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Iván Vera-Pinto Soto/, Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior y Dramaturgo Cuando la muerte se hace dueña del destino de un pueblo o de una clase social... El artista y la tragedia social

Iván-Vera-Pinto-Soto-dramaturgo-ok-comenIván Vera-Pinto Soto/, Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior y Dramaturgo

Cuando la muerte se hace dueña del destino de un pueblo o de una clase social determinada, entonces surge el sino maldito de la tragedia que se reinventa en el arte para estremecer y sembrar enseñanzas que germinan desde las entrañas del dolor.

 En la inclemente época de guerra fratricida en los andes peruanos (año 80) surgió una canción que rezaba: “Ahora tu sangre hierve cuantos más golpes te duelen/ y en tus ojos se pintan el color de la esperanza/ Tu amor no tiene medida para todos los humildes/ pues tiene sello de clase desde que viniste al mundo./ Tú eres quien ha parido guerreros de este tiempo/ ellos han decidido cambiar de vida al mundo/ Tus horas serán amargas cuando la luz  aún hallabas/ venían cabalgadores echando tierra a los ojos/ Por eso es que lloraste hablándole a los cerros/ por eso es que has sufrido pidiéndole a los dioses.”.

 Es claro que la letra de la canción estaba referida a un recuerdo social muy triste y que además reproducía los valores sociales de sus protagonistas. En otras palabras, el contenido poético-musical expresaba la ideología que sustentaban hombres y mujeres que sufrieron en carne propia el genocidio y etnocidio tanto del Estado, como de los senderistas.

 Saco este ejemplo a colación para demostrar que el arte y los artistas comprometidos con las causas y luchas sociales de sus pueblos, comúnmente se han inspirado en las tragedias populares para generar un arte que no sólo testimonie los hechos históricos o denuncie las violaciones a los derechos humanos, sino también para entregar un “mensaje” crítico y esperanzador a partir del silencio histórico. Es probable que estos creadores, utilizando su lenguaje estético, se propongan – a partir de un supuesto ético – generar una visión de un nuevo día o de un nuevo sentido de vida, a partir de la sangre derramada y de las penumbras históricas. Así lo han demostrado muchos cantores populares ampliamente conocidos, tal como ocurre con Quilapayún y su emblemática Cantata de la Escuela Santa María.

 Esta, sin duda, es una constante que se da en la producción artística del teatro social o popular chileno, desde Luis Emilio Recabarren hasta el llamado teatro de la memoria de nuestros días. De igual modo, lo vemos reflejado en el arte ácrata, en el teatro político y en los movimientos artísticos generados en Chile, especialmente en las épocas de mayor convulsión social y de quiebre institucional del país. Pese a la existencia de censura y persecución cruel a los luchadores sociales y a los artistas disidentes de los regímenes totalitarios y dictatoriales, siempre, paralelamente, a la cultura impuesta por el Estado ha coexistido una “cultura alternativa” que hace suyo en sus contenidos no sólo los temas asociados a los “males sociales”, sino también que rescata y pone en valor hechos históricos luctuosos que han sido escamoteado por las letras oficiales.

 Este argumento no es nuevo, ya en la antigüedad los griegos a través de su arte dramático nos dieron claras pruebas de esa fuerte atracción que provoca los acontecimientos de sangre y las grandes epopeyas sociales. Tanto así que para ellos la tragedia no fue sólo una manifestación artística, sino una institución dentro la polis. De la misma manera, Shakespeare, con su obra esencial Macbeth, trató exhaustivamente la ambición y la lucha de los pueblos por su autonomía, demostrando que dicho conflicto es trascendental, prueba de ello es que aún la tragedia sigue vigente a pesar de sus  400 años de creación.

Como observamos, esta suerte de culto a la sangre y la muerte por siglos ha conmovido a diferentes creadores y  seguramente los seguirá misteriosamente sugestionándolos mientras hallan injusticias y sufrimientos sociales. George Hegel decía que la tragedia podría ser definida como el eje central de la vida política. Tanto es así que Nicolás Maquiavelo y Thomas Hobbes, estudiosos que inauguraron el pensamiento político moderno, ambos en sus tesis también tenían presente el cimiento de la tragedia social.

En esta perspectiva, hace muy poco, la ciudadanía (incluida los trabajadores del arte)  conmemoramos un año más de la masacre de la Escuela Santa María, no pocos artistas locales por medio de su actuación, canto, imágenes y letras también estetizaron la violencia ejercida por el Estado nacional en 1907 contra los obreros, tal como lo hizo en su momento Picasso al expresar del dolor del pueblo español con su obra Guernica.

Cuando evocamos artísticamente a los “héroes pampinos” caídos en su justa lucha reivindicativa lo que hacemos es memoria y en ese retorno están los afectos y las nostalgias contradictorias ante un lugar abominable y entrañable a la vez como ese recinto escolar. Con todo, la comunidad puede no necesitar el lugar físico para continuar con su fraternidad; pero sí necesita anclar la memoria colectiva en una representación simbólica que trascienda a la comunidad particular y la intimidad de los trabajadores asesinados en ese espacio.

Por otro lado, un artista comprometido con las tragedias sufridas por su pueblo, revela el alto compromiso que tiene con los procesos sociales de la época que les ha tocado vivir y con la memoria de su colectividad. José Carlos Mariátegui, en su texto El artista y su época, nos señalaba: “Ningún gran artista ha sido extraño a las emociones de su época. Dante, Shakespeare, Goethe, Dostoievski, Tolstoi y todos los artistas de análoga jerarquía ignoraron la torre de marfil. No se conformaron jamás con recitar un lánguido soliloquio. Quisieron y supieron ser grandes protagonistas de la historia”.

Dentro de esa misma estirpe es necesario mencionar a Diego Rivera, cuya obra fue engendrada por su ideal revolucionario y nutrida de la sangre de la Revolución Mexicana. Qué decir de Panait Istrati, cuya fábula se agita en un exaltado sentimiento de libertad y en un desesperado anhelo de justicia. Ese mismo espíritu fue el que animó a André Bretón, Louis Aragón y Paul Eluard quienes prepararon una etapa realista en la literatura, con la reivindicación de lo suprarreal y con ello provocar una revolución literaria y política. Cito por último, entre tantos ejemplos, a Isadora Duncan, la gran bailarina, quien obedecía en su creación a un permanente impulso revolucionario que encontró la mediocridad y la resistencia en la sociedad burguesa, lo que la incitaba incesantemente a la rebelión y a la protesta.

En la misma línea argumental, César Vallejo, afirmaba: “El artista absorbió y concatena las inquietudes sociales ambientes y las suyas propias individuales, no para disolverlas tal como las absorbió, sino para convertirlas en puras esencias revolucionarias de su espíritu, distintas en la forma e idénticas en el fondo a las materias primas absorbidas. Estas esencias trasmutadas pasan a ser, en el seno objetivo de la obra, gérmenes sutiles y sugestiones complejas de excitación social transformadora”.

En el mismo tenor, el poeta iquiqueño, Mahfúd Massis, decía: «La sociedad tiende a fragmentar al hombre, a hacerlo pedazos. Quizás la vida no sea otra cosa que la lucha por la unidad coherente del ser frente a un mundo dotado de armas suficientes para destruirlo». Pues bien, ese planteamiento que nos habla Massis, no es más que una alternativa que tenemos todas y todos, incluidos los artistas, para defendernos del odio, el desamor, la soledad y la injustica que pueblan nuestros entornos sociales e íntimos y que, posiblemente, podemos superar con una constante creación, porque ella está preñada de amor y de pasión, variables básicas para que exista siempre vida.

Según Nietzsche, en la visión trágica del mundo, vida y muerte, nacimiento y decadencia de lo finito se encuentran entrelazados. Este “phatos trágico” presente en la obra de muchísimos artistas no es una postura de pesimismo, sino una mirada que desde lo trágico, desde lo horrible, desde la muerte y desde la ruina puede proyectarse una sociedad y una existencia mejor. Esta postura filosófica se fundamenta en la hipótesis que todo es uno. Vida y muerte se encuentran íntimamente hermanadas en un movimiento cíclico misterioso que da paso al día y a la noche, a la luz y la oscuridad. A partir de este supuesto, podemos colegir que nada es infinito y que muerte es una cara de la vida. Por lo mismo, todo está destinado a la aniquilación, incluso la misma sociedad.

En lógica anterior, el artista cuando revive la tragedia de un pueblo determinado no solamente hace memoria de un hecho histórico quizás olvidado, sino también  pone a la palestra un acontecimiento que devela el origen de la propia destrucción de la sociedad antigua y, por ende, reflexiona sobre una experiencia trágica que no debe repetirse en la construcción de un estado ideal.

Ahora bien, en estos tiempos que vivimos de parafernalias sociales y estímulos efímeros es muy cómodo para el artista evadirse y solazarse con el sonido de su lira, decir que ese es su quehacer, y el mundo posiblemente acepte esta neutralidad. Personalmente, creo que debe ser lo contrario, pues desde dónde esté el artista ubicado socialmente, debe seguir luchando con su voz y su pluma para que se logre la transformación social y, consecutivamente, se alcance la vida plena, feliz y justa para todos los explotados, desamparados y postergados del actual modelo social, político y económico impuesto.

 

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