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Haroldo Quinteros Bugueño/ Profesor universitario. Doctor en Educación Tanta preocupación pública por Penta, Caval y Soquimich, que nos hemos olvidado de otros casos tan importantes... Barros, celibato y pederastia

haroldo quinterosHaroldo Quinteros Bugueño/ Profesor universitario. Doctor en Educación

Tanta preocupación pública por Penta, Caval y Soquimich, que nos hemos olvidado de otros casos tan importantes como aquellos, como lo es, entre otros, el caso de la asunción de Juan Barros al obispado de Osorno. Así que vamos hoy a este asunto. Pero antes, una reflexión: En junio de 1809, ante la llegada de Napoleón y sus tropas a Roma, el Papa Pío VII se refugió en el palacio del Quirinal. Hasta allí, cuenta la leyenda, llegó el Corso y sostuvo un breve diálogo con el Pontífice.El emperador, reconocido agnóstico anticlerical (lo que le ha valido hasta hoy el mote de “El Anticristo”), espetó al Papa: “Vengo a terminar con la Iglesia y su infame y corrupto poder.” El Papa, impertérrito, le respondió: “Eso es imposible. No hemos acabado nosotros con la Iglesia, ¿y pretende hacerlo usted?”

El contenido de la anécdota es simple: a pesar de sus muchas y graves faltas en el curso de su historia, la Iglesia sabe que el pueblo jamás la abandonará. Su continuidad histórica, entonces, no reside tanto en su antigua y reconocida prudencia y astucia política, sino en algo que se ubica mucho más allá de la institución: la Iglesia es el ente ideológico y administrador de la necesidad de los seres humanos de una razón sobrenatural sobre su existencia y destino, y en el caso de lo cristianos, de contar con un Dios Padre protector, y si son católicos, de una Madre Protectora, María, a la que, en los hechos, veneran e invocan más que al propio Dios Padre y su Hijo. Hoy, a la Iglesia no la están avergonzando las barbaridades de la Inquisición o su complicidad con estados corruptos y opresivos, sino los casos de pederastia  protagonizados por muchos curas – y hasta de monjas – prácticamente en todos los países en que ella existe.

Tales casos de perversión sexual, obviamente,  también debieron darse en la Iglesia en el pasado, pero con total impunidad debido al inmenso poder político que tenía, otorgado por la clase dominante que por siglos  la declaró legalmente parte constituyente del Estado. Además, todo era más fácil en esos tiempos porque no había libertad para denunciar ni exigir castigo por esos delitos. Hoy no es así. El sacerdocio, si bien es y ha sido ejercido mayoritariamente  por hombres fieles a su apostolado, por desgracia también conviene a  individuos tendientes a las perversiones sexuales, como los pederastas. Estos sujetos, en la mayoría de los casos, se hacen intencionadamente curas porque nadie sospecharía que un célibe ministro de Dios sea un abusador sexual de niños, y, para beneplácito de aquellos, por desgracia, a los seminarios y escuelas eclesiales concurren miles de púberes confiados a la Iglesia por sus padres.

Es una pena que la jerarquía eclesial, haya tendido a ocultar y encubrir por siglos los casos de pederastia. Ese error la tiene hoy expuesta al escrutinio y escarnio público a través de la prensa, los agitadores ateos y anti-eclesiales, el cine, etc., y a vergonzosas formalizaciones judiciales. Si bien el Papa Francisco, un estudioso jesuita, elegido precisamente por ser un hombre moderno, ha tenido brillantes pronunciamientos sobre la secularización de la Iglesia, su reciente anuencia a la designación de Juan Barros como obispo de Osorno ha causado conmoción y desilusión entre muchos católicos.

Como sabemos, penden sobre Barros graves acusaciones de encubrimiento y omisión con respecto a las probadas tropelías sexuales del cura Fernando Karadima.  El Papa debió tomar en cuenta, por lo menos, el rechazo público de muchos católicos observantes a esa designación, y no ejecutarla, o por lo menos, dejarla pendiente. Esto fue un funesto mensaje para los católicos que quisieran ver a su Iglesia marchando, ya ahora, con los nuevos tiempos.

De la obligación del celibato sacerdotal obligatorio, se desprende inevitablemente, por parte de la Iglesia, un dejo de rechazo al sexo entre hombre y mujer. Esto es algo que favorece al pederasta homosexual (el que más abunda en los casos de pederastia conocidos en la Iglesia), puesto que su preferencia sexual no es la mujer, adulta o niña. Curiosamente, el celibato fue impuesto bajo el pontificado del Papa Paulo III (Concilio de Trento, entre 1545 y 1563), un político corrupto, nepotista, además de clérigo disoluto y padre de muchos hijos naturales. Para justificar esa imposición, Paulo III y sus seguidores recurrieron a una metáfora bíblica relativa a la dedicación al servicio eclesial. Jesús dijo:  “… hay eunucos que fueron castrados por los hombres; y eunucos que se castraron a sí mismos  por amor del reino de los cielos” (Mateo 19:10).

Si se atiende bien al  contexto general de la metáfora, ésta no implica la obligatoriedad de “castrarse,” noción que reafirma  el Apóstol Pablo, sabedor, como hombre culto que era, de la inevitable líbido que nos acompaña desde el nacimiento, especialmente activa en la masculinidad. En efecto, Pablo no obligó a los primeros presbíteros (los curas de hoy) al celibato; vale decir, sólo lo recomendó porque sabía que no se cumpliría cabalmente, con el subsecuente desprestigio y vergüenza pública para la Iglesia. Sin duda, esta opción la han debido asumir muchos luchadores espirituales y sociales a lo largo de la historia, como el propio Pablo, que se dedicaron por entero a su causa, abandonando todo por ella, incluida la vida matrimonial y sexual. Dijo San Pablo, estando en plenitud a la cabeza de la Iglesia: “… esto lo digo por condescendencia, que no lo mando… me alegrara que fueseis como yo, más cada uno tiene de Dios su propio don… si no tienen don de continencia, cásense pues más vale casarse que abrasarse” (Corintios I,  7: 6-9). Además, su simpatía por el matrimonio de los sacerdotes es evidente. Dice que el presbítero debe ser “sin tacha, casado una sola vez,” es decir, no polígamo, sino marido de una sola mujer (“unius uxoris vir)”  (Tito 1: 5-6). Si la Iglesia volviera a San Pablo, se ahorraría los bochornos por los que pasa hoy, como el penoso espectáculo del obispo Juan Barros en la misa de asunción de su cargo.

En realidad, sorprende la porfía eclesial ante las evidencias de muchos estudios al respecto, como el del español Pepe Rodríguez, autor de “La Vida Sexual del Clero” (Ed. B., Barcelona, 1995), cuya conclusión  es que sólo una infinitésima parte del clero católico cumple o ha cumplido con esa obligación en su vida sacerdotal. En verdad, en el pasado la razón del celibato era económica. Un cura casado significaba la manutención no sólo de él sino de su mujer y sus hijos, que en esos tiempos debían ser “todos los que mande Dios.” Además, como al morir los curas no tenían hijos –reconocidos, por supuesto- todos sus bienes los heredaba la Iglesia.

Hoy, la Iglesia acepta el control natural de los nacimientos, y, además, tiene fuentes duras de sustento: la contribución diaria de los fieles, sus bancos, empresas, instituciones educacionales, etc. Finalmente, si católicos casados que trabajan accedieran al sacerdocio, como asimismo las mujeres (ah, para eso sí que falta tiempo), su número sería tal, que no faltaría asistencia espiritual a ningún católico que la requiera. En fin, ¿se pondrá la Iglesia Católica a la altura del tercer milenio y sus nuevos tiempos?

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