teatrales establecidos, cuestionando el modo en que las condiciones fácticas espacio-temporales tienen lugar en la vida cotidiana pero no tienen lugar en el escenario. Se dan así unas nuevas condiciones: el tiempo es más denso, el espacio, como marco social, es reestructurado y se intenta que la gente que no tiene voz en la sociedad adopte una posición visible y audible en el teatro.

Es evidente que la resolución de “dar voz a los sin voz” constituyó el signo de lucha cultural. La obligación era entonces, por un lado, denunciar las injusticias sociales y miseria; y, por otro, dar expectativa a los trabajadores en la instauración de una nueva estructura social. Para conseguir aquello era imperativo, entre otras acciones políticas, preparar las condiciones con el objetivo que el proletariado se apropiara del arte escénico y lo pusiera al servicio de sus intereses de clase. Un teatro sin apellido que rompiera con los viejos cánones burgueses y proyectara nuevos contenidos dramáticos. Para condensar lo dicho: el sueño era que el teatro llegara a todos los lugares donde los trabajadores y los pobres vivían y trabajaban. Conquistar los espacios culturales que monopolizaban la clase dominante. Trasgredir el orden establecido en lo político y lo artístico. Que la clase dominada se apoderara de todas las instancias de comunicación pública. Entregarles las herramientas al trabajador para que recupere intelectual y socialmente la posibilidad que les es negada, de producir sus propias formas de expresión.

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