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Iván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior Muchas veces observamos que los teatristas se empeñan en representar obras dramáticas que propongan casi... Por un Teatro Vivo y de la Memoria

Iván-Vera-Pinto-Soto-dramaturgo-ok-comenIván Vera-Pinto Soto/ Antropólogo Social, Magíster en Educación Superior

Muchas veces observamos que los teatristas se empeñan en representar obras dramáticas que propongan casi una tesis sobre la realidad social que vivimos y que, consecuentemente, hagan reflexionar al espectador. Por el contrario, hay otros, que están preocupados exclusivamente de la forma, de la producción, del estilo y no del discurso que posea la obra. Creo que ni lo uno ni lo otro resulta atractivo y provechoso para nuestro público. Por un lado, los textos más abstractos, simbólicos, herméticos y densos no siempre logran crear una empatía con los espectadores, probablemente porque el público no está preparado para recepcionarlos o porque están matizados de ambigüedades de los autores. Por otro lado, aquellos que ponen el acento en el estilo (la forma por la forma), sin atender su contenido, tampoco logran su cometido porque en ese caso la gente suele distraerse en los vestuarios, en el maquillaje, en los efectos y en las lentejuelas que se le ocurrió instalar el diseñador en el vestuario del protagonista.

A veces nos encontramos con textos tan simples, sencillos y amenos que escénicamente alcanzan un mayor impacto en la audiencia. De pronto, una historia muy humana, empática y mágica puede generar una atmósfera fuertemente emotiva, profunda y reflexiva en la sala, e incluso puede afectar positivamente el ambiente creativo de los mismos artistas. Por supuesto, poseer un buen texto sólo representa la mitad del éxito de un  espectáculo; la otra parte lo aporta las interpretaciones de los actores, los que necesitan gozar de mucho talento, disciplina, naturalidad y un buen nivel de credibilidad en sus roles. Cuando se logra amalgamar integralmente estos dos ingredientes  (un buen texto y una aplicada actuación), entonces el público se “engancha” con el espectáculo y, en ese instante, sobreviene espontáneamente entre los espectadores algo que los teatristas eternamente sueñan alcanzar: divertir, emocionar y reflexionar.

En mis más de cuatro decenios de trabajo escénico me he encontrado ciertamente con esta situación. Hay obras que por su discurso me he sentido plenamente identificado y la he llevado a escena poniendo todos mis conocimientos y convicciones. No obstante, he sentido que esas producciones han sido acogidas exclusivamente por una elite, cercana a esa forma de teatro. En cambio otras obras muy simples y populares han seducido al público local y extranjero, por ejemplo: “Niña Madre”, de Egon Wolf, “Hechos Consumados”, de Juan Radrigan, “Venecia” de Jorge Accáme, “El Monte Calvo”, de Aníbal Jairo Niño o “El Chumbeque a la Zofri”, de Bernardo Guerrero, “Muerte accidental de un anarquista”, de Darío Fo, ”Pedro y el capitán”, de Mario Benedetti, “Coruña, la ira de los vientos” y, recientemente, “La última batalla”, de mi autoría. Todas ellas han tenido un éxito de público envidiable e inesperado por el mismo elenco. ¿Por qué ocurre esto? Tal vez porque todas ellas logran amalgamar historias muy humanas, que rozan problemáticas universales o locales y están interpretadas con la ingenuidad y el realismo propio de sus personajes.

Para lograr este equilibrio entre forma y contenido, es necesario comprender el fenómeno teatral en su totalidad; es importante considerar que no sólo basta que los artistas tengan conocimiento de la técnica teatral, además, necesitan la experiencia con el público y con el contexto cultural en que se desenvuelven. Dice el adagio teatral que los “años de circo”, las vivencias, ayudan muchas veces a los artistas a encontrar ese esquivo punto de inflexión entre estilo y las ideas. En todo caso, en términos teatrales, no hay nada definitivo, ya que la opción artística que se adopte siempre estará asociada con la teoría del gusto y la teoría del valor; en otras palabras, la estética que se escoja estará cruzada por la subjetividad (normas de gusto y de valor individual) y la intersubjetividad (normas establecidas colectivamente por la cultura, la historia, la ideología y la política).

Personalmente, insisto en la posibilidad de plasmar un teatro de carácter popular y crítico, que devele nuestras flaquezas sociales y  que contenga elementos identitarios de nuestra cultura. Lo que no es sinónimo de poner en escena obras simplonas, evasivas y banales, que corresponden a otros escenarios estéticamente menos estrictos.

Precisamente, Peter Brook, cuando nos habla del Arte y la Técnica Escénica, hace una distinción entre un teatro vivo y un teatro mortal. El primero- dice-  es aquel que emociona, hace pensar, divierte, estimula, mueve a la acción al espectador y ensancha su experiencia del arte y del mundo. El teatro mortal, por el contrario, es el que sumerge al espectador en el aburrimiento, en una parálisis emocional e intelectual de su espíritu y que, para colmo, lo obliga a negar esa situación y a atribuirle virtudes. Esta es una de las razones por la cual el teatro ha ido perdiendo la popularidad que tuvo en el mundo en siglos pasados y, por consiguiente, ha contribuido a la desaparición de muchos recintos teatrales, la disminución de los espectadores, la desaparición de dramaturgos y obras de calidad que lleven a escena temas de actualidad y argumentos que interesen y diviertan.

En este contexto, como teatrista inmerso en la realidad tarapaqueña y en el universo latinoamericano apuesto por un teatro social y cercano a la gente a quien dirijo mi trabajo dramatúrgico y escénico. Es importante aclarar que denominamos teatro social a aquel que asume como tema central todas las problemáticas sociales, tales como la pobreza, la cesantía, las luchas reivindicativas de los trabajadores, etc. Asimismo, proyecta contenidos de tipo político referidos a la represión, la falta de libertad de expresión, las injusticias, entre otros tópicos. Y, finalmente, se caracteriza por incorporar argumentos que guardan relación con las culturas urbanas y expresiones propias de los marginados. Por lo mismo, debemos entender que el objetivo de este estilo es generar una actitud crítica en los espectadores frente a la realidad social concreta que viven.

Bajo ese paradigma, observo que el teatro es un medio que permite al hombre enfrentar su propia realidad, no como un simple espectador sino como un protagonista del cambio social. Es en este punto que considero que el teatro se convierte en algo ético, pues divierte y enseña, ya que incita a la acción, y, de esta forma, exhorta a asumir posturas en la frontera política.

Al respecto, Juan Mayorga en su texto El teatro es un arte político, nos señala: “El teatro es un arte político. El teatro se hace ante una asamblea. El teatro convoca a la polis y dialoga con ella. Sólo en el encuentro de los actores con la ciudad, sólo entonces tiene lugar el teatro. No es posible hacer teatro y no hacer política.” (ADE Teatro Nº 95 p.10)

No hay nada más absurdo y estéril que un teatro que procura el exhibicionismo, el divismo y el escapismo social. Tal como lo alegaba Edwin Piscator en siglo pasado no existe teatro que no sea político. El maestro del teatro épico contemporáneo discutía abiertamente contra la falacia en materia estética que sostenía el “arte por el arte”. Por el contrario, corroboraba que solamente aquellos que estaban conformes con esta sociedad podían sustentar esta tesis. Es por ello que fustigaba a aquellos teatristas que se declaraban neutrales, que decían que todas sus creaciones eran por mero “amor al arte” y que se consideraban neutrales ante todos los conflictos y situaciones sociales. Al fin de cuentas – aseveraba Piscator –esa pretendida postura híbrida y “apolítica”, lo único que facilitaba era la asunción al poder de la clase dominante y la continuidad del sistema social.

Positivamente, en las nuevas condiciones históricas que vivimos en Chile, nuevamente resurge los temas asociados con la memoria como consecuencia de las conflictos que surgen en el modelo neoliberal imperante y de las mismas contradicciones y críticas que emergen al interior de los mismos conglomerados políticos que se alternan en el poder y de los amplios sectores sociales “desencantados” de las promesas políticas de las llamadas centro derecha y centro izquierda.

Hoy por hoy, el teatro vuelve a retorna hacia una visión más crítica, realista y contestataria. Es indudable que el realismo se renueva y prevalece la impronta de la palabra y el cuerpo del actor. Este es el momento histórico que se pone el acento en la memoria nacional y en los hechos históricos de Latinoamérica que afectan nuestras vidas y comportamientos actuales.

Dentro de esta línea estético se adscriben, entre otros teatristas,  Rodrigo Pérez, quien centra su trabajo en la crítica fuerte, ácida y subversiva al proponer  la “Trilogía La Patria”. Incluyamos  también a Juan Claudio Burgos, el cual, a través del ejercicio exacerbado de la palabra, se remite al momento psíquico que se entremezcla la sexualidad y el poder. Otro ejemplo es “Santa María de las flores negras”, de la Compañía Patogallina, basada en una novela de Hernán Rivera. Sumemos a Machasa, que se centra en el mundo obrero sindicalizado de las grandes textiles. En el mismo carril destaca “La huida” de Andrés Pérez, 2001, la que denuncia la represión de Estado contra los homosexuales asesinados en el gobierno de González Videla (1949).

Igualmente, nos encontramos con la amplia y excelente dramaturgia de Benjamín Galemiri.  También destacan “Déjala sangrar”, en el Teatro Nacional de la Universidad de Chile, e “Infamante Electra” en Teatro Camino. Suma y sigue, la creación colectiva de ICTUS “Okupación”, del 2007, que ironiza cruda y lúcidamente en torno a la nueva institucionalidad educacional y su proyección siniestra en el campo laboral, así como “La María cochina”, que trata la globalización que penetra el mundo campesino a través del género musical. Finalmente, “Mano de obra”, dirigida por Alfredo Castro, entre tantas otras.

En todas estas creaciones prevalecen el efecto paródico exaltado en los géneros de la industria cultural y de la entretención de masas, en vinculación con otros géneros de ficción que hacen parte de nuestro imaginario compartido, llevados a la frontera del absurdo y de la amplificación exagerada, bajo el prisma realista y no realista, la cual concluye con la destrucción simbólica de esta sociedad perturbadora y opresiva.

Pese a la diversidad de tendencias que existe en la escena nacional, estamos en esencial frente a un teatro fuertemente político y estético.

El teatro es un arte de la memoria, pero en el mundo actual impera el «shock,» que Mayorga en su libro El Jardín Quemado define como «un impacto violento que colma la percepción de un hombre y suspende su conciencia; una conmoción que deja una marca indeleble en su memoria y, sin embargo, no crea ni recuerdo ni historia» (Mayorga, 1996: 43).

El «shock» constituye, pues, «la forma y el fondo de los modos de expresión dominantes en nuestro tiempo» y el dramaturgo lo condena precisamente porque entre sus víctimas «están la memoria y la conciencia.» Memoria y conciencia que, a su modo de ver, son las «matrices del teatro de todos los tiempos.» Por ello, Mayorga defiende la necesidad ética y política de un teatro creador de memoria y de conciencia: «De ahí que la opción por un teatro creador de memoria y de conciencia constituya hoy una decisión moral y política, previa a cualquier otra y de más alcance que ningún compromiso» (Mayorga, 1996: 44).

En la actualidad en Chile se está haciendo un teatro que elabora su historicidad desde los lenguajes exagerados de lo teatral, y que al hacerlo, incluye al teatro mismo como otra práctica historificada de la cual hay que hacer y reconstruir críticamente su modo de re-presentar la representación.

En este escenario de exploración de nuevas tendencias teatrales que responde al momento histórico que vive la sociedad, el Teatro de la Memoria apuesta por el rescate, puesta en valor y difusión de contenidos asociados a hechos históricos y reales que ocurrieron en tiempos pretéritos y que muchas veces son desconocidas por los ciudadanos, porque los grupos de poder los ocultan, pues pueden afectar a sus intereses. Narrar y escenificar historias es reconstruir el pasado, para encontrar significado al presente y proyectarse al futuro. Asimismo, se recurre a historias de personajes y hechos históricos no revelados por las letras oficiales para transformarlos en textos dramáticos. Son historias para ser leídas y representadas a través de un ritual, el del teatro.

Tal vez, una manera de sobrevivir en este mundo globalizado que nos  anula nuestra identidad local, es contar historias que se vinculen con nuestra realidad social, con nuestra historia y con nuestra propia identidad.

Con el advenimiento de la democracia, en muchos países latinoamericanos el teatro abandonó el aspecto crítico que lo caracterizó las últimas décadas del siglo pasado, para encauzarse a tareas propiamente lúdicas y experimentales en su forma. Sin embargo, se puede avizorar que en el futuro cercano el arte dramático y los textos recobrarán importancia, con un potente contenido crítico sobre la nueva realidad y los desafíos sociales que enfrentamos los ciudadanos en este continente.

En esta nueva realidad es muy posible que los dramaturgos y teatristas tomen conciencia y vuelvan a escribir e interpretar desde una postura más transformadora y liberadora. En otras palabras, es factible que se logre perfilar un teatro menos superficial, menos de moda y con más densidad dramática.

Lógicamente que el teatro no debe dejar de ser una actividad lúdica. Su misión es entretener a las personas, pero esta distracción debe ser compleja, es decir debe divertir y a la vez entregar valores. No es política y nunca lo será, pero creo que ese aspecto lúdico debe revestirse con un evidente ardor crítico y creador.

Al mismo tiempo, el arte comprometido con lo social es algo muy humano. Si nos remitimos al tiempo de los griegos, nos daremos cuenta que la tragedia representaba dramas humanos. Shakespeare abordó todos los dilemas humanos habidos y por haber. Casi es imposible  observar el arte por el arte. El arte es producto de la realidad. Sólo se explica en función de esa dimensión dialéctica.

En nuestros días vemos con optimismo que muchos jóvenes teatristas están retomando la estructura y discurso crítico que caracterizó, entre otros autores nacionales, tales como: Isidora Aguirre y Juan Radrigán.  Igualmente, observamos que desde el teatrista Andrés Pérez (creador de la versión del cantautor y folclorista Roberto Parra, La Negra Ester)  hasta los festivales de teatro popular, está operando un renacimiento de aquel teatro que se presenta como defensor de lo marginal, de las utopías, trasgresor del orden social establecido, satírico en su lenguaje y cuestionador de los eternos males sociales.

En consecuencia, creo que en democracia construir la memoria histórica es un deber de todo artista comprometido con su comunidad. Este tratamiento argumental y discursivo concuerda con las corrientes del teatro posmoderno cuyo rasgo central es la problematización de la historia. Valorar y difundir el teatro de contenido social y ligado con la memoria colectiva resulta ser una acción artística sustantiva, especialmente para las nuevas generaciones de actores y público que requieren escudriñar en su pasado y en su presente para poder construir la utopía de una nueva sociedad.

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