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Iván Vera-Pinto Soto / Antropólogo Social, Magíster en Educación y Dramaturgo En estos días – como era de esperar – hemos contemplado en nuestro país... La Cultura Política de Estado

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En estos días – como era de esperar – hemos contemplado en nuestro país una fuerte efervescencia política entre los diversos candidatos que postulan a los principales cargos públicos. Todos ellos- con más o menos argumentos – intentan dar respuesta desde su óptica a las sustanciales demandas y sueños que  aspiran lograr la mayoría de los chilenos. No obstante, si hacemos una revisión rápida de sus propuestas y programas hay un tema no menor que en el mejor de casos solamente perfilan someramente o simplemente soslayan por no tener mayor prevalencia dentro de sus agendas. Me refiero derechamente al tema cultural.

Posiblemente este escamoteo o invisibilidad que hace normalmente la clase política tradicional sobre este tópico sea producto de su propia ignorancia cultural o simplemente porque percibe la cultura como una variable totalmente disociada y de menor relevancia en relación a otras exigencias ciudadanas, tales como: la educación, salud, vivienda, por citar algunas.

A pesar de esta equivoca y constreñida postura política que han mantenido algunos  cegatos dirigentes, debemos reconocer que desde la década de los 90, a partir del regreso de la democracia y con la instalación de los grandes supuestos y premisas de la modernización del Estado chileno, cuya finalidad ha sido elevar las competencias y la capacidad de movilizar los recursos públicos de manera más eficiente para satisfacer los requerimientos de la sociedad, se ha instalado una embrionaria institucionalidad cultural que, contrariamente a las críticas y limitaciones evidentes que tiene,  goza de un marco de políticas, mecanismos, normativas, procedimientos y fondos destinados a operar dentro de una nueva agenda pública.

Sin embargo, el paradigma que sirve de base para la construcción del concepto de cultura nacional es ambiguo, pues, por un lado, aún no está claro el rol de los poderes públicos que deben impulsar las políticas culturales y, por otro, tampoco el organismo público creado para cumplir este desempeño tiene la certidumbre de la legitimidad de su acción. En otras palabras, aún falta por determinar que puede – o no puede – hacer el Estado en materia cultural. ¿Cuáles son los límites de su intervención? Este es un problema que siquiera se discute en el país, ya que aún le falta camino por recorrer a la actual institucionalidad cultural y porque sus procesos evaluativos se centran preferentemente en un control de gestión y no en la evaluación en términos de impactos.

Otro factor clave asociado a esta problemática es la fragmentación institucional existente y los limitados recursos destinados para cumplir con sus responsabilidades, en comparación con otros ministerios públicos. Es indudable que si el Estado persiste en considerar la cultura como un medio o un mero complemento del desarrollo social y no como un fin en sí mismo, entonces es muy difícil lograr un acuerdo estable y duradero que permita una intervención efectiva y responsable en este ámbito. En otras palabras, si el Estado y las autoridades políticas no definen claramente qué implica la acción pública en este terreno y cómo se inserta en las estrategias de desarrollo social nacional y local, es muy complejo que la institucionalidad cultural tenga resultados e impactos trascendentes en esta sociedad.

En contraste, en el escenario mundial, constatamos la elaboración de numerosos acuerdos alcanzados en foros internacionales, todos ellos direccionados a  tomar plenamente en cuenta el papel de la cultura como sistema  de valores  y como recurso y marco para construir un desarrollo auténticamente   sostenible,   la   necesidad   de   aprender   de   las   experiencias   de   las generaciones pasadas y el reconocimiento de la cultura como parte del patrimonio común y local y como fuente de creatividad y de renovación” (Declaración de Hangzhou, Mayo, 2013)

En el mismo tenor, Decenio Mundial para la Cultura y el Desarrollo 1988 ― 1997, el informe Nuestra Diversidad Creativa da un salto cualitativo al reconocer en la cultura, más que un componente estratégico del desarrollo, su finalidad última: “La cultura no es, pues, un instrumento del progreso material: es el fin y el objetivo del desarrollo, entendido en el sentido de realización de la existencia humana en todas sus formas y en toda su plenitud”.

El anterior precepto se reafirma en el mismo documento aprobado en la República Popular China (2013), el cual indica: “Reafirmamos que la cultura debe ser considerada como un factor fundamental de la sostenibilidad, ya que es una fuente de sentido y de energía, de creatividad e innovación y un recurso para responder a los desafíos y hallar soluciones apropiadas. La extraordinaria fuerza de la cultura para favorecer y posibilitar un desarrollo verdaderamente sostenible se hace especialmente patente cuando un enfoque centrado en el individuo y basado en el contexto local se integra en los programas de desarrollo y las iniciativas de construcción de la paz”.

Como podemos distinguir los nuevos lineamientos que han sido aprobados por organismos internacionales, considera la cultura como el cuarto principio fundamental en la agenda de las Naciones Unidas para el desarrollo después de 2015, junto a los derechos humanos, la igualdad y la sostenibilidad. En otros términos, la cultura es pensada como base del nuevo modelo de desarrollo sustentable a la cultura, como el fin último que debe perseguir todo ciudadano del mundo.

De manera sucinta, esto implica integrar a la cultura en todas las políticas y programas de desarrollo. Esto exige incorporar sistemáticamente la dimensión cultural en las definiciones del desarrollo sostenible y del bienestar, así como en la concepción, la medición y la práctica concreta de las políticas y los programas de desarrollo. A su vez, movilizar la cultura y el entendimiento mutuo para propiciar la paz y la reconciliación. Ante los escenarios de violencia política, tensiones identitarias, represión política y globalización, se exige crear un ambiente de diálogo intercultural, de verdad, de justicia, de reconocimiento y de respeto de la diversidad cultural para así  en el futuro forjar sociedades más incluyentes, estables y resilientes.

En esta área es muy importante propender una educación por respeto de los Derechos Humanos y la paz. Por lo demás, se debe garantizar los derechos culturales para todos los ciudadanos a fin de promover el desarrollo social incluyente y equitativo. Para ello es  vital garantizar los derechos culturales, el acceso a los bienes y servicios culturales, la libre participación en la vida cultural y la libertad de expresión artística.

Otro desafío es el recatar, poner en valor y difundir nuestras culturas identitarias para transmitir su riqueza a las generaciones posteriores, pues ella contiene el activo esencial para nuestro bienestar y el de nuestros hijos. Incluyamos, también, acciones que nos permitan valernos de la cultura como el principal recurso para lograr el desarrollo y la gestión sostenibles de las ciudades. Ello implica crear en la urbe una vida  cultural  dinámica  y  una   calidad  de  los  ambientes  urbanos  históricos para lograr ciudades sostenibles. Tal como se sostuvo en la Convención de Hangzhou (2013) Las administraciones locales deberían preservar y mejorar esos ambientes en armonía con su entorno natural. En las ciudades las políticas sensibles a la cultura deberían promover el respeto a la diversidad, la transmisión y continuidad de los valores y la inclusión, reforzando la representación y participación de las personas y las comunidades en la vida pública y mejorando la situación de los grupos más desfavorecidos”

Finalmente, los especialistas en políticas culturales plantean aprovechar la cultura para favorecer modelos de cooperación innovadores y sostenibles. Es por eso necesario crear alianzas estratégicas público-privadas, bajo marcos jurídicos, institucionales, políticos y administrativos adecuados, con miras a favorecer mecanismos de financiación y cooperación a nivel tanto nacional como internacional, incluidas las iniciativas populares y las asociaciones culturales gestadas desde la misma comunidad. Es claro que estas alianzas, por una cuestión ética, deben claramente restringir la intervención de aquellas entidades que sistemáticamente tienen un accionar empresarial que atenta contra el medio ambiente, que mantiene conflictos laborales con sus trabajadores y que no están respaldadas por valores éticos y morales.

Ahora bien, una interrogante que surge en esta reflexión es saber ¿quién define la política cultural? Lo cierto es que en nuestro país nos movemos en un escenario de incertidumbre y fragilidad dado por la multiplicidad de actores y niveles de acción que intervienen en el contexto político, económico y social actual. Tradicionalmente han sido las autoridades públicas quienes a partir de objetivos y medios definidos determinan verticalmente la orientación de la política cultural. Empero, en el actual contexto social y político, cuando existe una fuerte demanda por parte de la ciudadanía en participar de las decisiones políticas, se propone un nuevo modelo para restar el monopolio de la construcción de las políticas públicas por parte de las autoridades y el concurso de “expertos” y abordar la problemática desde una perspectiva más horizontal y democrática.

En esa línea, el debate actual está centrado en definir con la intervención todos los ciudadanos organizados la política pública como una actividad colectiva que participa en la creación de un orden social y político que regule las tensiones, integre a los diferentes grupos sociales y resuelva conflictos.

Esta orientación es coherente con el contexto de democratización donde la reconstrucción del orden político, social y cultural es una prioridad. En este caso, en un diálogo entre autoridades y ciudadanía se determinan las reglas de juego y de esta forma se permite la participación popular en la elaboración de las políticas y en la decisión de conducir las acciones programadas. Por esta vía se asegura que la política cultural no sea la de un gobierno de turno sino la de un Estado y el desarrollo cultural se convierta en eje de un proyecto cuya misión es el desarrollo sustentable.

Los discursos y prácticas culturales en diferentes latitudes donde el Estado ha asumido la cultura como palanca del desarrollo social se fundamentan dentro del paradigma  de sostenibilidad cultural que tenga como principales factores: la equidad social, el respeto al medio ambiente, la economía responsable y la vitalidad cultural.

Desde esta mirada, la cultura se plantea como un agente del cambio social y del empoderamiento comunitario, a través de instancias participativas que incluye a todos los actores sociales, agentes de “transpolinización” intercultural entre diferentes redes sociales y contextos urbanos.

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